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– ¡No!

Mary se levantó de un salto.

– Tenías elección, hija mía. No deberías haberte puesto contra nosotros.

Durante un instante Mary se quedó paralizada, estupefacta ante tanta crueldad. El terror la dominó, y se precipitó hacia la ventana para mirar al patio. Abajo ardía un fuego vivo, del que ascendía, en el cielo de la mañana, un humo gris y jirones de papel que el aire caliente empujaba hacia lo alto.

Mary no pudo impedir que las lágrimas asomaran a sus ojos. Efectivamente eran libros lo que allí ardía, sus libros. En ese momento un criado trajo otro montón de la casa y lo arrojó a las llamas.

Mary se volvió y salió precipitadamente del salón. Voló por los pasillos y la escalera hasta llegar al patio. Kitty salió a su encuentro, con lágrimas en los ojos.

– ¡Milady! -exclamó-. ¡Por favor, perdóneme, milady! Quería evitar que lo hicieran, pero no pude. ¡Se llevaron los libros sin ninguna explicación!

– No te preocupes, Kitty -le dijo Mary, manteniendo un último resto de dignidad.

Luego bajó los escalones que llevaban al patio y tuvo que ver cómo otro montón de sus queridos libros eran entregados a las llamas; entre ellos también la obra sobre historia escocesa que sir Walter le había regalado. Conocía al joven que los había lanzado al fuego y que ahora atizaba las llamas con una larga barra de hierro. Era Sean, el aprendiz de herrero con el que había bailado la noche anterior en su boda.

La desesperación se apoderó de ella. Corrió para salvar lo que aún podía salvarse, quiso arrancar a las llamas los restos de sus queridos libros con las manos desnudas. El joven Sean se interpuso en su camino.

– No, milady -le pidió.

– ¡Déjame pasar! Tengo que salvar mis libros.

– Ya no puede salvarse nada, milady -dijo el aprendiz tristemente-. Lo siento tanto…

Mary, de pie ante las llamas, con la mirada fija en la hoguera, vio cómo Ivanhoe y La dama del lago desaparecían en las brasas. El papel se arrugó antes de encenderse y teñirse de negro, para desintegrarse finalmente en cenizas.

– ¿Por qué has hecho esto? -susurró Mary-. Estos libros eran todo lo que conservaba. Eran mi vida.

– Lo siento, milady -respondió Sean-. No teníamos elección. Amenazaron con quemar las casas de nuestras familias y expulsarnos de nuestras tierras si no lo hacíamos.

Mary miró al aprendiz de herrero. Su aspecto, con los rasgos hinchados por el llanto, no era en absoluto el que podía esperarse de una dama; pero no se avergonzaba de sus lágrimas. Lo que le había hecho Eleonore de Ruthven era lo más pérfido que había visto nunca.

Los ladrones del puente solo habían querido arrebatarle sus bienes materiales; Eleonore, en cambio, iba más allá. Ella quería destruir su vida, la consideraba una propiedad con la que podía comportarse como le placiera y que podía alterar a su antojo.

En medio de la tristeza y las coerciones que la rodeaban, la lectura había sido para Mary una huida a un mundo distinto y mejor. No podía imaginar cómo sobreviviría ahora sin sus libros.

– Por favor, milady -dijo Sean, al ver la desesperación en sus ojos-, no se enoje con nosotros. No podíamos hacer nada.

Mary le miró fijamente. En un primer momento, había sentido una ira incontrolable hacia el joven y se había sentido infinitamente decepcionada por su conducta y la de los suyos. Pero ahora comprendía que no era culpa suya. Sean y los demás sirvientes temían por su vida, y solo habían hecho lo que debían para protegerse a sí mismos y a sus familias.

Mary apartó los ojos de él y alzó la mirada hacia el edificio principal, hacia la gran ventana del salón. Como si lo hubiera adivinado, distinguió allí la figura enjuta de Eleonore de Ruthven.

La mujer se encontraba de pie junto la ventana, mirándola con aire altanero, y Mary vio cómo una sonrisa de complacencia se dibujaba en su pálido rostro. Sus puños se apretaron, y por primera vez en su vida, Mary sintió odio.

Con una última mirada se despidió de sus queridos libros, que las llamas habían devorado ya casi por completo. Luego se volvió y abandonó el patio con la cabeza alta, para no proporcionar a su futura suegra un nuevo motivo de satisfacción.

Kitty la acompañó, y las dos se esforzaron en contener el llanto para no dar ninguna muestra de debilidad. Solo cuando Mary estuvo en su habitación, dio rienda suelta a las lágrimas, y aunque Kitty hizo todo lo que pudo por consolarla, nunca en su vida se había sentido tan sola, tan abandonada.

Los libros habían sido su elixir vital, su ventana a la libertad. Aunque su cuerpo estuviera prisionero de las coerciones que se le imponían, su espíritu era libre. Al leer se había trasladado a lugares y tiempos lejanos, a los que nadie podía seguirla. Esa libertad, aunque hubiera sido solo una ilusión, había ayudado a Mary a no desesperar.

¿Cómo podría vivir aquí ahora, cómo podría soportar ese destino forzado en el castillo de Ruthven sin una palabra escrita que diera alas a su fantasía y le ofreciera consuelo y esperanza?

La desesperación de Mary no tenía límites. No abandonó la habitación en todo el día, y tampoco fue nadie a buscarla.

En algún momento sus lágrimas se agotaron, y extenuada por el dolor, la rabia y la indignación, Mary se durmió. Y mientras dormía, tuvo de nuevo un extraño sueño, que la condujo a un pasado muy lejano…

10

Gwynneth Ruthven había buscado la soledad.

Ya no podía seguir oyendo las murmuraciones de su hermano y sus nuevos amigos: que Escocia se encontraba en un gran peligro y William Wallace, al que todos llamaban siempre Braveheart, era un traidor; que ambicionaba la corona real y que debían detenerlo; que solo el conde de Bruce podía ser rey de Escocia y que la victoria sobre los ingleses debía alcanzarse por todos los medios.

Gwynn estaba harta de aquello.

Cuando vivía, su padre también había mantenido aquel tipo de conversaciones: siempre hablaba de que había que expulsar a los ingleses de Escocia y entronizar a un nuevo rey. Que hubiera apoyado a Wallace no constituía ninguna diferencia. Al final había perdido la vida en el campo de batalla, igual que tantos otros, y Gwynn no veía que su muerte hubiera servido para nada. Al contrario. El derramamiento de sangre y las intrigas no habían hecho más que empeorar.

Wallace había prometido expulsar a los ingleses de Escocia, pero no lo había conseguido; mientras él atacaba aún al enemigo en su tierra y conquistaba la ciudad de York, tropas inglesas habían desembarcado en la costa y habían tomado Edimburgo. Desde entonces los ocupantes proseguían su avance. Lo único que había traído la revuelta era sangre y sufrimiento; pero en lugar de sacar alguna lección de aquello y aprender de los errores de su padre, su hermano Duncan ya estaba urdiendo el próximo levantamiento, el próximo derramamiento de sangre.

A Gwynneth no le gustaba la forma en que había cambiado Duncan en los últimos meses. Se había hecho mayor, tenía más responsabilidades; pero no era solo eso. Cuando hablaba, su voz sonaba presuntuosa y distante, y en sus ojos resplandecía un extraño brillo que parecía indicar que se sentía llamado a ser algo más que un lejano vasallo del rey inglés.

Gwynn no sabía exactamente qué tramaba su hermano, y tampoco habría tenido mucho sentido preguntárselo; pero era evidente que planeaba algo, junto con aquella gente extraña y siniestra de la que desde hacía poco se había rodeado.

Antes los dos hermanos se lo confiaban todo y eran inseparables. Sin embargo, desde la muerte de su padre, esto había cambiado: Duncan apenas hablaba ya con Gwynneth, y cuando lo hacía era solo para reprenderla.

Al principio Gwynn lo había tomado solo por un cambio de humor, un fenómeno transitorio que remitiría cuando Duncan hubiera superado la pérdida de su padre. Pero no remitió. Al contrario. Duncan siguió mostrándose huraño con ella, y la lista de sus misteriosos visitantes se alargó.