O más bien, era en qué intentaba pensar cada vez que resueltamente expulsaba al Conde de Renminster de su mente. Ya que la realidad era que no podía dormir porque no podía dejar de revivir su conversación con él, deteniéndose a analizar cada una de sus palabras, y tratando luego de ignorar la estremecedora sensación que la recorría cuando ella recordaba su vaga y algo irónica sonrisa.
Todavía no podía creer que se hubiese enfrentado a él. Clive se refería siempre a él como "el anciano," y le llamó, en varias ocasiones, aburrido, altivo, altanero, arrogante, y condenadamente molesto.
Susannah se había sentido más bien aterrorizada por el conde; Clive ciertamente no lo había hecho aparecer muy tratable.
Pero se había mantenido firme y había conservado su orgullo.
Ahora no podía dormir por pensar en él, pero no le importaba demasiado – no con este vertiginoso sentimiento.
Hacía mucho tiempo que no se sentía orgullosa de sí misma. Había olvidado lo agradable que era esa sensación.
El segundo acontecimiento extraño ocurrió en la otra punta de la ciudad, en el distrito de Holborn, frente a la casa de Anne Miniver, que vivía tranquilamente junto a todos los abogados y procuradores que trabajaban en los cercanos Tribunales de la Corte, aunque su ocupación, si uno pudiera llamarla así, era la de amante. Amante del Conde de Renminster, para ser exacto.
Pero la señorita Miniver era inconsciente de que algo extraño sucedía en el exterior. En efecto, la única persona que lo noto fue el conde mismo, quien había ordenado a su cochero llevarlo directamente del baile de los Worth a la elegante residencia de Anne. Pero cuando él subió los escalones de la puerta principal y levantó el llamador de cobre, se dio cuenta de que no tenía el más mínimo interés en verla. El impulso, simplemente, había desaparecido.
Lo que para el conde era, en efecto, bastante extraño.
Capítulo Dos.
¿Se dio usted cuenta de que el Conde de Renminster bailó anoche con la señorita Susannah Ballister en el baile de los Worth? Si no lo hizo, para su vergüenza -fue usted el único. El vals fue la comidilla de la velada.
No se puede decir que la conversación contemplada fuera de las apacibles. En efecto, Esta Autora notó ojos relampagueantes y hasta lo que parecieron ser palabras acaloradas.
El conde se marchó pronto después del baile, pero la señorita Ballister permaneció durante varias horas más, y se atestigua que bailó con otros diez caballeros antes de que ella se marchara en la compañía de sus padres y su hermana.
Diez caballeros. Sí, Esta Autora los contó. Habría sido imposible no hacer comparaciones, cuando la suma total de sus compañeros de baile antes de la invitación del conde era cero.
Revista de Sociedad de Lady Whistledown,
28 de enero de 1814
Los Ballisters no habían tenido nunca que preocuparse del dinero, pero tampoco se podía decir que fueran ricos. Normalmente esto no molestaba a Susannah; nunca le había faltado nada, y no veía ninguna razón para tener tres juegos de aderezos cuando sus perlas combinaban con todos sus vestidos bastante bien. No es que ella hubiera rechazado tener uno o dos más, no era eso; solamente que no veía la necesidad de desperdiciar sus días añorando unas joyas que nunca serían suyas.
Pero había una cosa que hacía que Susana deseara que su familia fuera más antigua, más adinerada, o que poseyera un título – cualquier cosa que les hubiera dado más influencia.
Y era el teatro.
Susannah adoraba el teatro, le encantaba perderse en la historia de otros, lo adoraba todo, desde el olor de las lámparas de gas hasta el estremecedor sentimiento que poseían las palmas de las manos de alguien aplaudiendo. Era mucho más absorbente que una velada musical, y ciertamente más divertido que las soirees y bailes a los que se encontraba asistiendo tres noches de cada siete.
El problema, sin embargo, era que su familia no poseía un palco en ninguno de los teatros que se juzgaban apropiados para la buena sociedad, y no le permitían sentarse en otra parte que no fuera un palco. No era apropiado que las señoritas se sentaran con la chusma, insistía su madre. Lo que significaba que el único modo en el que Susannah consiguió, alguna vez, ver una representación fue cuando alguien que poseía un conveniente palco la invitó.
Cuando había llegado una nota para ella de sus primos, los Shelbourne, en la que la invitaban a acompañarlos esa tarde para ver a Edmund Kean interpretando a Shylock en el Mercader de Venecia, ella casi había llorado de alegría. Kean había hecho su debut en este papel apenas cuatro noches antes, y ya toda la sociedad hablaba de ello. Lo habían calificado de magnífico, audaz, e incomparable – todas aquellos maravillosos adjetivos que dejaban a una amante de teatro como Susannah casi temblando por su deseo de ver la obra.
Salvo que ella no esperaba que alguien la invitara a compartir su palco en el teatro. Ella sólo recibía invitaciones a grandes fiestas porque la gente sentía curiosidad por ver su reacción ante Clive y su matrimonio con Harriet. Las invitaciones a pequeñas reuniones no eran frecuentes.
Hasta el baile de los Worth el jueves por la noche.
Supuso que debería agradecérselo al conde. Él había bailado con ella, y ahora ella era considerada otra vez conveniente. Había recibido al menos ocho invitaciones a bailar después de que él se hubiera marchado. ¡Oh! muy bien, diez. Las había contado. Diez hombres la habían invitado a bailar, lo cual eran diez más de los que lo habían hecho durante las tres horas anteriores que había permanecido en el baile antes del conde la buscara.
Era espantoso, realmente, cuánta influencia podría ejercer un solo hombre sobre la sociedad.
Estaba segura que Renminster era la razón por la que sus primos habían extendido la invitación. No es que pensara que los Shelbournes la hubieran estado evitando conscientemente – la verdad es que eran primos lejanos y no los conocía muy bien. Pero cuando empezó la temporada de teatro y ellos necesitaron a otra mujer para equilibrar el numero de invitados de ambos sexos, debió resultar muy fácil para ellos decir, "Oh, sí, ¿qué tal la prima Susannah? " cuando el nombre de Susannah había sido prominentemente destacado en la columna de Lady Whistledown del viernes.
A Susannah no le importaba por qué se habían acordado de repente de su existencia -iba a ver a Kean en El Mercader de Venecia.
"Estaré eternamente celosa," dijo su hermana Letitia mientras esperaban en el salón la llegada de los Shelbournes. Su madre había insistido en que Susannah estuviese lista a la hora acordada y no hiciera esperar a sus influyentes parientes. Una, se daba por supuesto, obligaba a esperar a los pretendientes, pero no a relaciones influyentes quiénes podrían extender invitaciones fervientemente deseadas.
"Estoy segura de que tendrás una oportunidad de ver la obra pronto," dijo Susannah, pero no podía evitar una sonrisa de satisfacción mientras lo decía.
Letitia suspiró. "Tal vez ellos quieran verla dos veces. "
"Tal vez presten el palco a Papa y Mama," dijo Susannah.
La cara de Letitia se iluminó. "¡Una idea excelente! Podrías sugerir… – "
"No haré tal cosa," la interrumpió Susannah. "Sería una grosería, y…- "
"Pero si surge la ocasión… "
Susannah puso los ojos en blanco. "Muy bien," dijo. "¿Si Lady Shelbourne dice: 'Mi querida señorita Ballister, ¿cree usted que su familia estaría interesada en la utilización de nuestro palco? ' puedes estar segura de que contestaré afirmativamente. "
Letitia le dirigió una mirada decididamente carente de humor.