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Durante su época de sheriff en Selkirk, Scott había tenido que relacionarse en repetidas ocasiones con los capitanes de las guarniciones. La mayoría de ellos odiaban haber sido trasladados al crudo norte, y no era raro que la población sufriera las consecuencias de su descontento. Alertar a la guarnición significaba dejar todo Kelso a merced de su arbitrariedad.

– No tiene nada que temer, sheriff -dijo sir Walter en voz baja-. No tengo intención de informar a la guarnición. Nosotros mismos trataremos de descubrir qué le sucedió al pobre Jonathan.

– Pero ¿cómo, sir? ¿Cómo va a hacer eso?

– Con buenas dotes de observación y un entendimiento despierto, sheriff.

Seguido por Slocombe, que se frotaba las manos nerviosamente, sir Walter bajó los peldaños de la escalera y se acercó al abad Andrew, que, incluso enfrentado a un acontecimiento tan espantoso, parecía respirar, como siempre, una profunda paz interior.

– ¿Si no he oído mal, no comparte usted la teoría del sheriff? -preguntó el monje.

– No, estimado abad -respondió sir Walter-. Hay demasiadas contradicciones. Demasiadas cosas que no encajan.

– Esta es también mi opinión.

– ¿Que también es su opinión? -gimió Slocombe-. ¿Y por qué no me ha dicho nada?

– Porque no soy quién para poner en duda sus juicios. Y usted es el guardián de la ley, John, ¿o no es así?

– Eso creo, sí -dijo el sheriff, desconcertado. Por su expresión se veía que en ese momento se sentiría mejor en compañía de un buen vaso de scotch.

– Entonces ¿cree usted también que el pobre muchacho fue empujado desde ahí arriba? -preguntó sir Walter.

– La sospecha parece lógica. Aunque la idea de que entre estos venerables muros haya podido cometerse un crimen sangriento me llena de inquietud y temor.

– Tal vez no fue un asesinato -lo intentó de nuevo Slocombe-. Tal vez fue solo una desgracia, una broma que acabo mal.

– Acabó mal, en efecto -replicó sir Walter ásperamente, mirando de reojo al cadáver horriblemente desfigurado-. ¿Ha interrogado a sus compañeros de congregación, abad Andrew?

– Naturalmente. Pero ninguno de ellos vio ni oyó nada. En ese momento todos se encontraban en sus habitaciones.

– ¿Existen testimonios de ello? -insistió sir Walter. La pregunta le valió una mirada reprobadora del monje-. Disculpe -añadió a media voz-. No quiero sospechar de nadie, es solo que…

– Ya sé -aseguró el abad-. Se siente usted culpable porque el joven Jonathan estaba a su servicio. Estaba aquí por encargo suyo cuando sucedió, y por eso cree ser corresponsable de su muerte.

– ¿Y cómo podría reprochármelo? -exclamó Scott haciendo un gesto de impotencia-. A primera hora de la mañana, un mensajero llama a mi puerta y me comunica que uno de mis estudiantes está muerto. Y todo lo que el sheriff puede proporcionarme son cuatro explicaciones sin ninguna consistencia. ¿Cómo reaccionaría usted en mi lugar, abad?

– Trataría de descubrir qué ha ocurrido -replicó el superior de la congregación con franqueza-. Y al hacerlo, no me preocuparía de si puedo herir o no la sensibilidad de los afectados. Averiguar la verdad tiene prioridad absoluta en estas circunstancias.

Sir Walter asintió con la cabeza, agradecido por esas palabras de ánimo. En su interior reinaba la confusión. Habría preferido encontrar otra explicación para el incidente; pero los indicios solo permitían una conclusión: Jonathan Milton había sufrido una muerte violenta. Alguien le había empujado por encima de la balaustrada; no existía otra posibilidad. Y a su maestro correspondía ahora descubrir quién era ese alguien.

– ¿Estaba cerrada la puerta de la biblioteca cuando encontraron a Jonathan? -preguntó sir Walter.

– Efectivamente -se apresuró a informarle el abad.

– ¿No había señales de una entrada violenta?

– No, en tanto es posible juzgarlo.

– ¿Había huellas en el suelo? ¿Indicios que permitan concluir que, aparte de Jonathan, había alguien más en la biblioteca?

– Tampoco, por lo que podemos saber. Parece que Jonathan estaba completamente solo.

– Esto resulta muy inquietante -comentó el sheriff Slocombe con voz de conspirador-. Cuando era joven, mi abuelo me explicó un caso parecido. El asesino nunca fue encontrado, y el caso nunca se resolvió.

– Bien -suspiró sir Walter-, al menos trataremos de hacerlo, ¿no le parece? ¿Sabe dónde trabajó por última vez Jonathan, estimado abad?

– Allí, en aquella mesa. -El monje señaló una de las macizas mesas de roble que ocupaban el centro de la sala-. Encontramos sus instrumentos de escritura, pero no había ningún libro.

– Entonces debió de subir para volver a colocarlo en su sitio-supuso sir Walter-. Tal vez quería acabar sus estudios.

– Es posible. ¿En qué trabajaba últimamente el joven señor?

– Investigaba para una nueva novela que se desarrolla en la Baja Edad Media. -Sir Walter sonrió con indulgencia-. Ya sabe que Jonathan no solo realizaba estudios a mi servicio-añadió-. Su entusiasmo por la ciencia de la historia era muy grande.

– Es cierto. El joven señor pasaba a menudo noches enteras investigando los secretos del pasado. Posiblemente…

– ¿Sí? -preguntó sir Walter.

– No, nada. -El abad sacudió la cabeza-. Era solo una idea. Nada importante.

– ¿Cree que es posible que fuera un ladrón? ¿Alguien que se hubiera ocultado aquí, en la biblioteca, y hubiera espiado a Jonathan?

– Me sorprendería. ¿Qué podrían robar aquí, amigo mío? En este lugar no hay más que polvo y libros antiguos. En nuestros días, los ladrones y los rateros están mucho más interesados en llenar sus estómagos y sus bolsas.

– Es cierto -admitió sir Walter-. De todos modos, ¿no podría comprobar si se ha robado algo?

El abad Andrew dudó un momento.

– Será difícil. Muchos de los documentos del archivo aún no han sido catalogados. La ayuda que me hace llegar la orden es, dicho sea entre nosotros…, más bien parca. En estas condiciones, averiguar si se ha sustraído algo resultaría casi imposible; especialmente teniendo en cuenta que no me parece muy probable que un ladrón esté interesado en estos antiguos escritos.

– En todo caso sabré valorar sus esfuerzos -le aseguró sir Walter-. Le enviaré a Quentin para que colabore con sus hermanos en la revisión de los fondos. Y naturalmente mostraré mi agradecimiento a su comunidad a través de una aportación económica.

– Si tanto le interesa…

– Se lo ruego. No encontraré la paz hasta que sepa por qué tuvo que morir Jonathan.

– Comprendo. -El monje asintió con la cabeza-. Pero tengo que prevenirle, sir Walter.

– ¿De qué?

– Es preferible que algunos secretos sigan permaneciendo ocultos en el pasado -dijo el abad enigmáticamente-. No es bueno tratar de arrancárselos.

Sir Walter le dirigió una mirada escrutadora.

– No ese secreto -dijo luego, y se volvió para salir-. No ese secreto, apreciado abad.

– ¿Qué hará ahora, señor? -preguntó Slocombe, preocupado.

– Muy sencillo -replicó sir Walter en tono decidido-. Veré qué tiene que decir el médico.

3

En la frontera escocesa, al mismo tiempo

Un viento frío acariciaba las colinas de las Highlands. Parte de las elevaciones que se extendían hasta el horizonte se habían plegado mansamente a las fuerzas de la naturaleza, que las minaban sin descanso; pero otra, en el curso de millones de años, había sido literalmente aplastada por ellas, y caía en abruptos despeñaderos corroídos por el viento y la lluvia.

Una hierba amarillenta, en la que se mezclaban las manchas de color de los brezos y las retamas que reptaban sobre la áspera piedra caliza, cubría el paisaje. Las cimas de las montañas estaban cubiertas de nieve, y la niebla que flotaba sobre los valles proporcionaba a la tierra un aura de virginidad. Un fino río que brillaba con destellos plateados fluía hasta un lago alargado, en cuya superficie lisa se reflejaba el majestuoso paisaje. Por encima resplandecía un cielo azul, salpicado de nubes.