En menos de un segundo, él había retrocedido a su lado, y estaba de pie cerca… muy cerca. Tan cerca que el aliento abandonó su cuerpo, sustituido por algo más dulce, más peligroso.
Algo completamente prohibido y delicioso.
"Creo que lo va a hacer," dijo él suavemente, tocando con sus dedos su barbilla.
"Milord," susurró ella, atontado por su proximidad.
"David," dijo él.
"David," repitió ella, demasiado hipnotizado por el fuego de sus ojos verdes para decir algo más. Pero de alguna forma le pareció correcto. Ella no había pronunciado nunca su nombre, ni siquiera había pensado en él como en algo más que el hermano de Clive o Renminster, o simplemente el conde. Pero ahora, de alguna manera, él era David, y cuando ella examinó sus ojos, tan cerca de los suyo, vio algo nuevo.
Vio al hombre. No el título. Ni la fortuna.
El hombre.
Él tomó su mano y se la llevó a los labios. "Hasta el jueves, entonces," murmuró, su beso acarició su piel con dolorosa ternura.
Ella asintió con la cabeza, porque no podía hacer nada más.
Congelada en el sitio, contempló silenciosamente como se separaba y caminaba hacia la puerta.
Pero entonces, cuando él extendió su mano hacia el tirador de la puerta-justo en aquella fracción de segundo antes de que él realmente lo tocara -se paró. Se paró y se giró y mientras ella permanecía allí de pie mirándolo, él dijo, más para si mismo que para ella, "No, no debería hacerlo."
Él solo necesitó tres largos pasos para alcanzarla. En un movimiento tan alarmante como fluidamente sensual, la estrechó contra él. Sus labios encontraron los suyo, y la besó.
La besó hasta que ella pensó que podría desmayarse de deseo.
La besó hasta que ella pensó que podría prescindir del aire.
La besó hasta que ella no podía pensar en nada más que en él, no podía ver nada más que su rostro en su mente, y no quería nada más que el sabor de él sobre sus labios… para siempre.
Y luego, con la misma brusquedad con la que la había traído a sus brazos, se separó.
"¿El jueves? " preguntó suavemente.
Ella asintió, con una mano rozándose los labios.
Él sonrió. Despacio, con hambre. "Pensaré con mucha ilusión en ello," murmuró él.
"Y yo," susurró ella, aunque no antes de que él se hubiera marchado. "Y yo. "
Capítulo Cuatro.
¡Cielos!, Esta Autora ni siquiera puede comenzar a enumerar la cantidad de gente que acabó poco elegantemente tumbada sobre la nieve o el hielo durante la reunión de patinaje de Lord y Lady Moreland ayer por la tarde.
Parece que los miembros de la Temporada no son tan competentes en el arte y el deporte del patinaje sobre hielo como les gusta creer.
Revista de Sociedad de Lady Whistledown,
4 de febrero de 1814
Según su reloj de bolsillo, que David sabía que era absolutamente exacto, eran con precisión las doce y cuarenta y seis minutos, y David sabía perfectamente que el día era el jueves, la fecha tres de febrero y el año mil ochocientos catorce.
Y precisamente en aquel momento -a las 12:46 del jueves, 3 de febrero de 1814, David Mann-Formsby, Conde de Renminster, fue consciente de tres indiscutibles verdades.
La primera era, si uno quería ser preciso sobre ello, más una opinión que un hecho. Y esta era que la reunión de patinaje era un desastre. Lord y Lady Moreland habían instruido a sus pobres y temblorosos criados para que circularan por el hielo con carros llenos de emparedados y Madeira, lo que podría haber sido un toque encantador, salvo que ninguno de los criados tenía la menor idea de cómo maniobrar sobre el hielo, el cual donde no estaba resbaladizo, era traidoramente desigual debido al barrido constante del viento durante el proceso de congelación.
Como consecuencia, una multitud más bien repugnante de palomas se había reunido cerca del embarcadero para atiborrarse de los emparedados que se habían derramado de un carro volcado, y el pobre y desdichado lacayo obligado a empujar el susodicho carro se sentaba ahora sobre la orilla, presionando apremiantemente pañuelos sobre su cara donde las palomas lo habían picoteado hasta que pudo huir del escenario.
La segunda verdad que David constató era un poco menos aceptable. Y era que Lord y Lady Moreland habían decidido celebrar la reunión con el expreso objetivo de encontrar una esposa para el imbécil de su hijo Donald, y habían decidido que Susannah sería una buena candidata. A tal efecto, la habían arrebatado de su lado, forzándola a entablar conversación con Donald durante diez minutos completos antes de que Susannah lograra fugarse. (Momento en el cual se dirigieron hacia la señorita Caroline Starling, pero David decidió que éste no era su problema, y Caroline tendría que arreglárselas para desenredarse ella sola.)
La tercera verdad lo hizo rechinar los dientes, hasta casi convertirlos en polvo. Y era que Susannah Ballister, quién tan dulcemente había declarado no saber patinar, era una pequeña mentirosa.
Debería haberlo adivinado en el minuto en que ella había sacado sus patines de su bolso. No se parecían en nada a todos los que los demás habían atado con correa a sus pies. Los propios patines de David, que eran considerados de los más novedosos, consistían en largas cuchillas en forma de lámina sujetas a una plataforma de madera, que él ató sobre sus botas. Las cuchillas de Susannah eran un poco más cortas que el promedio, pero lo más importante era que estaban fijadas directamente a unas botas, lo que requería que se cambiara de calzado.
"Nunca he visto unos patines así," comentó él, mirando con interés como ella desataba sus botas.
"Er, son los que usamos en Sussex," dijo, y David no estaba seguro de si el rosado de sus mejillas era un rubor o simplemente una consecuencia del viento helado. "Así uno no tiene que preocuparse de que los patines se suelten de las botas. "
"Sí," dijo él, " ya veo lo ventajoso que es, sobre todo si uno no es un patinador muy aventajado.”
"Er, sí," masculló ella. Y después tosió. Entonces alzó la vista hacia él y sonrió, aunque con honestidad, se parecía más a una mueca.
Ella se cambió la otra bota, sus dedos moviéndose con agilidad mientras desataban los cordones, a pesar de estar encerrado en guantes. David la observaba silenciosamente, y tras un momento no pudo por menos que comentar, "y las cuchillas son más cortas. "
"¿Lo son? " murmuró ella, sin alzar la vista a él.
"Sí," dijo, moviéndose de modo que su patín se alineara al lado del de ella. "Mire esto. Las mías son al menos cinco centímetros más largas. "
"Bien, usted es una persona mucho más alta," contestó ella, sonriéndole, sentada aún sobre el banco.
"Una teoría interesante," dijo él, "salvo que las mías parecen realmente ser de un tamaño estándar. " Señaló con su mano hacia el río, donde innumerables damas y caballeros se deslizaban a través del hielo… o se caían sobre su trasero. "Los patines de todo el mundo son como los míos. "
Ella se encogió de hombros mientras permitía que él la ayudara a ponerse de pie. "No sé que decirle," dijo ella, "salvo que los patines como los míos son bastante comunes en Sussex. "
David echó un vistazo hacia el pobre y desdichado Donald Spencer, que en ese momento estaba siendo empujado en la espalda por su madre, Lady Moreland. Los Moreland, estaba bastante seguro, procedían de Sussex, y sus patines no se parecían en nada a los de Susannah.
David y Susannah anduvieron con dificultad hasta el borde del hielo – realmente, ¿quién sabía andar con patines por la tierra? – y luego él le ayudó a entrar en el río congelado. "Vigile su equilibrio," la instruyó él, disfrutando de la forma en que ella agarraba su brazo. "Recuerde, el secreto está en las rodillas. "