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– ¿No se le ha ocurrido pensar, apreciado señor Quentin, que no todos sus paisanos pueden verlo de este modo? También existen voces que afirman que su tío confraterniza con los ingleses y traiciona a Escocia ante la Corona.

– Pero esto no tiene sentido.

– No me lo diga a mí, joven señor. Dígaselo a esos fanáticos sanguinarios. Todos esos sectarios son gente que se encuentra con la espalda contra la pared y no tiene ya nada que perder. En su desesperación se aferran a una superstición y asesinan y saquean bajo el signo de la antigua runa. No se les puede convencer con argumentos y explicaciones, sino con el brazo de hierro de la ley.

– Pero ¿no saben acaso lo que mi tío ha hecho por nuestro pueblo?

– La mayoría de esta gente no sabe ni leer ni escribir, estimado señor Hay. Solo ven lo que es evidente: que su tío es un hombre apreciado y un huésped bien recibido entre los ingleses y particularmente entre la alta nobleza, y esto lo convierte a sus ojos en un traidor al pueblo escocés.

– Inconcebible -dijo tristemente sir Walter. A Quentin le pareció que su tío se sentía de pronto terriblemente cansado. Sir Walter se hundió pesadamente en su silla-. ¡Yo un traidor! ¿Cómo puede pensar la gente algo así? Soy un patriota, por mis venas fluye sangre escocesa. Durante toda mi vida he apoyado los derechos y las aspiraciones del pueblo escocés.

– Es posible, sir -objetó Dellard-, pero su cooperación con la Corona y su actuación en el tribunal seguramente lo han hecho sospechoso.

Sir Walter gimió, como bajo el efecto de un gran dolor.

– Pero si lo único que me importaba era mejorar la posición de mis compatriotas en el reino y hacer que el acervo de los escoceses pudiera tener de nuevo entrada en los salones.

– Por desgracia, los agitadores lo ven de un modo muy distinto. Según ellos, ha traicionado a Escocia ante los ingleses y ha vendido las viejas tradiciones como una prostituta vende su cuerpo.

El vocabulario que había utilizado el inspector no era precisamente delicado, y sir Walter se estremeció ante sus palabras como bajo el efecto de un latigazo.

– Nunca fue esa mi intención -dijo en voz baja-. Siempre quise solo lo mejor para mi pueblo.

– Usted lo sabe, sir, y también yo, naturalmente. Pero esos sectarios no lo saben. Y la inminente visita de su majestad el rey a Edimburgo no ha contribuido a mejorar la situación.

– ¿La visita de su majestad? -Sir Walter alzó la mirada-. ¿Cómo se ha enterado de eso? Los preparativos se efectúan dentro del más estricto secreto.

Dellard sonrió.

– Soy inspector de la Corona y responsable de la seguridad del país, sir. En Londres tengo acceso a los círculos más elevados del gobierno, y naturalmente estoy informado cuando su majestad planea un viaje.

– ¿El rey Jorge planea un viaje? -preguntó Quentin asombrado-. ¿A Edimburgo?

Sir Walter asintió.

– Es un acto de una enorme trascendencia histórica, y el gobierno le otorga una gran relevancia para la cohesión interna de nuestro país. Por este motivo me han pedido que, como escocés, me encargue de los preparativos de la visita.

– ¿Por qué no me has dicho nada? -preguntó Quentin.

– Porque su majestad ha expresado su deseo de que los planes permanezcan en secreto. Y poco a poco empiezo a vislumbrar por qué.

– Los sectarios -confirmó Dellard-. La policía secreta teme que se produzca una revuelta en Edimburgo; por eso se aconsejó mantener este asunto en el más estricto secreto. Después de cuanto ha ocurrido, sin embargo, todo hace suponer que los agitadores se han enterado de la inminente visita, y ahora su ira se dirige contra usted, sir.

– Comprendo -asintió sir Walter-. Pero ¿por qué no me dijo nada antes?

– Porque lo tenía prohibido. Probablemente se consideró que era mejor no intranquilizarle sin necesidad.

– ¿Y no será porque yo actuaba, en este caso, como un bienvenido señuelo, inspector? -inquirió sir Walter, que parecía haber recuperado su habitual agudeza-. ¿Como un reclamo para sacar a los rebeldes de su escondrijo y capturarlos?

Dellard frunció los labios.

– Veo, sir, que es difícil ocultarle nada. En realidad, la protección de su persona y su familia no fue el único encargo que recibí de Londres. También se trataba de localizar a la banda y poner fin a sus actividades. En caso contrario, la visita de su majestad no podría tener lugar según lo planeado.

– Pero esta visita debe realizarse -dijo sir Walter en tono imperativo-. Es importante para el futuro de nuestro país. El protocolo que estoy elaborando prevé que su majestad sea recibido en el castillo de Edimburgo y sea honrada con las insignias reales escocesas.

– ¿Con qué insignias? -preguntó Quentin-. La espada real desapareció hace tiempo, ¿no?

– Cierto -replicó sir Walter-, pero el protocolo prevé un acto ceremonial en el que su majestad deberá ser proclamado rey de nuestros pueblos unidos. Podría ser el inicio de un futuro pacífico, en el que ingleses y escoceses tejieran una historia común. Necesitamos esta oportunidad, Dellard. Mi pueblo la necesita. Esta visita debe realizarse a cualquier precio.

– También en Londres son de esta opinión, y por eso se concede tanta importancia a la neutralización de los rebeldes. Lamento haberle utilizado, por así decirlo, como un señuelo, sir Walter; pero teniendo en cuenta las circunstancias, no tenía otra elección.

– Solo ha hecho lo que era su deber como oficial y patriota -le tranquilizó sir Walter-. Me temo que soy yo quien debe pedirle perdón por mi testarudez. Si mi familia y toda mi casa han estado en peligro, no ha sido por su culpa, sino por mi intransigencia.

– No me resulta difícil comprenderle, sir. Probablemente en su lugar también yo habría actuado del mismo modo. Pero ¿puedo proponerle, a la vista de la situación, que en el futuro siga mis indicaciones?

Sir Walter asintió, primero dudando un poco, y luego con convicción.

– ¿Qué quiere de mí?

– Propongo -dijo el inspector diplomáticamente- que abandone usted Abbotsford con su familia.

– ¿Debo dar la espalda a Abbotsford? ¿A mi tierra y mis raíces?

– Solo hasta que los sectarios sean capturados y tengan que rendir cuentas por sus fechorías -se apresuró a decir Dellard-. Gracias a los indicios que me ha proporcionado el abad Andrew, confío en que esos desalmados pronto serán llevados ante la justicia; pero hasta que llegue ese momento preferiría saber que usted y los suyos se encuentran seguros, sir Walter. Por lo que sé, posee usted una casa en Edimburgo…

– Así es.

– Entonces le propongo que se retire allí con su familia y espere hasta que el asunto se haya solucionado. En Edimburgo no tiene nada que temer. Esos bribones no se arriesgan a actuar en las ciudades.

Sorprendido, sir Walter miró al inspector.

– ¿Debemos huir, pues? ¿Doblegarnos al terror que siembran estos asesinos?

– Solo por poco tiempo, y no por cobardía, sino para proteger a su familia. Por favor, sir, comprenda la situación. En las últimas noches solo ha habido tranquilidad porque, sin usted saberlo, he apostado a algunos dragones en todos los accesos a su propiedad. Pero a la larga no puedo prescindir de esos hombres, sir. Los necesito para luchar contra los sectarios. Naturalmente no puedo forzarle a que se vaya, pero si se queda, no podré garantizar su seguridad por más tiempo. De modo que piense bien en lo que va a hacer. Le he dicho la verdad y le he enseñado mis cartas, y me gustaría que usted hiciera ahora lo mismo y me dijera qué se propone hacer.

Se produjo una larga pausa, en la que sir Walter miró ante sí sin decir nada. Quentin podía hacerse una idea de lo que en aquel momento pasaba por la cabeza de su tío, y estaba contento de no encontrarse en su piel.

Había que tomar una decisión de la que podía depender el bienestar de toda la familia. Si sir Walter se decidía a quedarse en Abbotsford, podían ser víctimas de un nuevo ataque alevoso. La primera vez habían conseguido ahuyentar a los asaltantes, pero sin duda la segunda no resultaría tan fácil. Si, en cambio, sir Walter abandonaba el campo, daría a entender a los rebeldes que se doblegaba ante la violencia, y cualquiera que conociera al señor de Abbotsford sabía que una claudicación como esa se encontraba en absoluta contradicción con sus convicciones. Además, debería dejar atrás su biblioteca y su despacho; y las posibilidades de que podría disponer en Edimburgo para proseguir su labor -que ya sufría un grave retraso- eran muy limitadas en comparación con las que ofrecía Abbotsford. ¿Qué decisión tomaría, pues, finalmente?