David no era precisamente un romántico, o al menos no creía serlo, pero hasta él sabía que si uno quería comprar tarjetas de San Valentín, lo hacía en H. Dobbs amp; Co.; por lo que esa mañana salió, condujo hacía New Bridge Street, atravesando la ciudad hacía la catedral de St. Paul, y compró una caja de las mejores tarjetas.
Todas sus tentativas de escritura florida y poesía romántica fueron, sin embargo, un desastre, y a mediodía se encontró de nuevo en los tranquilos confines de H. Dobbs amp; Co., comprando otra caja de sus mejores tarjetas de San Valentín, esta vez una de doce en vez de la de media docena que había comprado esa misma mañana.
Ambas visitas había sido muy embarazosas, pero no tanto, como cuando se lanzó a través de la puerta del almacén esa misma tarde, justo cinco minutos antes de que fuera la hora de cierre, después de haber cruzado, a la carrera con su faetón la ciudad a una velocidad que solo se podía calificar de imprudente (aunque estúpida y suicida también eran válidas). El propietario era un profesional por lo que no mostró ni un asomo de sonrisa cuando entregó a David su caja más grande de tarjetas de San Valentín (dieciocho en total), y luego le sugirió la compra de un delgado libro titulado “Escritores de San Valentín”, que pretendía ofrecer detalladas instrucciones de cómo escribir una tarjeta de San Valentín para cualquier tipo de receptor.
David estaba horrorizado de que él, que había estudiado literatura en Oxford, se viera reducido a la utilización de una guía para escribir una maldita tarjeta de San Valentín, pero había aceptado el libro sin una palabra, y de hecho, sin reacción alguna, excepto la sensación de ardor sobre sus mejillas.
Dios bendito, un rubor. ¿Cuándo fue la última vez que se había sonrojado? Obviamente, el día no podría ser más infernal.
Y así, a las diez de la noche, allí estaba él, sentado en su estudio con una tarjeta de San Valentín sobre su escritorio, y las treinta y cinco esparcidas por el cuarto, rotas o estrujadas.
Una tarjeta de San Valentín. Su última oportunidad de llevar a buen puerto el maldito esfuerzo. Sospechaba que H. Dobbs no abría los sábados y sabía con certeza que no abría los domingos, así que si no hacía un buen trabajo con esta ultima, se quedaría, probablemente, hasta el lunes con esta horrible tarea pendiendo sobre su cabeza.
Dejó caer la cabeza y gimió. Era solo una tarjeta de San Valentín. Una tarjeta. No debería ser tan difícil. Ni siquiera podía calificarse de “gran gesto romántico”.
¿Pero qué le decía uno a la mujer a la que quería amar durante el resto de su vida? El estúpido libro de “Escritores de San Valentín” no ofrecía ningún consejo al respecto, al menos ninguno aplicable cuando uno se temía haber enfadado a la dama en cuestión el día anterior con su estúpido comportamiento, peleándose con su propio hermano.
Clavó la mirada en la tarjeta en blanco, mirándola fijamente. Y esperó. Y esperó.
Sus ojos comenzaron a arder. Se obligó a parpadear.
"¿Milord? "
David alzó la vista. Nunca una interrupción de su mayordomo había sido tan bienvenida.
"Milord, ha venido una dama a verlo. "
David soltó un suspiro de cansancio. No podía imaginar quién era; tal vez Anne Miniver, quien probablemente creía que era todavía su amante ya que no se había puesto en contacto con ella para comunicarle su ruptura.
"Hágala pasar," dijo a su mayordomo. Supuso que podría sentirse agradecido de que Anne le hubiera ahorrado la molestia de tener que hacer todo el camino hasta Holborn.
Soltó un pequeño resoplido de irritación. Podía haberse detenido fácilmente en su casa en Holborn alguna de las seis veces que había pasado casi por su puerta hoy, en sus repetidas visitas al almacén de papelería.
La vida estaba llena de pequeñas y encantadoras ironías, ¿verdad?
David se puso de pie, porque no sería cortés permanecer sentado cuando Anne entrara. Puede que ella hubiera nacido en el lado equivocado de la cama, y ciertamente vivía su vida en el lado incorrecto de la sociedad, pero aún así era, a su modo, una señora, y merecía sus mejores modales, dadas las circunstancias. Caminó hasta la ventana mientras esperaba su llegada, retirando las pesadas cortinas para mirar fijamente hacia la oscuridad del exterior.
"¿Milord," oyó decir a su mayordomo, seguido de, "¿David? "
Dio media vuelta. Esa no era la voz de Anne.
"¡Susannah! " exclamó con incredulidad, haciendo un cortante gesto con la cabeza para despedir a su mayordomo. "¿Qué hace usted aquí? "
Ella le contestó con una sonrisa nerviosa mientras echaba un vistazo alrededor de su estudio.
David gimió interiormente. Las tarjetas de San Valentín, arrugadas y rotas, estaban por todas partes. Rezó para que ella fuera demasiado cortés para mencionarlo. "¿Susannah? " preguntó de nuevo, con creciente preocupación. No podía imaginar ninguna circunstancia que la obligara a visitarlo, a un caballero soltero, en su casa. Y en medio de la noche, nada menos.
"Yo…lamento molestarle," dijo ella, mirando por encima de su hombro aunque el mayordomo había cerrado la puerta al marcharse.
"No es ninguna molestia en absoluto," contestó él, resistiendo el impulso de correr a su lado. Algo horrible había pasado; no podía haber ninguna otra razón por la que ella estuviera aquí. Y aún así, no se fiaba de si mismo para estar al lado de ella, no creía que fuera capaz de no estrecharla en sus brazos.
"Nadie me ha visto," le aseguró ella, mordiéndose nerviosamente el labio inferior. "Yo…yo me aseguré de ello, y – "
"¿ Susannah, qué sucede? " dijo distraído, desistiendo de su promesa de permanecer al menos a tres pasos de distancia de ella. Se movió velozmente hasta quedar junto a ella, y cuando no contestó, tomó su mano en la suya. "¿Qué sucede? ¿Por qué está aquí? "
Pero era como si ella no lo hubiera oído. Miraba fijamente por encima del hombro de David, apretando y soltando la mandíbula antes de decir finalmente, "No se verá en la obligación de casarse conmigo, si eso es lo que le preocupa. "
Aflojó el apretón en su mano. Eso no era una preocupación. Eso era su mayor deseo.
"Yo sólo – " Ella tragó nerviosamente y lo miró a los ojos. La fuerza de su mirada hizo que le temblaran las rodillas. Sus ojos, tan oscuros y luminosos, relucían, no con lágrimas contenidas, sino con algo más. Emoción, quizás. Y sus labios, Dios querido, ¿tenía ella que lamerlos? Iba a tener que ser santificado por no besarla en ese mismo instante.
"Tenía que decirle algo," dijo ella, con la voz convertida casi en un susurro.
"¿Esta noche? "
Ella asintió. "Esta noche. "
Él esperó, pero ella no dijo nada, sólo miró a lo lejos y tragó otra vez, como si intentara hacer acopio de fuerzas.
"Susannah," susurró él, rozándole la mejilla, "Puede decirme cualquier cosa. "
Sin mirarlo realmente, ella dijo, "He estado pensando sobre usted… y yo… Yo… " Alzó la vista. "Esto es muy difícil. "
Él sonrió suavemente. "Prometo… Independientemente de lo que diga, que quedará entre nosotros. "
A ella se le escapó una risita, pero era un sonido desesperado. "Oh, David," dijo, "no es de esa clase de secretos. Es solamente… " Cerró los ojos, sacudiendo despacio la cabeza. "No es que haya estado pensando en usted," dijo ella, volviendo a abrir los ojos, pero dirigiendo la mirada a un lado para evitar mirarlo directamente. "Es que no puedo dejar de pensar en usted, y yo… yo…" "
Su corazón dio un brinco. ¿Qué trataba ella de decir?
"Yo me preguntaba," dijo ella, soltando precipitadamente las palabras en un discurso sin aliento. "Necesito saber… " tragó y cerró lo ojos una vez más, pero esta vez casi parecía sentir dolor.
"¿Cree que usted podría sentir algún cariño por mí? ¿Aunque sólo fuera un poco? "
Durante un momento no supo que responder. Y luego, sin una palabra, casi sin pensarlo, ahuecó su cara entre sus manos y la besó.