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El rostro de John Slocombe cambió de color casi imperceptiblemente, y a sir Walter, que debido a su profesión se había convertido en un observador atento, tampoco se le escapó el brillo que iluminó por un instante los ojos del sheriff.

– ¿Qué quiere decir con eso, sir?

– Que no creo que Jonathan cayera de los escalones -dijo sir Walter, mientras se incorporaba lentamente, se dirigía a la escalera y subía los primeros peldaños-. Fíjese en la sangre, sheriff. Si efectivamente Jonathan hubiera caído desde aquí, las manchas deberían apuntar hacia la salida; pero señalan en la dirección opuesta.

El sheriff y el abad Andrew intercambiaron una mirada fugaz.

– Tal vez -opinó el guardián de la ley, señalando hacia arriba- nos hayamos equivocado. Tal vez ese pobre joven cayó directamente desde la balaustrada.

– ¿Desde ahí arriba? -Sir Walter subió los escalones, que crujieron suavemente bajo sus pies. Lentamente recorrió la baranda de madera decorada con tallas hasta llegar al lugar bajo el que yacía el cadáver del estudiante-. Tiene razón, sheriff -constató, asintiendo con la cabeza-. Jonathan pudo caer desde aquí. Los rastros de sangre lo confirmarían.

– Lo que yo decía. -En el rostro de John Slocombe podía adivinarse el alivio que sentía.

– De todos modos -objetó sir Walter-, no sé cómo Jonathan podría haber caído por encima de la balaustrada. Como puede ver, sheriff, la baranda casi me llega al pecho, y el Creador me dotó de una estatura muy respetable. El pobre Jonathan era una cabeza más bajo que yo. ¿Cómo pudo producirse, pues, un accidente que le hiciera caer de cabeza desde la balaustrada?

El sheriff apretó las mandíbulas y los rasgos de su cara se alteraron de nuevo. Tomó aire para contestar, pero luego cambió de opinión. Murmurando en voz baja, subió la escalera, se acercó a sir Walter y susurró en tono conspirativo:

– Ya le insinué que dejara tranquilo el cadáver, sir, y tenía mis razones para hacerlo. El destino del pobre joven ya es bastante malo; no le arrebate también la posibilidad de salvar su alma.

– ¿Qué quiere decir con eso?

– Quiero decir, sir, que usted y yo sabemos muy bien que el joven señor Jonathan no pudo ser empujado desde esta balaustrada, pero que sería mejor que nos guardáramos esta idea para nosotros. Usted ya sabe -dijo mirando de reojo al abad Andrew, que se encontraba abajo junto al cadáver y rezaba con la cabeza inclinada- lo que la Iglesia niega a los que rechazan el mayor regalo del Creador.

– ¿Qué quiere decir con esto? -Sir Walter dirigió una mirada inquisitiva al rostro enrojecido por el alcohol del sheriff de Kelso-. ¿Que el pobre Jonathan se suicidó?

Sin querer había elevado la voz, pero el abad Andrew no parecía haberle oído. El religioso seguía orando, en actitud humilde, por el alma de Jonathan.

– Lo supe en cuanto entré en la biblioteca -insistió Slocombe-, pero me lo guardé para mí para permitir que el joven tuviera un entierro como es debido. Piense en su familia, sir, en la vergüenza que tendría que soportar. No manche el recuerdo de su alumno sacando a la luz una verdad que es mejor que permanezca oculta.

Walter Scott miró a los ojos al hombre que era responsable de imponer la ley y preservar el orden en el condado. Pasaron unos instantes, que a John Slocombe le parecieron eternos, antes de que una sonrisa cortés se dibujara en el rostro de sir Walter, que respondió suavemente:

– Sheriff, comprendo lo que quiere decirme y valoro su… -e introdujo una corta pausa- su discreción. Pero Jonathan Milton de ningún modo se suicidó. Podría jurarlo.

– ¿Cómo puede estar tan seguro de ello? Se pasaba el tiempo solo, ¿no es cierto? Apenas tenía amigos, y por lo que sé, tampoco fue visto nunca con ninguna muchacha. ¿Qué sabemos de lo que puede pasar por la cabeza de una mente enferma?

– Jonathan no tenía una mente enferma -le contradijo sir Walter-. Era un hombre extremadamente despierto y sano. Pocas veces he tenido a un estudiante que cumpliera con las tareas que le encomendaba con mayor diligencia y entusiasmo que él. ¿Y quiere hacerme creer que se lanzó premeditadamente por encima de esta baranda para poner fin a su vida? Esto es una biblioteca, sheriff. Jonathan vivía para el estudio de la historia. No habría muerto por ella.

– Entonces ¿cómo explica lo ocurrido? ¿No decía antes que no podía haber caído de ningún modo por la escalera?

– Muy sencillo, sheriff. Que Jonathan no se lanzara desde la balaustrada no quiere decir forzosamente que no cayera desde ella.

– No comprendo…

– ¿Sabe, sheriff? -dijo sir Walter, observando a Slocombe con ojos glaciales-, creo que sabe usted muy bien adonde quiero ir a parar. Excluyo que nos encontremos ante un accidente que le costara la vida al pobre Jonathan y tampoco puedo creer que él mismo se la quitara. De modo que solo queda una posibilidad.

– ¿Un asesinato? -dijo el sheriff, pronunciando la terrible palabra en voz apenas audible-. ¿Cree que su discípulo fue asesinado?

– La lógica no permite extraer ninguna otra conclusión -replicó sir Walter, con una voz en la que resonaba la amargura.

– ¿Qué lógica? Solo ha planteado suposiciones, sir, ¿o acaso no es así?

– Pero suposiciones que para mí solo admiten una conclusión -dijo sir Walter, y bajó la mirada para contemplar el cuerpo sin vida de su alumno-. Jonathan Milton ha muerto esta noche de muerte violenta. Alguien le lanzó a la muerte, arrojándolo por encima de la balaustrada.

– ¡No es posible!

– ¿Por qué no, sheriff? ¿Porque eso le daría demasiado trabajo?

– Con todo el respeto, sir, tengo que defenderme contra esa imputación. Después de que me informaran de lo ocurrido, vine aquí corriendo sin vacilar para aclarar las circunstancias de la muerte de Jonathan Milton. Conozco mis deberes.

– Entonces cumpla con ellos, sheriff. Para mí está claro que aquí se ha cometido un crimen, y espero que haga todo lo que esté en su mano para esclarecerlo.

– Pero… esto no es posible. Sencillamente no es posible, ¿comprende? Desde que soy sheriff, nunca ha habido un asesinato en este condado.

– Entonces tendrá que quejarse ante el asesino de Jonathan de que no se haya atenido a la norma -replicó sir Walter mordazmente-. Yo, por mi parte, no descansaré hasta descubrir qué ha ocurrido aquí realmente. Sea quien sea el culpable de la muerte de Jonathan Milton, tendrá que pagar por ello.

Scott había abandonado su tono susurrante y hablaba con voz audible, de modo que también el padre Andrew había prestado atención a sus últimas palabras. El monje miró hacia arriba, y sir Walter tuvo la sensación de que los rasgos del religioso expresaban comprensión.

– Por favor, sir -dijo el sheriff Slocombe, que ahora había adoptado un tono casi suplicante-, tiene que entrar en razón.

– Mi razón nunca ha funcionado con mayor claridad que en este instante, mi apreciado sheriff -le aseguró sir Walter.

– Pero ¿qué tiene intención de hacer ahora?

– Haré que este suceso sea investigado. Por alguien que no tema tanto a la verdad como usted.

– He hecho lo que consideraba correcto -se defendió Slocombe-, y sigo creyendo que se equivoca. No hay ningún motivo para informar a la guarnición.

Sir Walter, que ya había dado media vuelta para bajar al piso inferior, se volvió de nuevo hacia él.

– ¿Es eso, sheriff? -preguntó en tono seco-. ¿Es eso lo que teme? ¿Que pueda informar a la guarnición y que un inglés tome el mando aquí?

El sheriff no respondió, pero la mirada cohibida que dirigió al suelo le traicionó.

Sir Walter lanzó un suspiro. Conocía el problema. Los oficiales británicos de las guarniciones, entre cuyas tareas se encontraba también la de asegurar la paz en el país y ejercer funciones de policía, tenían el defecto de ser poco cooperativos. La arrogancia con que trataban a sus colegas escoceses era tristemente famosa. En cuanto se hicieran cargo del caso, el sheriff prácticamente no tendría ya nada que decir.