Cuando volvió a entrar había un recién llegado. Holger no lo vio hasta que una mano le tiró de los pantalones y una voz baja pronunció con tono resonante:
—Aquí estoy.
Al mirar hacia abajo, vio a un hombre moreno como la tierra, nudoso, con unas orejas tan grandes como el asa de una jarra, una nariz desproporcionada, barba blanca, vestido con calzones y chaqueta parda, que llevaba descalzos sus anchos pies. Aquel hombre no llegaría ni a los noventa centímetros.
—Es Hugi —dijo la Madre Gerd—. Será vuestro guía a Faerie.
—Ummm… encantado de conocerle —dijo Holger. Le estrechó la mano y eso pareció asombrar al enano. La palma de la mano de Hugi era dura y caliente.
—Partid ahora —dijo la anciana alegremente—, pues el sol está alto y tenéis un fatigoso camino que recorrer a través de las esferas más peligrosas. Pero no temáis, sir Holger. Hugi es un habitante de los bosques y se encargará de que lleguéis sano y salvo junto al duque Alfric —añadió mientras le entregaba un hatillo envuelto en tela—. He puesto aquí un poco de pan y carne, y otros alimentos, pues bien sé lo poco prácticos que sois los jóvenes paladines, que recorréis el mundo para rescatar a bellas doncellas sin pensar nunca en llevaros un bocado que comer. Ay, si fuera yo joven de nuevo, tampoco me importaría eso a mí, pues no importa un vientre vacío cuando el mundo es verde, pero ahora que soy vieja debo pensar un poco en ello.
—Gracias, mi señora —dijo Holger, sintiéndose en una situación embarazosa.
Se dio la vuelta para irse. Hugi tiró de él con sorprendente fuerza.
—¿Cómo es esto? —gruñó el enano—. ¿Vais a salir con una simple tela? Muchos patanes de los bosques se pondrán contentos de poder meterle un hierro a un viajero ricamente vestido.
—Ah… ah, sí —exclamó Holger, desenvolviendo su equipaje. La Madre Gerd lanzó una risotada poco respetuosa y avanzó para abrir la puerta.
Hugi le ayudó a ponerse adecuadamente las prendas medievales y ató las correas de cuero en sus pantorrillas mientras él se ponía por la cabeza la capa interior acolchada. La cota de malla resonó al ponérsela y cayó con un peso inesperado desde sus hombros. Y luego, veamos… evidentemente el cinturón ancho tenía que ponérselo alrededor de la cintura para colgar de él la daga, mientras la vaina servía de apoyo a la espada. Hugi le entregó una capa acolchada que él se puso, y después el casco normando. Cuando las espuelas doradas estuvieron en sus pies, y tuvo un manto escarlata sobre la espalda, se preguntó si parecería un fanfarrón, o simplemente estúpido.
—Buen viaje tengáis, sir Holger —le dijo la Madre Gerd cuando salió al exterior.
—Os… os recordaré en mis oraciones —respondió Holger, pensando que sería una forma apropiada de dar las gracias en aquella tierra.
—¡Os ruego que lo hagáis, sir Holger! —exclamó la vieja separándose de él con una risa inquietantemente aguda, tras lo que desapareció en la casa.
Hugi le dio un tirón del cinto.
—Vamos, vamos, mi solitario caballero, que’s pa hoy —murmuró—. Que pa ir a Faerie hay que montar caballo rápido.
Holger montó a Papillon y tendió una mano a Hugi. El hombrecillo se sentó en cuclillas sobre el arzón delantero y señaló hacia el este.
—Palla —dijo—. Hay dos o tres días pa llegar a donde Alfric, así que vamos.
El caballo se puso en movimiento y la casa quedó pronto perdida tras ellos. El sendero de caza que siguieron ese día era comparativamente ancho. Cabalgaron bajo altos árboles, bajo una luz verdosa llena de arrullos y cantos de pájaros, apagadas pisadas de pezuñas, crujidos de cuero y tintineos de hierro. El día era frío y hermoso.
Por primera vez desde que despertó, Holger se acordó de su herida. No sentía ningún dolor. Aquella fantástica medicina había funcionado realmente.
Pero toda aquella historia era tan fantástica que… Con un esfuerzo de la voluntad reprimió todas sus preguntas. Una cosa cada vez. De alguna manera, a menos que estuviera soñando (y eso cada vez lo dudaba más: ¿qué sueño iba a ser tan coherente?), había ido a parar a una esfera que estaba más allá de su propio tiempo, quizá más allá de su mundo: una esfera en la que creían en las brujerías y las hadas, en la que existía un enano auténtico y una criatura diabólicamente extraña llamada Samiel. Así que las cosas de una en una, lenta y cómodamente.
Pero el consejo que se había dado a sí mismo era difícil de seguir. No sólo su situación, sino el recuerdo de su hogar, el preguntarse lo que había sucedido allí, el miedo terrible a quedar apresado en ese lugar para siempre, todo eso le atenazaba.
Recordó claramente las graciosas agujas de Copenhague, los pantanos, playas y amplios horizontes de Jutlandia, las antiguas ciudades metidas en los valles verdes de las islas, la arrogancia del perfil de Nueva York y la niebla de la bahía de San Francisco que se volvía dorada con el atardecer, los amigos, los amores y el millón de pequeñas cosas que constituían su hogar. Quería escapar, escapar pidiendo ayuda hasta que encontrara de nuevo su hogar… ¡No, eso no! Estaba aquí y sólo podía seguir en movimiento. Si ese personaje de Faerie (donde estuviera eso) le podía ayudar, todavía habría esperanzas. Entretanto debía dar las gracias a no ser demasiado imaginativo ni excitable.
Miró al ser pequeño y peludo que iba sentado en el caballo delante de él.
—Es muy amable por hacer esto. Desearía poder pagarle de alguna manera.
—Nanay, le hago un servicio a la bruja —contestó Hugi—. No es que esté unido a ella, como veréis. Pero, de vez en cuando, algunos de los del bosque le ayudamos, le cortamos leña, le llevamos agua o le hacemos favores como éste. Luego, a cambio, ella hace algo por nosotros. No es que me guste mucho la vieja, pero por esto me da una buena porción de su cerveza.
—Bueno, ella parece… agradable.
—Ah, oh, tiene una buena lengua cuando quiere, vaya que sí, vaya que sí —repitió Hugi con una risita morbosa—. Le gustó mucho al joven sir Magnus cuando vino aquí hace muchos, muchos años. Pero trata las artes negras. Sabe trucos, aunque no es tan poderosa, sólo puede invocar a algunos pequeños demonios, y en sus hechizos comete errores —dijo sonriendo—. Una vez, un campesino de Westerdales la molestó, y ella juró que acabaría con sus cultivos. No sé si es que consiguió la bendición del sacerdote, o fue por la torpeza de ella, qué voy a saber, pero tras muchas idas y venidas lo único que hizo la bruja fue matar las malas hierbas de sus campos. Siempre está tratando de conseguir el favor de los señores del Mundo Medio, para que le den más poder, pero hasta ahora no lo ha conseguido.
—Ummm… —eso no le sonaba muy bien—. ¿Qué le pasó a ese sir Magnus? —preguntó Holger.
—Ah, al final los cocodrilos se lo comieron, me creo.
Siguieron cabalgando en silencio. Al cabo de un rato, Holger le preguntó que cómo vivía un enano del bosque. Hugi contestó que su gente vivía en el bosque —que parecía ser enorme— de setas, frutos secos y cosas así, y que él tenía un arreglo de trabajo con animales menores, como conejos y ardillas. No tenían poderes mágicos como los verdaderos habitantes de Faerie, pero, por otra parte, no tenían miedo al hierro, la plata ni los símbolos sagrados.
—Na tenemos que ver con las guerras de esta tierra —dijo Hugi—. Vivimos lo nuestro y que el cielo, el infierno, la tierra y el Mundo Medio luchen como quieran. Y cuando los orgullosos señorones acaben unos con otros y se queden tiesos como un palo, seguiremos estando aquí. ¡Que los mate a todos una purgación!