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– ¿Qué le ocurre, profesor? -preguntó Quentin preocupado-. ¿No se encuentra bien?

– No, muchacho -dijo Gainswick sacudiendo nerviosamente la cabeza-, no es nada. ¿Dónde y cuándo han visto este signo?

– En varias ocasiones -respondió sir Walter-. Primero Quentin lo descubrió en la biblioteca de Kelso, poco antes de que fuera incendiada por unos desconocidos. El signo me resultó familiar, y descubrí que aparecía también como el emblema de un artesano, concretamente en uno de los paneles de la iglesia conventual de Dunfermline, que se encuentran en mi casa. La siguiente vez que lo vimos resplandecía como un fuego ardiente en la noche, de modo que podía divisarse desde lejos.

– Una señal ardiente -repitió Gainswick como un eco. Su cara palideció aún más-. ¿Quién encendió ese fuego?

– Rebeldes, ladrones, sectarios…; a decir verdad, no lo sé -confesó sir Walter-. Este es el motivo de nuestra visita, profesor. Esperaba que, con sus conocimientos, pudiera aportar algo de luz al asunto.

Fascinado, Gainswick contemplaba el signo sin poder apartar la mirada de él. Quentin vio que las manos del anciano erudito temblaban, y se preguntó qué podía inquietar tanto al profesor.

Gainswick necesitó un momento para recuperar su aplomo.

– ¿Qué han descubierto hasta ahora? -preguntó luego.

– A pesar de todos nuestros esfuerzos no demasiado -reconoció sir Walter-. Solo que este signo es utilizado, al parecer, por una banda de rebeldes. Y que en lengua antigua significa «espada».

– Significa mucho más que eso -dijo Gainswick levantando los ojos.

Quentin pensó que aquella mirada no auguraba nada bueno.

– Este signo -continuó el erudito en un susurro- no debería existir. Pertenece a un grupo de runas prohibidas que fue proscrito hace ya cientos de años por los druidas. Se remonta a una época remota, oscura y pagana.

– Ya nos habían hablado de ello -dijo sir Walter, asintiendo con la cabeza-. Pero ¿qué se oculta tras este signo? ¿Por qué fue prohibido?

– En tiempos antiguos -dijo Gainswick en un tono que hizo que Quentin sintiera escalofríos-, cuando los clanes aún rezaban a divinidades naturales paganas, los druidas eran poderosos y temidos. Eran sabios y místicos, adivinos, y a veces también brujos.

– ¿Brujos? -preguntó Quentin con un nudo en la garganta.

– Solo supersticiones, muchacho -le tranquilizó sir Walter-. Nada por lo que debas preocuparte.

– En otro tiempo también yo pensaba así -dijo Gainswick, y bajó aún más la voz antes de continuar-; pero la sabiduría llega con los años, y cuando uno ya es anciano reconoce muchas cosas que en su juventud permanecían ocultas. Hoy creo que existen más cosas en el cielo y en la tierra de las que la ciencia moderna puede admitir.

– ¿Qué cosas? -preguntó sir Walter casi divertido-. ¿Quiere convencernos de que los druidas de tiempos remotos efectivamente podían hacer hechizos, profesor? Está asustando al pobre Quentin.

– No era esa mi intención. Pero me ha preguntado con qué tenían que habérselas, mi querido Walter. Y la verdad es que han entrado en relación con poderes oscuros.

– ¿Con poderes oscuros? ¿Cómo debe entenderse eso?

– En esos tiempos antiguos -continuó Gainswick-, había dos tipos de druidas. Unos seguían la senda de la luz y ponían su ciencia al servicio del bien, para sanar y preservar. Pero había también otros que hacían un mal uso de sus capacidades y las utilizaban para aumentar su poder e influir en el destino de los hombres. Para alcanzar sus objetivos, no se detenían ante nada, y celebraban sacrificios humanos y rituales espantosos. Los miembros de esos círculos secretos llevaban capas oscuras y se cubrían el rostro con máscaras para que nadie pudiera conocer su identidad. Además de las runas tradicionales, con las que los druidas protegían sus secretos e interpretaban el futuro, desarrollaron otros signos. Signos de oscuro significado.

– Está hablando en enigmas, sir -dijo sir Walter, que con el rabillo del ojo había visto cómo Quentin se removía inquieto en su sillón.

– Se llamaban a sí mismos la Hermandad de las Runas y abjuraron de la antigua doctrina. En lugar de ello, tenían trato con poderes demoníacos, que les dieron, según cuenta la tradición, los nuevos signos. Los druidas íntegros evitaban y temían esos signos, y así se empezó a combatir a la hermandad. La mayoría de las runas prohibidas desaparecieron en el curso de los siglos. Con excepción de esta: la runa de la espada.

– ¿Y qué sentido puede tener esto? -preguntó Quentin visiblemente nervioso.

El profesor sonrió.

– No lo sé, muchacho. Pero seguro que hay algo de verdad en este asunto.

– ¿Por qué? -quiso saber sir Walter.

– Porque hay fuentes que lo documentan. Hace unos años tropecé en la Biblioteca Real con un viejo manuscrito redactado en latín. Era el tratado de un monje que se dedicaba al estudio de las runas paganas. Por desgracia, el manuscrito no estaba completo, de modo que no pude descubrir cuál había sido el tema del trabajo. Pero en las páginas que tenía a la vista, el autor trataba también, entre otras cosas, de los signos prohibidos.

– ¿Y qué había escrito sobre ellos?

– Que la Hermandad de las Runas nunca había dejado de existir. Que algunos grupos se habían mantenido hasta mucho más allá del cambio de época y que habían tenido una influencia considerable en la historia escocesa.

– ¿Qué?

– Según decía, diversos potentados escoceses estaban próximos a la hermandad o se encontraban, al menos, dentro de su campo de influencia. Entre ellos también Robert, conde de Bruce.

– ¡Imposible! -exclamó inmediatamente sir Walter.

– Mi querido Walter -replicó el profesor Gainswick con una sonrisa juvenil-, sé que todos los escoceses sienten un profundo aprecio por Bruce, al fin y al cabo, él fue quien unió a los clanes y derrotó a los ingleses; pero, por desgracia, tienden a colocar a las personalidades históricas en un pedestal demasiado elevado. También el rey Robert era solo un ser humano, con todos los defectos y debilidades que ello comporta. Era un hombre que debía tomar decisiones de gran alcance y que tenía que asumir el peso de una enorme responsabilidad. ¿Realmente es tan desatinada la idea de que pudiera rodearse de consejeros inadecuados?

Sir Walter reflexionó. Por su expresión podía verse que no le agradaba ver asociado al héroe nacional de Escocia con los sectarios; pero, por otra parte, la argumentación del profesor Gainswick era perfectamente razonable, y un entendimiento que trabajaba lógicamente, como el de Walter Scott, no podía desoírla sin más.

– Supongamos que tenga razón, profesor -dijo-. Supongamos que la Hermandad de las Runas permaneciera efectivamente activa hasta la Alta Edad Media y que sus relaciones alcanzaran a los círculos más elevados. ¿Qué nos dice eso?

– Nos dice que hasta ahora la influencia de esta secta se ha infravalorado. Esto puede deberse, por un lado, a que la propia hermandad tenía interés en no aparecer en los libros de historia, pero por otro, también, a que el redactado de la historia tradicionalmente se encontraba en manos de los monasterios, y es probable que sus superiores no se sintieran muy inclinados a informar sobre una hermandad pagana que practicaba la magia negra. En la transmisión del pasado no es raro que determinados aspectos sean sencillamente obviados por los cronistas cuando no se ajustan a sus convicciones. El escrito que encontré no era más que un fragmento. Es posible que solo por un capricho del destino sobreviviera a los siglos.

– Pero esto… esto podría significar que esta hermandad ha seguido existiendo hasta hoy-concluyó Quentin, angustiado-. Que es ella la que se encuentra tras este caso.