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– ¿Lo explica realmente? -Sir Walter tomó otro trago de scotch-. No sé, muchacho. Durante el largo viaje de Abbotsford hasta aquí he tenido mucho tiempo para reflexionar, y con cada kilómetro que dejábamos atrás, aumentaban mis dudas.

Quentin sintió que un siniestro presentimiento se deslizaba en su mente.

– ¿Dudas? ¿Sobre qué?-preguntó.

– Los asesinos, esos supuestos rebeldes, ¿por qué nos asaltaron esa noche? Es evidente que no querían matarnos; con la superioridad numérica de que disponían, habrían podido hacerlo en cualquier momento.

– Supongo que mi disparo les ahuyentó -objetó Quentin.

– Posiblemente. O bien querían amedrentarnos. Tal vez querían hacernos llegar una advertencia, y por eso también encendieron ese fuego al otro lado del río. Querían hacernos saber con quién teníamos que habérnoslas.

– Pero el inspector Dellard dijo…

– Sé lo que dijo el inspector Dellard. Conozco su teoría. Pero cuanto más lo pienso, más convencido estoy de que se equivoca. O de que sigue sin decirnos toda la verdad en lo que se refiere a esos sectarios y a sus intenciones.

– ¿Adónde quieres ir a parar, tío? -preguntó Quentin cautelosamente.

– A que no daremos por terminado este asunto todavía -replicó sir Walter, confirmando los peores temores de su sobrino-. Me he inclinado a los dictados de la razón y he puesto a salvo a mi familia, pero eso no significa que tenga que estar mano sobre mano, esperando a que otros resuelvan el caso por nosotros. También aquí, en Edimburgo, se nos ofrecen algunas posibilidades de actuación.

– ¿Qué posibilidades?

Quentin no hizo ningún esfuerzo por ocultar que no estaba precisamente entusiasmado con las intenciones de su tío. La idea de dejar el caso en manos de Dellard y su gente y desvincularse por fin de todo aquello le había parecido de lo más satisfactoria.

– Aquí, en la ciudad, hay alguien con quien hablaremos sobre el asunto -anunció sir Walter-. Es un experto en escritura, un buen conocedor de las antiguas runas. Posiblemente podrá decirnos más sobre la runa de la espada de lo que Dellard y el abad Andrew querían que supiéramos.

– ¿Un experto en runas? -preguntó Quentin abriendo mucho los ojos-. ¿De modo que efectivamente no quieres dejarlo correr, tío? ¿Sigues creyendo que nos ocultan algo y que tu misión es descubrir la verdad?

Sir Walter asintió.

– No puedo explicarte por qué siento lo que siento con respecto a este asunto, muchacho. Es verdad que los Scott somos conocidos por nuestra extrema testarudez, pero no es solo eso. Es más una sensación, un instinto. Algo me dice que tras este asunto se oculta mucho más de lo que hasta ahora hemos descubierto. Posiblemente incluso más de lo que intuye el inspector Dellard. Los monjes de Kelso parecen proteger un secreto antiquísimo, y esto me preocupa.

– ¿Por qué no se lo dijiste a Dellard?

– ¿Para hacer que se enojara aún más con nosotros? No, Quentin. Dellard es un oficial, habla y piensa como un soldado británico. Solucionar el caso consiste, según su forma de ver, en desplegar a sus dragones y hacer fusilar a los rebeldes. Pero yo quiero algo más que eso, ¿sabes? No solo quiero que los responsables tengan que rendir cuentas. También me gustaría saber qué se oculta realmente tras estos sucesos. Quiero comprender por qué Jonathan tuvo que morir y por qué querían matarnos. Y creo que también le debemos una explicación a lady Mary, ¿no te parece?

Quentin asintió. A estas alturas conocía lo suficiente a sir Walter para saber que no había sido casual que mencionara a Mary de Egton; pero eso no significaba que fuera a dejarse convencer por su tío de algo que no considerara correcto.

– ¿Y si no hay nada que entender? -objetó-. ¿Y si el inspector Dellard tiene razón y nos enfrentamos efectivamente a una banda de delincuentes que odian a los ingleses y combaten a todos los que se asocian con ellos?

– En ese caso -prometió sir Walter-, me retiraré a mi casa y en el futuro me limitaré a escribir mis novelas. Lo cierto es que ya llevo un retraso considerable. Pero si tengo razón, muchacho, tal vez finalmente nos estén agradecidos por nuestras investigaciones.

Quentin reflexionó. No podía negar que, a pesar de todos los peligros, había disfrutado de la aventura con su tío. Aquello había hecho que se sintiera vivo como nunca antes en su vida y le había permitido descubrir en sí mismo facetas que nunca había sospechado que existieran. Y naturalmente también estaba lady Mary, pensó. Nada le habría agradado más que viajar a su casa, a Ruthven, e informarla de que su tío y él habían solucionado el caso.

Pero ¿valía la pena asumir el riesgo? El inspector Dellard les había dejado claro que aquellos asesinos carecían de escrúpulos, y de hecho ya habían demostrado en varias ocasiones que una vida humana no significaba nada para ellos.

Sir Walter, que había visto la duda reflejada en el rostro de su sobrino, inspiró profundamente y dijo:

– No puedo forzarte a seguir a tu viejo tío a otra loca aventura, muchacho. Si no quieres, porque temes por tu seguridad y por tu vida, podré entenderlo y aceptarlo. Eres libre para abandonar en cualquier momento mi servicio y volver a casa. No te retendré.

Sir Walter había dado en el blanco. Porque si había algo que Quentin no quería de ningún modo era que le enviaran de vuelta a casa, donde le juzgaban según el patrón marcado por sus brillantes hermanos y le tenían por un inútil, bonachón pero apático.

– Está bien, tío -dijo en un tono que dejaba adivinar que había descubierto la pequeña estratagema de sir Walter-. Me quedaré contigo y te ayudaré. Pero solo con una condición.

– Te escucho, muchacho.

– Que este intento sea el último. Si el experto en runas no puede proporcionarnos ninguna información concluyente, no seguirás investigando y te olvidarás del asunto. Puedo comprender tu interés en arrojar luz sobre este caso. Sé que todavía te haces reproches por la muerte de Jonathan y que te gustaría descubrir qué se oculta tras ella exactamente, y también sé que te sientes responsable frente a lady Mary. Pero tal vez no haya más que descubrir, tío. Tal vez el inspector Dellard tenga razón y se trate solo de una banda de asesinos que han elegido un antiguo signo para sembrar el pánico en su nombre. ¿Me prometes que tendrás en cuenta esta posibilidad?

Iluminado por el resplandor oscilante del fuego, sir Walter daba sorbitos a su vaso y observaba a Quentin con una mirada muy particular.

– Vaya -dijo en voz baja-. Solo han hecho falta un par de meses para que al polluelo que me trajeron le crecieran las alas. Y apenas ha aprendido a volar, ya se atreve a imponer normas a la vieja águila.

– Perdona, tío -dijo enseguida Quentin, que ya lamentaba haberse expresado con tanta crudeza-, no quería parecer arrogante. Solo pretendía…

– Está bien, muchacho. No me lo tomo a mal. Pero es una experiencia humillante oír hablar a la joven generación con la sabiduría y la sensatez que en realidad uno mismo debería aportar. Tienes toda la razón. En algún momento tengo que poner punto final a estos sucesos, o me perseguirán eternamente. Si la visita al profesor Gainswick no nos proporciona ningún resultado, dejaré correr este asunto, por duro que me resulte. ¿De acuerdo?

– De acuerdo -replicó Quentin. De pronto comprendió qué le había parecido tan extraño en la mirada que le había dirigido su tío: por primera vez el gran Walter Scott no había mirado ya a su sobrino como a un joven ignorante, sino como a un adulto. Un socio con igualdad de derechos comprometido en la búsqueda de la verdad.

Sir Walter conocía a Miltiades Gainswick desde hacía tiempo; durante sus estudios, el profesor, que había enseñado durante muchos años en la Universidad de Edimburgo, había sido para él un amigo sabio y un mentor, con el que había seguido manteniendo contacto durante todos esos años.