Aunque Quentin, que acababa de liberarse de la sombra de su familia, no estaba en absoluto ansioso por volver a Edimburgo, esperaba que su tío diera la preferencia a esta opción. Una cosa era buscar secretos en libros antiguos, y otra muy distinta hacer frente a unos agitadores sedientos de sangre. Y aunque era evidente que le costaba mucho tomar la decisión, también sir Walter llegó a esa conclusión.
– Bien -dijo finalmente-. Me inclino ante la violencia. No por mí, sino por mi mujer y mi familia y por las personas que se encuentran a mi servicio. No puedo asumir el riesgo de que paguen mi orgullo y mi testarudez con su vida.
– Una decisión inteligente, sir -dijo Dellard reconocido. Quentin suspiró interiormente-. Sé que es usted un hombre de honor y que no debe de serle fácil dar un paso como este, pero puedo asegurarle que no hay nada deshonroso en abandonar el campo si de este modo se puede proteger a inocentes.
– Lo sé, inspector; pero comprenderá que en este momento esto no sea un consuelo para mí. Hay demasiadas cosas que debo considerar con calma, y tal vez la casa de Edimburgo sea el lugar apropiado para eso.
– Estoy totalmente seguro de que así será -asintió Dellard; luego se levantó de su sillón y se acercó al escritorio para tender la mano a sir Walter a modo de despedida-. Adiós, sir. Le mantendré al corriente del estado de las investigaciones y le enviaré un mensajero en cuanto hayamos atrapado a los cabecillas y los hayamos neutralizado.
– Gracias -dijo, sir Walter, pero su voz sonó débil y resignada.
El inspector se despidió de Quentin y luego se volvió para salir. El fiel Mortimer le acompañó por el pasillo y el vestíbulo hasta el exterior, donde esperaban los dragones.
Nadie, ni sir Walter ni Quentin ni el viejo mayordomo, vio la sonrisa satisfecha que se dibujaba en los rasgos de Charles Dellard.
7
No había cambiado nada.
Ya en casa, en Egton, Mary había pasado innumerables horas estériles en aburridos bailes y recepciones escuchando el parloteo insulso de una gente que, a causa de su origen, se consideraba privilegiada: mujeres jóvenes que tenían por único tema de conversación la última moda de París o el último cotilleo de Londres, y hombres jóvenes que nunca habían hecho nada en su vida que no fuera heredar las riquezas que sus padres y abuelos habían acumulado, y cuyos torpes intentos de aproximación Mary siempre había encontrado ofensivos.
Ciertamente, el número de jóvenes que se arremolinaban en torno a ella para inscribirse en su carnet de baile se había reducido de forma drástica desde que se había dado a conocer que era la prometida de Malcolm de Ruthven; pero, en todo lo demás, las cosas no habían hecho más que empeorar.
Los Ruthven daban un baile, supuestamente en honor de Mary y para ofrecerle una bienvenida adecuada a su nuevo hogar. Pero lo que en realidad perseguía esa fiesta que se celebraba en la gran sala de caballeros del castillo era, una vez más, ofrecer un podio para Eleonore y su hijo ante la nobleza de la comarca.
La gente se daba tono y presumía de sus posesiones, se embarcaba en conversaciones estúpidas sobre nimiedades y se apasionaba hablando de asuntos que no interesaban a Mary. Parecía que la vida auténtica, real, no tuviera acceso a reuniones sociales como aquella. Tras marcharse de Egton, Mary había creído que al menos podría escapar a ese desafortunado aspecto de su vida, pero se había equivocado. Los nobles de las tierras altas no eran menos vacíos y esnobs que los de casa. Por más que aquí los nombres sonaran distinto y que los invitados hicieran grandes esfuerzos para disimular su acento escocés, que consideraban rústico y poco elegante, eran, a fin de cuentas, las mismas conversaciones, las mismas caras aburridas y las mismas imposiciones sociales de Egton.
– Por aquí, hija mía -dijo Eleonore de Ruthven, y cogió a Mary del brazo para conducirla con suave firmeza hasta el siguiente grupo de invitados, que se encontraban plantados al borde de la pista de baile con una expresión orgullosa en sus rígidos rostros, mientras la orquestina tocaba un anticuado minué. Al parecer, allí nadie había oído hablar aún de los valses y de los otros nuevos bailes que estaban de moda en el continente.
– Lord Cullen -exclamó Eleonore con su habitual tono seco-, permita que le presente a Mary de Egton, la prometida de Malcolm.
– Es un gran placer. -Cullen, un hombre a mitad de los sesenta, que llevaba una peluca empolvada y uniforme de gala, insinuó una reverencia-. Por su nombre, debe de ser usted inglesa, ¿no es así, lady Mary?
– Sí, en efecto.
– Entonces seguro que tendrá aún algunos problemas para adaptarse al tiempo desapacible y a las costumbres que tenemos aquí, en la tierra alta.
– En realidad, no -dijo Mary, y sonrió forzadamente-. Mi prometido y su madre se esfuerzan en hacer que me sienta como en casa y no sienta nostalgia de mi hogar.
La risa que dejó escapar Eleonore sonó artificial, un poco como el cacareo de una gallina. Mary, que no podía soportar la hipocresía, se alejó y buscó en vano, en medio del ajetreo de pelucas, chaquetas y vestidos pomposos, un rostro humano. Alrededor únicamente veía caras empolvadas, que probablemente -pensó Mary-solo servían para ocultar que eran muy pocos los que, entre esa gente, aún estaban vivos.
– ¡Ah, mi querida Mary! ¡Aquí está usted!
Sin querer, Mary se había acercado al círculo donde Malcolm conversaba con otros jóvenes terratenientes. Las miradas ávidas que le dirigieron algunos de ellos mostraban claramente que aquellos jóvenes caballeros no eran ni la mitad de civilizados y distinguidos de lo que querían aparentar.
– Ahora mismo estábamos hablando sobre su tema preferido -dijo con una sonrisa irónica Malcolm, que desde su excursión al bosque apenas había hablado con ella.
– ¿Y qué tema es ese? -preguntó Mary, sonriendo indecisa. De algún modo debía guardar las apariencias si quería sobrevivir a esa velada, se dijo.
– ¿Es cierto que está usted en contra de las Highland Clearances, milady? -preguntó un mozo que apenas tendría veinte años. Sobre su frente se levantaba un tupé de pelo rojizo y su figura fornida tenía algo de rústico; si sus antepasados no hubieran alcanzado la riqueza y la respetabilidad hacía unos cientos de años, pensó Mary, probablemente el joven estaría trabajando en algún establo o en los campos.
No se lo pensó mucho antes de responder. Aquella noche, Mary había escuchado y había participado ella misma en tanta charla hipócrita que casi se sentía enferma. Ya no podía seguir disimulando. No cuando se trataba de sus convicciones.
– Sí -dijo sin rodeos-. ¿Le gustaría a usted ser expulsado de su tierra y ver cómo quemaban su casa, mi apreciado…?
– McDuff -se presentó el pelirrojo-. Henry McDuff. Soy el segundo laird de Deveron.
– Qué gran honor para usted -replicó Mary sonriendo-. Seguro que habrá peleado valientemente en muchas guerras y habrá recibido muchas condecoraciones para llegar a alcanzar sus privilegios.
– No, claro que no, milady -la corrigió McDuff, que no se había dado cuenta de que Mary se divertía a su costa-. Eso lo hizo mi bisabuelo. Se encontraba en el lado correcto en el campo de batalla de Culloden, y de este modo aseguró para siempre el poder y el patrimonio de nuestra familia.