El coche salió del bosque y a través de la ventanilla lateral pudieron distinguir la cinta clara del Tweed. La niebla cubría el río y los bancos de la orilla, y el sol, que entretanto había salido, se ocultaba tras espesas nubes grises, lo que contribuyó a ensombrecer aún más el ánimo de sir Walter.
Finalmente aparecieron entre las colinas los primeros edificios de Kelso. El carruaje pasó ante la taberna y la vieja herrería, y siguió bajando por la calle del pueblo para ir a detenerse ante los muros del viejo almacén de grano. Sir Walter no esperó a que bajara el cochero. Abrió la puerta y salió, seguido por Quentin.
El aliento de los dos hombres formaba nubecillas de vapor en el aire húmedo y frío de la mañana. Por los caballos y el coche que se encontraban ante el edificio, sir Walter dedujo que el sheriff todavía se encontraba en el lugar. Pidió al cochero que esperara y se acercó a la entrada, que vigilaban dos miembros de la milicia nacional.
– Lo lamento, sir -dijo uno de ellos, un mozo de aspecto tosco con un cabello rojizo que revelaba su procedencia irlandesa, cuando los dos hombres llegaron junto a él-. El sheriff ha prohibido el acceso a la biblioteca a todas las personas ajenas al caso.
– Y ha hecho bien -observó sir Walter-. Pero yo soy el maestro del joven que ha muerto en esta biblioteca. Por eso supongo que puedo solicitar que se me permita la entrada.
Scott pronunció estas palabras con tal decisión que el pelirrojo no se atrevió a replicar. El mozo, que parecía completamente desconcertado, intercambió una mirada de impotencia con su camarada, y luego se encogió de hombros y les dejó pasar. Sir Walter y Quentin cruzaron las grandes puertas de roble y entraron en el venerable edificio, que antes había sido el almacén de grano de la región y ahora se había transformado en un depósito del conocimiento. A ambos lados de la sala principal se extendían hileras de estanterías dobles de casi cinco metros de altura, situadas las unas frente a las otras, formando estrechos pasillos. Varias mesas de lectura ocupaban el centro libre de la sala. Como el almacén tenía una altura considerable, a lo largo de los laterales se había levantado una galería, bordeada por una balaustrada de madera que descansaba sobre pesados pilares de roble. Allí arriba se habían instalado nuevas estanterías de libros e infolios; más de los que un hombre podría examinar en toda su vida.
Al pie de la escalera de caracol que conducía a la balaustrada, algo yacía en el suelo cubierto por un paño oscuro de lino. Sir Walter dedujo, angustiado, que debía de ser el cadáver de Jonathan. A su lado se encontraban dos hombres que conversaban en voz apagada. Sir Walter los conocía a ambos.
John Slocombe, el sheriff de Kelso, enfundado en una chaqueta raída con la insignia de sheriff del condado, era un hombre fornido de edad mediana, de cabello ralo y con una nariz enrojecida por el scotch, que no reservaba solo para las frías noches de invierno.
El otro hombre, que llevaba la sencilla cogulla de lana de la orden premonstratense, era el abad Andrew, el superior de la congregación y administrador de la biblioteca. Aunque el convento de Dryburgh ya no existía, la orden había destinado a Andrew y a algunos hermanos para que se ocuparan de los fondos del antiguo archivo, que había sobrevivido de forma milagrosa a las turbulencias de la época de la Reforma. Andrew era un hombre de elevada estatura, delgado, con rasgos ascéticos pero de ningún modo adustos. Sus ojos azul oscuro eran como los lagos de las Highlands, misteriosos e impenetrables. Sir Walter apreciaba la serenidad y la ponderación del religioso.
Al distinguir a los visitantes, los dos hombres interrumpieron la conversación. El rostro de John Slocombe reveló un horror manifiesto cuando reconoció a sir Walter.
– ¡Sir Scott! -exclamó, y se acercó a los recién llegados retorciéndose las manos con nerviosismo-. Por san Andrés, ¿qué está haciendo aquí?
– Informarme sobre las circunstancias de este espantoso accidente -replicó sir Walter en un tono que no admitía replica.
– Es horrible, horrible -dijo el sheriff-. No debería haber venido, sir Walter. El pobre muchacho…
– ¿Dónde está?
Slocombe comprendió que el señor de Abbotsford no tenía la menor intención de atender a sus insinuaciones.
– Allí, sir -dijo titubeando, y se hizo a un lado para dejar ver el bulto ensangrentado que yacía sobre el suelo de piedra desnudo y frío de la biblioteca.
Sir Walter oyó cómo Quentin dejaba escapar un gemido, pero no le prestó atención. En aquel momento su compasión y su interés estaban exclusivamente centrados en el joven Jonathan, arrancado a la vida de aquel modo tan inesperado como aparentemente absurdo. Aunque sir Walter era un hombre de complexión robusta, al acercarse al muerto sintió que le flaqueaban las piernas.
El ayudante del sheriff había tendido una manta sobre el cadáver, aunque en algunos lugares la tela estaba completamente empapada de sangre oscura. También en el suelo se veía sangre, que se había deslizado sobre las losas de piedra en regueros viscosos y finalmente se había condensado con el frío.
El sheriff Slocombe se mantenía junto a sir Walter, y seguía gesticulando nerviosamente.
– Piense, sir Walter, que fue una caída desde una gran altura. Es una visión espantosa. Solo puedo aconsejarle que no…
Sir Walter no se dejó convencer. Con gesto decidido, se inclinó, sujetó la manta y tiró de ella. La visión que se ofreció a los cuatro hombres era realmente atroz.
Era Jonathan, de aquello no cabía duda; pero la muerte le había deformado horriblemente. El estudiante yacía sobre el suelo extrañamente contorsionado. Al parecer, había caído de cabeza y se había golpeado con gran violencia. Había sangre por todas partes, y algo más que sir Walter tomó por masa encefálica.
– Espantoso, ¿verdad? -preguntó el sheriff, y miró a sir Walter, impresionado.
Mientras el señor de Abbotsford palidecía y asentía con la cabeza consternado, Quentin ya no pudo aguantar más. El joven dejó escapar un sonido gorgoteante, se llevó la mano a la boca y corrió afuera para vomitar.
– Parece que su sobrino no lo ha soportado -constató el sheriff en un tono de ligero reproche-. Ya le advertí que era espantoso, pero no quiso creerme.
Sir Walter no respondió. En lugar de eso, se sobrepuso a su horror y se inclinó para despedirse de Jonathan.
Una parte de él esperaba probablemente encontrar perdón en el rostro pálido y manchado de sangre del muerto. Pero lo que sir Walter vio allí fue algo distinto.
– ¿Sheriff?-preguntó.
– ¿Dígame, sir?
– ¿No le ha llamado la atención la expresión del rostro del muerto?
– ¿Qué quiere decir, sir?
– Tiene los ojos dilatados y la boca muy abierta. En los últimos segundos de su vida, Jonathan tuvo que estar muy asustado por algo.
– Debió de darse cuenta de que perdía el equilibrio. Tal vez durante un breve instante fuera consciente de que había llegado el final. A veces ocurre.
Sir Walter alzó la mirada hacia la estrecha escalera de caracol, que trepaba hacia lo alto a solo unos pasos de distancia.
– ¿Jonathan llevaba algún libro consigo cuando cayó por la escalera?
– Por lo que sabemos, no -replicó el abad Andrew, que hasta entonces se había limitado a escuchar en silencio-. En todo caso no se encontró ninguno.
– Ningún libro -repitió sir Walter en voz baja.
Miró hacia la escalera, tratando de imaginar cómo se había desarrollado el trágico accidente. Pero por más que se esforzaba, no acababa de conseguirlo.
– Perdone, sheriff -dijo por fin-, pero aquí hay algunas cosas que no entiendo. ¿Cómo es posible que un hombre joven, que no lleva ningún peso encima y tiene las manos libres para sujetarse a la barandilla, se precipite por esta escalera de cabeza y se rompa el cráneo?