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– Estoy impresionado -dijo el señor de Abbotsford, pero sus palabras no sonaban muy sinceras-. ¿Y qué me dice del signo rúnico? ¿Ha descubierto también algo sobre eso de lo que pueda informarme?

– Lo lamento. -Dellard sacudió la cabeza entre dos sorbos de té-. Por el momento mis investigaciones no me permiten aún decirle algo más preciso sobre esa cuestión. Pero da toda la sensación de que…

– Ahórreme las explicaciones, inspector -le interrumpió Scott con rudeza-. Ahórreme la retórica y las evasivas cuando en último término se trata solo de ocultarme la verdad.

Dellard le miró con calma.

– ¿Otra vez volvemos a empezar? -preguntó-. Creí que eso ya estaba aclarado.

– Aún no, apreciado inspector, ni mucho menos. Seguirá hasta que me diga por fin la verdad sobre estos delincuentes. No son unos agitadores corrientes, ¿no es cierto? Y tampoco es casual que hayan hecho de la runa de la espada su emblema. Tras este asunto hay algo más, y quiero saber de una vez dónde me encuentro. ¿Con qué tropezó mi sobrino cuando descubrió este signo? ¿Por qué fue incendiada la biblioteca? ¿Qué tienen que ver con ello los monjes de Kelso? ¿Y por qué atentan contra mi vida?

– Muchas preguntas -se limitó a decir Dellard.

– Desde luego. Y tengo la sensación de que las respuestas a estas preguntas se remontan al pasado. Nos encontramos frente a un enigma que va mucho más allá de un caso criminal corriente, ¿no es cierto? ¡De modo que, por todos los santos, rompa de una vez su silencio!

Dellard seguía sentado en su sillón sin decir nada. Con un movimiento pausado se llevó la taza de porcelana blanca a la boca y tomó otro trago de té. A continuación, con una lentitud que a Quentin le pareció casi una provocación, depositó la taza sobre el platito y no se dejó impresionar en absoluto por la mirada inquisidora que le dirigía sir Walter.

– ¿Quiere respuestas, sir? -preguntó entonces.

– Más que ninguna otra cosa -le aseguró sir Walter-. Quiero saber de una vez dónde estoy.

– Bien. En ese caso le informaré de la entrevista que tuve con el abad Andrew, el superior del convento de Kelso. Aunque me rogó encarecidamente que bajo ningún concepto comentara nada al respecto, en su caso quiero hacer una excepción. Al fin y al cabo usted es, si puedo expresarme así, el personaje principal en esta obra.

– ¿El personaje principal? ¿En una obra? ¿Cómo debo entender eso?

– Tiene razón, sir Walter. Los criminales que se encuentran tras los atentados mortales y los asaltos de las últimas semanas no son, efectivamente, agitadores normales. Son sectarios, que pertenecen a una antiquísima sociedad secreta.

– Una sociedad secreta -repitió Quentin, que permanecía inmóvil aguantando la respiración. Sintió que un escalofrío helado le recorrió la espalda.

– Las raíces de la sociedad -continuó Dellard- se remontan a un pasado muy remoto. Existía ya antes de que la civilización llegara a esta tierra agreste, mucho antes de los romanos, en días oscuros. Por eso sus miembros no se consideran ligados a las leyes vigentes y se entregan a rituales paganos. Esta es la razón de que el abad Andrew vigile sus movimientos. Una vieja enemistad liga a su orden con esta sociedad secreta.

– ¿Y la runa de la espada? -quiso saber sir Walter.

– La runa es, desde tiempos antiguos, el signo identificador de los sectarios. Su emblema, si quiere.

– Comprendo. Esto explica la reacción del abad Andrew cuando le mostramos la runa. Pero ¿por qué todas esas advertencias y ese secretismo? Esta sociedad puede ser antigua, pero al fin y al cabo se trata solo de patrañas y supersticiones. Con un destacamento de dragones montados debería poder acabarse rápidamente con una amenaza como esa.

– Una vez me acusó de infravalorar la importancia del caso, sir -replicó Dellard con una ligera sonrisa-. Ahora tengo que devolverle el reproche. Porque la sociedad secreta no es en absoluto una agrupación formada por unos pocos sectarios. Es un movimiento que ha encontrado, en el norte, numerosos partidarios. Como usted sabe, aun en nuestros tiempos modernos, la superstición está muy extendida en amplios sectores de su pueblo, y el recuerdo de antiguas tradiciones paganas se mantiene vivo todavía. A eso hay que añadir la ira de la población hacia las Clearances. Numerosos campesinos que fueron expulsados de sus tierras se han unido a la sociedad. Para que se sepa lo menos posible sobre ello, me llegó, desde los círculos más elevados, la orden de mantener el asunto en secreto y no revelar nada a nadie, incluido usted, sir Walter. Tal vez comprenda ahora mi comportamiento.

Sir Walter asintió; al parecer, efectivamente había infravalorado el problema.

– Lo lamento -dijo-. No quería ponerle en una situación difícil, inspector. Pero mi familia y mi hogar están amenazados, y mientras no sepa de dónde procede el peligro, no puedo hacer nada contra él.

– El peligro, sir Walter, procede de todas partes; porque hemos podido saber que los sectarios le han declarado su enemigo mortal.

– ¿A mí? -El señor de Abbotsford abrió mucho los ojos.

– Sí, sir. Ese es el motivo de que su estudiante muriera. Y también es el motivo que me ha traído a Kelso para dirigir las investigaciones. ¿Cree realmente que habrían enviado a un inspector de Londres si, y le ruego que me perdonen se hubiese producido un simple caso de asesinato?

Sir Walter asintió.

– Tengo que admitir que ya me había planteado esta pregunta.

– Con razón, sir. El único motivo por el que me destinaron aquí es que esta gente amenaza su vida y usted tiene en la corte y en los círculos del gobierno amigos influyentes. Me enviaron a esta región apartada para que pusiera fin cuanto antes a las fechorías de estos sectarios. Y en lo que se refiere a la elección de los medios, me dejaron las manos libres precisamente a causa de usted, sir. Tenía la misión de asegurar a cualquier precio su protección y la de su familia. Por desgracia, no siempre me ha hecho fácil la tarea, y por desgracia no la he cumplido como se esperaba de mí.

– ¿Por mi culpa, dice? -preguntó, perplejo, sir Walter, que no podía creer que aquel caso se centrara en él-. Entonces ¿Jonathan murió por mi causa?

– Así funciona la táctica de estos sectarios. Eligen a sus víctimas con mucho cuidado. Entonces les ponen la soga al cuello y tiran muy lentamente. El pobre Jonathan fue la primera víctima. Usted, señor Quentin, debería haber sido la siguiente. Y en el puente probablemente querían atentar contra el propio sir Walter. Solo a una afortunada coincidencia hay que agradecer que las cosas resultaran de otro modo.

– Una afortunada coincidencia -gimió sir Walter-. Un hombre que no tenía nada que ver con esto perdió la vida, y dos jóvenes estuvieron a punto de perecer. ¿Llama usted a eso una afortunada coincidencia?

– Teniendo en cuenta las circunstancias, sí -replicó Dellard duramente-. Durante todo este tiempo he sido consciente del peligro que corría; por ello no quería que investigara por su cuenta y de este modo contribuyera a aumentar la amenaza que pesa sobre usted y los suyos. Por desgracia no me escuchó, y por eso aquella noche se produjo el asalto a su propiedad. En el momento en cuestión, mi gente se encontraba en Selkirk para investigar una información que habíamos recibido. Visto retrospectivamente, no me cabe duda de que se trataba de una maniobra de distracción. Ahí se demuestra con qué astucia trabajan nuestros oponentes.

– Comprendo -dijo en tono apagado sir Walter, que parecía haber perdido momentáneamente su habitual capacidad de raciocinio. Al final fue su sobrino, quien, a pesar del miedo que le inspiraba todo aquel asunto, planteó una objeción bien fundada.

– Hay algo que no entiendo -dijo-. ¿Por qué los sectarios tendrían que convertir a mi tío en su objetivo? Todo el mundo le conoce y sabe que está comprometido con los intereses de Escocia. Es un honorable patriota que…