—Tampoco una joven dama debería saber demasiado.
—¡Ah, cruel! Y sin embargo, me alegra que vinieras —dijo, utilizando el tratamiento íntimo—. ¿Puedo dirigirme a ti así, hermoso sire? Existe una afinidad de espíritu entre nosotros, aunque nos encontremos en guerra de vez en cuando.
—Sois mi más querida enemiga —dijo Holger. Ella bajó los párpados, mostrando con su sonrisa que apreciaba aquello. También Holger tendía a bajar los ojos. ¡Qué cuello tan hermoso tenía ella! Holger buscó en su mente más palabras que robarle a Shakespeare. La situación había vuelto al orden normal.
Siguieron el flirteo durante todo el banquete, que pareció durar horas. Después, el grupo acudió a bailar a un salón todavía más grande. En cuanto comenzó la música, el duque Alfric se llevó aparte a Holger.
—Venid conmigo un momento, si os parece, buen señor. Será mejor que hablemos enseguida de vuestro problema, los dos solos, para que pueda pensar en ello un tiempo; pues preveo que nuestras damas os darán escasa paz.
—Agradezco vuestra gracia —le dijo Holger con algo de malhumor, pues precisamente en ese momento no deseaba recordar la realidad.
Caminaron hasta un jardín, encontraron un banco bajo un luminoso sauce y se sentaron. Una fuente hacía bailar el agua ante ellos, por detrás cantaba un ruiseñor. Con un movimiento flexible, Alfric apoyó la espalda de su cuerpo vestido de negro.
—Expresad vuestro deseo, sir Holger —le dijo.
Bien, era inútil retener nada. Si el fariseo tenía el poder de retornarlo a su lugar y tiempo, probablemente tendría que conocer toda la situación. ¿Pero dónde empezar? ¿Cómo describir todo un mundo?
Holger hizo todo lo que pudo. Alfric le guiaba ocasionalmente con inteligentes preguntas. El duque nunca mostraba sorpresa, aunque al final parecía sumido en sus pensamientos. Apoyó los codos en las rodillas y extrajo la hoja de metal blanco que llevaba en el cinto. Mientras le daba vueltas una y otra vez, Holger pudo ver la inscripción que llevaba en la hoja. La Daga Ardiente. Se preguntó lo que significaría aquello.
—Es un extraño relato —dijo Alfric—. Jamás había oído uno que lo fuera tanto. Y sin embargo, creo que la verdad se encierra en él.
—¿Podéis… podéis ayudarme?
—No lo sé, sir Olger… pues, si no os importa, así es como me sigue pareciendo natural llamaros. No lo sé. Como cualquier brujo o astrólogo sabe, hay muchos mundos en el espacio, pero el concepto de una pluralidad de universos es diferente, sólo cabe sospecharlo por lo que dicen algunas antiguas escrituras. Si os he escuchado sin que el asombro se dejara translucir es porque yo mismo he especulado que otra Tierra como la que vos describís debe existir en realidad, siendo la fuente de los mitos y las leyendas, como las que hablan de Federico Barbarroja, o las grandes canciones épicas sobre el emperador Napoleón y sus héroes.
Como si hablara para sí mismo, Alfric murmuró unos cuantos versos:
Después, Holger pudo ver que Alfric sufría una sacudida y, con mayor viveza, dijo:
—Invocaré espíritus que puedan daros consejo. Sin duda, eso tardará tiempo, pero nos esforzaremos para mostraros nuestra hospitalidad. Pienso que tenemos buenas esperanzas de acabar obteniendo el éxito.
—Sois excesivamente amable —dijo Holger, sintiéndose abrumado.
—No —contestó Alfric con un movimiento de la mano—. Vosotros los mortales no sabéis lo tediosa que puede llegar a ser una vida en la que no se muere, y la alegría que nos produce un desafío como éste. Soy yo el que debería daros las gracias.
Se levantó y sofocó una risita.
—Y ahora, imagino que deberíais volver al baile. Que os divirtáis, amigo mío.
Holger regresó al salón de baile lleno de alegría. Había juzgado con excesiva rapidez al Mundo Medio. Nadie podía ser más amable o cortés que los fariseos. ¡Le gustaban!
Meriven se apartó de otras damas en cuanto él entró en el salón de baile. Se cogió de su brazo y, con un tono de astucia en su voz, le dijo:
—No sé por qué hago esto, sir caballero. Os vais sin decir una palabra y me dejáis olvidada.
—Trataré de compensaros —contestó.
La música élfica le rodeaba y entraba en él. No conocía los bailes de majestuosas figuras que veía, pero Meriven captó el fox trot enseguida. Nunca había tenido Holger una compañera mejor. No estaba seguro de cuánto duró el baile. Salieron al jardín, bebieron de una fuente de vino, rieron y no regresaron. El resto de la noche fue mucho más placentera que cualquiera que hubiera pasado nunca, o incluso más.
8
No había allí ninguna mañana o tarde auténtica, ni día ni oscuridad; sus habitantes parecían vivir de acuerdo con sus caprichos. Holger despertó lentamente, lujuriosamente, y se encontró solo de nuevo. Exactamente en ese momento se abrió la puerta y entró un goblin con una bandeja de desayuno. Debieron utilizar la brujería para conocer sus gustos personales: no era un absurdo desayuno continental, sino una buena bandeja americana de jamón con huevos, tostada, tortas de alforfón, café y zumo de naranja. Cuando estuvo levantado y vestido, entró Hugi con aspecto preocupado.
—¿Dónde estuviste? —preguntó Holger.
—Ah, dormí en el jardín. Me parecía lo más correcto cuando vos estabais, bueno, ocupado —explicó el enano sentándose en una banqueta, como una incongruente mancha morena entre todo aquel oro, escarlata y púrpura. Se quedó tirándose de la barba—. No me gusta el aire de aquí. Algo va mal.
—Tienes prejuicios —respondió Holger. Sobre todo estaba pensando en una cita que tenía con Meriven para practicar la cetrería.
—Ay, puede hacer cualquier cosa para asombraros y utilizar todo tipo de buenos vinos y frívolas jóvenes —gruñó Hugi—, pero apenas si existe amistad entre los hombres y Faerie, y menos ahora en que Caos se prepara para la guerra. En cuanto a mí, veo lo que veo. Y esto es lo que espié cuando estaba en vuestro jardín. Grandes destellos de luces desde la torre más alta, una figura demoníaca que partía con el humo, y una peste a brujería que se metió en mis huesos. Después, desde el oeste, llegó precipitadamente otra figura volante, aterrizó en la torre y se metió dentro. Pienso que el duque Alfric ha llamado en su ayuda a algo sobrenatural.
—Claro, por supuesto —respondió Holger—. Así me dijo que lo haría.
—Divertios —murmuró Hugi—. Alegraos en la boca del lobo. Pero cuando vuestro cuerpo muerto esté allí fuera para que se lo coman los cuervos, no digáis que no os había advertido.
Una objetividad tenaz obligó a Holger a considerar las palabras del enano mientras bajaba las escaleras. Ciertamente, podía tratarse de una estratagema para mantenerlo apartado hasta que fuera demasiado tarde… ¿Demasiado tarde para qué? Seguramente si pensaban hacer algo malo podían apuñalarlo o envenenarlo. El había vencido a uno de sus campeones —quien probablemente sólo le había atacado porque llevaba las armas del misterioso paladín de los corazones y los leones—, pero no podría vencer a una docena de enemigos. ¿O sí podría? Dejó caer la mano sobre la espada de Faerie. Le resultaba consolador tenerla.
Como allí el tiempo apenas existía, Meriven no había fijado una hora concreta para la cita. Paseó despaciosamente por el salón de recepción principal. Al cabo de un tiempo pensó que podría buscar al duque paca preguntarle si había alguna noticia sobre su problema. Preguntando a un esclavo kobold de aspecto sombrío, Holger se enteró de que las habitaciones del amo estaban en el ala septentrional, en el segundo piso. Silbando alegremente, subió de tres en tres escalones un tramo de escalera.