Se sentó en la desvencijada mesa de madera. Los ojos le picaban por el humo que se quedaba bajo las vigas. Había una puerta que daba al establo en donde estaba ahora atado su caballo, y, aparte de eso, la cabaña sólo se componía de esa habitación de suelo sucio. La única y escasa luz procedía del fuego de un hogar de piedra. Mirando a su alrededor, Holger vio algunas sillas, un colchón de paja, algunas herramientas y utensilios, un gato negro sentado sobre un cofre de madera incongruentemente grande y adornado. Su mirada amarillenta nunca parpadeaba, ni dejaba de observarle. La mujer, la Madre Gerd, removía un caldero de hierro que tenía sobre el juego. Estaba encorvada y envejecida, su vestido era como un saco harapiento; sus cabellos grises caían por alrededor de un rostro hundido, de nariz ganchuda, que mostraba siempre los raigones de los dientes en una sonrisa carente de significado. Pero sus ojos eran duros, brillantes y negros.
—Ah, sí, sí —dijo ella—. Los que son como yo, una pobre anciana, no debemos preguntar lo que los desconocidos desearían ocultar. Hay muchos que guardan un secreto en estas intranquilas guerras cercanas al borde del mundo, y por lo que sé podríais ser un caballero de las hadas con disfraz humano, que podría hechizar a una lengua impertinente. Sin embargo, buen señor, ¿puedo atreverme a preguntaros el nombre? No vuestro propio nombre, entendedlo, si no deseáis decírselo a una vieja dama como yo, que os quiere bien, aunque admite ser un poco charlatana en su chochez, pero sí un nombre con el que dirigirme a vos apropiadamente y con respeto.
—Holger Carlsen —respondió él con aire ausente.
Ella se puso en pie y casi derriba el caldero.
—¿Cómo decís?
—¿Por qué? —¿le perseguían, estaba en alguna extraña parte de Alemania? Tocó la daga, que prudentemente había metido en su cinto—. ¡Holger Carlsen! ¿Qué sucede?
—Oh… nada, buen señor —Gerd miró hacia otro lado y luego volvió a mirarle a él, de una manera rápida, como hacen los pájaros—. Salvo que Holger y Cari son nombres bien conocidos, como vos sabréis, aunque en realidad nunca se ha dicho que el uno fuera hijo del otro, pues ciertamente sus padres fueron Pepin y Godfred, o más bien diría que al revés; aunque en cierto sentido un reyes el padre de su vasallo y…
—No soy ninguno de esos caballeros —dijo él para hacer frente a aquella oleada—. Puro azar lo del nombre. Ella se relajó y le entregó un cuenco de guiso, que él atacó sin detenerse a preocuparse por gérmenes o drogas. También le dio pan y queso, que partió con el cuchillo y comió con los dedos, y una jarra de una cerveza inusualmente buena. Pasó mucho tiempo antes de que se recostara hacia atrás, suspirara y dijera:
—Se lo agradezco. Ha salvado mi vida, o al menos mi razón.
—Malo debe ser esto, sire, para alguien como vos, que debe haber cenado con reyes y condes y escuchado a los trovadores provenzales, sus canciones y curiosos trucos, pero, aunque sea vieja y humilde, os haré tales honores como…
—Vuestra cerveza es maravillosa —dijo Holger precipitadamente—. No pensé que encontraría ninguna tan buena, a menos que… —quería decir «a menos que la cervecería de este lugar haya escapado a toda flama», pero ella le interrumpió con una maliciosa risa.
—Ah, mi buen Sir Holger, pues estoy segura que debéis ser caballero, si no de condición todavía más alta, sois un hombre de ingenio y perceptivo, que debe ver al instante a través de los pequeños trucos de una pobre anciana. Pues aunque los miembros de vuestra orden desaprueban tales hechicerías y dicen que son inventos del diablo, aunque a decir verdad en principio no se aparten de las reliquias milagrosas de algún santo, esas que hacen sus milagros tanto para cristianos como para paganos, aun así se dará cuenta de cuántos aquí, en esta marca, trafican con esas pequeñas magias, tanto para protegerse de los poderes del Mundo Medio como para su propio consuelo y ganancia, y vos podréis entender, en vuestra piedad, que no sería de justicia quemar a una pobre anciana por utilizar la magia para hacerse un poco de cerveza, para calentar sus huesos en las noches de invierno, mientras que hay tantos y tan poderosos brujos que trafican abiertamente en las artes negras, que quedan sin castigo y…
¿Así que eres una bruja?, pensó Holger. Eso tengo que verlo. De todas formas, ¿qué pensaba ella que le estaba dando a entender a él? ¿Qué propaganda era aquella?
Dejó que siguiera hablando, aunque su lenguaje le resultara a veces extraño. En su propia boca resultaba una lengua extraña, dura y estruendosa, un francés arcaico con el que se mezclaban muchas palabras germánicas, una lengua que había podido descifrar lentamente en un libro, pero que seguramente nunca había hablado como si fuera su idioma natal. De alguna manera, la transición a lo que… a lo que fuera esto… le había proporcionado también el dialecto local.
Nunca había sido muy dado a leer novelas, ni científicas ni de otro tipo, pero cada vez se veía más obligado a asumir que, mediante algún proceso imposible, se había visto arrojado al pasado. Esa casa, la vieja bruja que había aceptado como algo natural sus atavíos caballerescos, y la lengua, y el bosque interminable… ¿Dónde estaría? ¿Nunca habían hablado de este modo en Escandinavia, Alemania, Francia, Britania?… Pero si había sido arrojado a las Eras Oscuras, ¿cómo explicar el león, o esa mención casual de vivir en los límites del país de las hadas?
Apartó las especulaciones. Pensó que unas preguntas directas le serían de ayuda.
—Madre Gerd —dijo.
—¿Sí, buen señor? Con cualquier servicio con el que yo pudiera ayudaros, el honor caería sobre esta humilde casa, así que nombrad vuestro deseo y, dentro de los límites estrechos de mi habilidad, todo será como deseáis —respondió ella, acariciando al gato negro, que no dejaba de mirar al hombre.
—¿Puede decirme que año es éste?
—Ay, buen señor, sí que hacéis ahora una extraña pregunta, debe ser que esa herida en vuestra propia cabeza, que sin duda obtuvisteis en valiente batalla contra algún monstruoso gigante o duende, ha obnubilado la memoria del señor; pero en verdad, aunque me sonrojo de admitirlo, esos conocimientos hace tiempo que dejaron de importarme, y todavía más porque el tiempo es a menudo algo extraño aquí, en los confines del mundo desde…
—No importa. ¿Qué tierra es ésta? ¿Qué reino?
—Ciertamente, hermoso caballero, que hacéis una pregunta con la que muchos eruditos se han roto la cabeza y por la que muchos guerreros se la han roto unos a otros. ¡Vaya, vaya! Durante mucho tiempo, estas marcas han estado en disputa entre los hijos de los hombres y las gentes del Mundo Medio, y han producido guerras y grandes concursos de brujería, de modo que ahora sólo puedo decir que el reino de las hadas y el Santo Imperio ambos la reclaman, aunque ninguno de ellos la tiene verdaderamente, a pesar de que la reivindicación humana parece un poco más firme ya que nuestra raza permanece asentada ahora aquí; y quizá los sarracenos pudieran tener un poco de derecho también a pedirla, puesto que se dice que su Mahoma ha sido él mismo un maligno espíritu, o eso al menos dicen los cristianos. ¿Eh, Grimalkin? —preguntó, haciéndole cosquillas al gato en la garganta.
—Bien —empezó a decir Holger, aferrándose con las dos manos a lo que le quedaba de paciencia—. ¿Dónde puedo encontrar hombres… digamos cristianos… que me ayuden? ¿Dónde está el rey más próximo, o el duque, o el conde, o cualquier otro?
—Hay una ciudad a no muchas leguas de aquí, tal como reconocen la distancia los hombres. Pero en verdad debo advertiros que el espacio, como el tiempo, se ve afectado aquí maravillosamente por las brujerías que salen de Faerie, por lo que a menudo el lugar adonde uno va parece cercano, y después se mete en enormes y tediosas distancias llenas de peligros, y la misma tierra y el camino por los que uno va dejan de ser los mismos…