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– Te he dicho la verdad, tío, te lo juro -le aseguró Quentin-. Cada palabra se pronunció tal como te he informado.

Sir Walter sonrió, pero aquella no era la sonrisa sabia y segura de sí misma que Quentin conocía; en esta ocasión la sonrisa de su tío irradiaba melancolía, y una visible resignación.

– Debes perdonar a este hombre viejo, hijo mío, cuyo corazón se niega a reconocer cosas que su razón ha comprendido ya hace tiempo. Por supuesto, sé que no mientes, y creo cada palabra que has dicho. Pero me duele saber que el abad Andrew ha actuado de una forma tan maliciosa para mantenernos engañados.

– No parece que los monjes actúen con malas intenciones -objetó Quentin-. Se diría más bien que quieren proteger a las personas ajenas al secreto.

– ¿Protegerlas? ¿Frente a qué?

– No lo sé, tío; pero todo el rato hablaban de la amenaza de un gran peligro. Un enemigo de un pasado oscuro, pagano. -Quentin se estremeció-. Y la runa que descubrí parece directamente relacionada con ello.

– Lo tuve claro desde el momento en que vi arder el signo de fuego allí, en la otra orilla -replicó sir Walter sombríamente-. Ya intuía que existía un secreto que los monjes de Kelso no querían compartir con nosotros, pero nunca habría imaginado que su desconfianza llegara tan lejos. Saben quién se encuentra tras el asesinato de Jonathan, y también saben quiénes son los individuos que nos asaltaron aquí, en Abbotsford. Sin embargo, no quieren romper su silencio.

– Posiblemente tengan buenas razones para ello -objetó tímidamente Quentin, que pocas veces había visto a su tío tan enojado. Indudablemente el duelo por su estudiante y la catástrofe en el puente habían dejado huella en él, pero nada, ni de lejos, parecía haber ofendido tanto al señor de Abbotsford como que el abad Andrew y sus hermanos le hubieran negado su confianza.

– ¿Qué razón puede ser bastante buena para callar cuando están en juego vidas humanas? -replicó sir Walter, furioso-. El abad Andrew y los suyos conocían el peligro que nos amenaza. Deberían habernos dicho qué ocurría, en lugar de entretenernos con alusiones imprecisas.

– Por lo que sabemos, hubo una entrevista entre el abad Andrew y el inspector Dellard -dijo Quentin, reflexionando en voz alta-. Tal vez en ella el abad comunicara a Dellard algunas cosas y le prohibiera propagarlas. Posiblemente esta sea también la razón de que Dellard se mostrara tan poco comunicativo con nosotros.

– Tal vez, posiblemente… -bufó sir Walter, y se levantó con un movimiento enérgico-. Estoy harto de tener que contentarme con especulaciones y suposiciones mientras quizá planea sobre todos nosotros un gran peligro.

– ¿Qué te propones hacer, tío?

– Viajaré a Kelso y pediré explicaciones al abad Andrew. Nos dirá lo que sabe sobre ese signo rúnico o se lo guardará para él, pero en cualquier caso le haré saber que no me gusta que me hagan ir como una pelota en un juego cuyas reglas determinan otros. Y alegue lo que alegue en su defensa, sean runas, signos secretos o cualquier otra zarandaja, esta vez no pienso admitir excusas.

– ¡Pero tío! ¿No crees que el abad puede tener buenas razones para mantenerlo en secreto? Posiblemente tengamos que habérnoslas efectivamente con poderes que escapan a nuestro control y a los que no se puede hacer frente con medios tradicionales.

– ¿Y qué poderes son esos, sobrino? -El sarcasmo en la voz de sir Walter era patente-. ¿Ya vuelves a empezar con tus historias de aparecidos? ¿No habrás escuchado demasiado al viejo Max el Fantasma? Te aseguro que los adversarios con que tenemos que habérnoslas no son espíritus, sino hombres de carne y hueso. Y sea lo que sea lo que esa gente pretende, no tiene nada que ver con hechizos ni oscuras maldiciones. Esas cosas no existen. Desde los inicios de la humanidad, las razones que han movido a los hombres a convertirse en una plaga para el prójimo han sido siempre las mismas: sed de sangre y codicia, muchacho. Eso y ninguna otra cosa. En tiempos de nuestros antepasados ya era así, y nada ha cambiado hasta hoy. Es posible que esta gente utilice runas y viejas profecías para legitimar sus crímenes, pero todo esto no son más que embustes y patrañas.

– ¿Realmente lo crees así, tío?

Sir Walter miró a su sobrino, y al contemplar su expresión asustada, su ira cedió un poco.

– Sí, Quentin -dijo bajando el tono-. Eso creo. El pasado que tanto me gusta evocar en mis novelas ha quedado atrás. El futuro pertenece a la razón y a la ciencia, al progreso y la civilización. En él no hay lugar para antiguas supersticiones. Hace tiempo que dejamos atrás todo eso, y no podemos frenar la rueda del tiempo ni hacerla girar al revés. Lo que se oculta detrás de este asunto, sea lo que sea, no tiene nada que ver con hechizos o magia negra. Es obra de personas, muchacho. Nada más. Y eso justamente le diré al abad Andrew.

Quentin vio reflejada en el rostro de su tío una determinación inquebrantable y supo que no tenía sentido tratar de detenerle. Por otro lado, tampoco era ese su deseo, pues la visión de las cosas de sir Walter no solo parecía más razonable, sino también menos intranquilizadora que lo que Quentin había escuchado en el monasterio.

Decidió acompañar a su tío a Kelso y salió con él al pasillo, donde se tropezaron con el mayordomo.

– ¡Sir! -exclamó el sirviente, acercándose angustiado.

– Mi pobre Mortimer -dijo sir Walter al contemplar la cara desencajada del anciano mayordomo-. ¿Qué te sucede?

– Ha llegado todo un destacamento de dragones armados, sir -respondió Mortimer con la voz entrecortada por la emoción-. Acaban de entrar en el patio. El inglés también está con ellos.

– ¿El inspector Dellard? -preguntó Scott sorprendido.

– Así es, sir, y quiere hablar urgentemente con usted. ¿Qué debo decirle?

Sir Walter reflexionó un momento e intercambió con Quentin una mirada precavida.

– Dile al inspector que le espero en mi despacho -comunicó finalmente al mayordomo-. Y que Anna traiga té y pastas. Nuestro huésped no debe tener la impresión de que en el norte no tenemos modales.

– Muy bien, sir -dijo Mortimer, y se alejó.

– ¿Qué debe de querer Dellard? -preguntó Quentin.

– No lo sé, sobrino -replicó sir Walter, y una chispa de malicia brilló en sus ojos-, pero si la casualidad ha puesto en nuestras manos una baza como esta, no deberíamos desperdiciarla frívolamente. Con lo que sabemos del abad Andrew, deberíamos ser capaces de ejercer un poco de presión sobre nuestro buen inspector. Tal vez así Dellard se vuelva más hablador con respecto a este misterioso caso…

Por lo que podía verse, no parecía que Charles Dellard se hubiera tomado a mal la diferencia de opiniones entre sir Walter y él durante su última entrevista. El inspector volvió a hacer gala de su habitual suficiencia mientras entraba en el despacho de Scott y ocupaba su puesto en el sillón que le ofrecía el señor de la casa.

– Gracias, sir -dijo cuando una de las criadas le sirvió una bandeja con té recién hecho y pastas-. Es agradable ver que la civilización también ha llegado a este lugar. Aunque los recientes acontecimientos no parezcan apuntar en la misma dirección.

– ¿Ha descubierto algo? -preguntó sir Walter, que había preferido permanecer en pie y ahora miraba escépticamente a su visitante desde arriba.

– Podría decirse así, en efecto. -Dellard asintió con la cabeza y tomó un trago de Early Grey caliente-. He conseguido identificar al hombre al que disparó su sobrino aquella noche.

– ¿De verdad?

– Su nombre es Henry McCabe. Como usted correctamente suponía, procedía de otra región, y por eso la identificación ha resultado tan extraordinariamente complicada. Su lugar de nacimiento es Elgin, muy al norte. Pertenecía a una banda de rebeldes que cometen sus fechorías en esa zona desde hace tiempo y que ahora, por lo visto, han extendido su campo de actuación al sur. Ya ve, pues, sir Walter, que hacemos progresos.