El doctor se desabrochó la bragueta y me enseñó un espléndido miembro, endiabladamente duro y enhiesto. Yo estaba impaciente por saborearlo por una u otra vía, pero me había colocado voluntariamente bajo la autoridad de aquel tipo, y me gustaba que fuera él quien dictara las normas de un juego en el que lo excitante estribaba precisamente en mantener las formas y en no perder la cabeza. El siguió mirándome con penetrante fijeza mientras en una mano sostenía la píldora y en la otra la polla.
– Esto es lo que hay: la píldora y la polla. Ahora es usted quien tiene que decirme lo que prefiere. La ética profesional me impide tratar de influir sobre usted.
– La verdad, doctor, es que soy bastante indecisa.
– Ya, se deshace usted en un mar de dudas -dijo mirando mi coño, que debía de estar reluciente de líquidos.
– Exacto, repliqué yo mientras me decía que si el tipo no me follaba enseguida, no tendría más remedio que abalanzarme sobre él.
– Entonces lo que podemos hacer es probar un ratito el tratamiento con la polla. La follo a usted tres minutos, por ejemplo, y al término de esos tres minutos, tendrá que decidirse.
– Espléndida idea -logré articular.
– Túmbese entonces -me ordenó, al tiempo que subía los respaldos abatibles de toda la hilera de asientos.
En cuanto me estiré, él trepó a nuestro improvisado lecho y se arrodilló encima mío. Se bajó los pantalones hasta media pierna, manipuló su reloj y, sin más ceremonia, me hincó el miembro con insidiosa lentitud.
– Buena chica -dijo una vez que lo tuvo entero dentro de mí-. Es usted una paciente muy receptiva.
Empezó a follarme parsimoniosamente, metiendo y sacando todo su instrumento terapéutico a cada embestida. Sus andanadas eran tan profundas que notaba como sus testículos me golpeaban el culo. Sus ojos escrutaban mi rostro con serenidad, como si su conciencia profesional le impidiera pasar por alto cualquier detalle útil para la elaboración de su informe médico. Al poco, la alarma del reloj sonó y el doctor me cortó momentáneamente el suministro de placer.
– ¿Seguimos o cree que prefiere la píldora? -me preguntó impávido.
– Seguimos -contesté en un murmullo-. Es usted un médico excelente.
– Me alegro de que le guste la terapia -dijo él mientras volvía a penetrarme con fuerza, arrancándole un poderoso estremecimiento a mis entrañas. Lo cierto es que no tardé en correrme con inusitada intensidad. Al hacerlo, exhalé un grito que él se apresuró a sofocar tragándose mi grito con su boca imperiosa.
– Si no llego a besarla -me dijo a guisa de explicación científica- habríamos corrido el peligro de ser interrumpidos. Y eso habría resultado pernicioso para el tratamiento.
Dicho esto, mi galeno siguió cabalgándome con vigor, pero sin darse prisa alguna por alcanzar su propio orgasmo. Su miembro, que yo notaba cada vez más duro, invadía con infatigable perseverancia mi coño. No recuerdo cuántas veces me corrí antes de que el doctor se diera por satisfecho. Entonces sacó su verga, me refregó los testículos por todo el rostro y hundió finalmente su polla encabritada en mi boca, donde me alimentó con su cálida, larga y tonificante inyección de leche. Liberada ya por completo de todas mis tensiones, caí en un sueño profundo y reparador. Cuando desperté, el tren estaba entrando en la estación de Bordeaux y en el compartimiento no quedaba ni rastro de mi querido doctor. Durante unos instantes, pensé si no lo habría soñado todo, pero el sabor acre que todavía persistía en mi boca me persuadió de que el doctor era una criatura de carne y leche.
No volví a saber nada de él hasta que, tres meses después, alguien llamó a la puerta de mi casa. Abrí y me encontré frente a mi doctor, aunque en esta ocasión llevaba una Biblia en la mano en lugar de su maletín médico.
– Buenos días -dijo al tiempo que entraba en mi casa cerrando la puerta tras de sí.
– Estamos hablando con las personas acerca de la disgregación de la familia.
Había abandonado la expresión de suave eficacia y autoridad que adoptaba cuando era médico. Con el ceño fruncido y los ojos encendidos de ira, parecía un genuino profeta enfurecido ante la corrupción del mundo.
Desde luego, ninguno de los dos dimos señales de haber reconocido al otro.
– Si la familia, que es el pilar de todo cuanto hay de bueno en el ser humano, se descompone, el individuo, desorientado, se convierte en víctima fácil de la corrupción y del desafuero. ¿Y sabe usted por qué se disgrega la familia?
– Ardo en deseos de que usted me lo explique.
– ¡La fornicación! -dijo con la voz temblándole de rabia y los ojos destilando el fuego del infierno. ¡La fornicación indiscriminada que convierte al ser humano en una bestia incapaz de gobernar sus peores instintos! ¡La fornicación que nos acecha detrás de cada esquina es la gran responsable de la disgregación de la familia!
– ¿La fornicación? -pregunté-. No sé de qué me está usted hablando.
– ¡Ah! -gritó mi predicador postrándose de rodillas a mis pies y hundiendo la cabeza en mi entrepierna-. ¡Al fin una criatura pura y virginal que ha logrado escapar de las ubicuas garras de la fornicación!
Sus manos tiraron con fuerza de mis bragas hasta lograr arrancármelas. Me acarició el culo, separando y amasando las nalgas.
– Muy a mi pesar, tendré que enseñarle lo que es la fornicación, para que sepa defenderse de sus feroces embestidas.
Su vehemente lengua de predicador, la misma que, para mi deleite, se obstinaba en tratarme de usted, recorrió mis ingles y mi pubis antes de lanzarse a una concienzuda exploración de mi vulva. Su saliva agudizaba mi tendencia a fundirme en tales situaciones. Vi que tenía la nariz reluciente de mis estalactitas y empecé a moverme furiosamente en torno a su boca hasta que las violentas contracciones del orgasmo calmaron mi ansia.
Pero las valiosas enseñanzas de mi querido predicador no acabaron ahí. No bien hube gozado, me tumbó con brutalidad en el suelo, boca abajo, y me penetró furiosamente por la vía ordinaria y por la extraordinaria alternativamente, mientras por el espejo que cubría una de las paredes del vestíbulo de mi casa yo contemplaba el hipnótico y cada vez más frenético vaivén de sus musculosas nalgas, hendidas por unos adorables hoyuelos.
En cuanto acabó nuestra salvaje coyunda, le juré a mi querido predicador que jamás volvería a practicar esas guarradas y él abandonó mi casa con la sonrisa de un arcángel satisfecho tras haber cumplido una delicada misión.
A lo largo de estos diez años, mi imprevisible y camaleónico amante ha reaparecido encarnando, entre otros muchos personajes, al butanero (en esa ocasión yo no tenía dinero y me vi obligada a pagar en especies), a un ascensorista novato y víctima de una despiadada claustrofobia, al acomodador de un cine X, al dependiente de unos grandes almacenes que me aconsejó en la compra de varios conjuntos de ropa interior, al director de una sucursal bancaria al que yo iba a solicitar un crédito (y vaya si me lo concedió) y así sucesivamente. Jamás nos hemos apartado ni un ápice de los personajes que elegimos cada vez. No conozco su nombre verdadero ni tengo la menor idea acerca de a qué se dedica cuando no irrumpe en mi vida. Nunca sé cuándo ni bajo qué disfraz reaparecerá. Ni falta que me hace, la verdad. En cualquier caso, mi vida erótica es mucho más divertida y estimulante desde que él (¿o debería decir esa colección de perfectos desconocidos?) juega conmigo de vez en cuando.
Póquer de ases con comodín
En el supuesto de que se hubiera rodado una película en ese bar y Dickie y Niko hubieran sido dos figurantes, a ningún director artístico, por deterioradas que estuvieran sus facultades mentales, se le habría ocurrido juntar a aquellos dos ni, menos aún, pretender que fingieran ser amigos. Pero ni allí había un rodaje que exigiera una mínima verosimilitud en la puesta en escena ni Dickie y Niko interpretaban otro papel que no fuera el suyo propio. Por incongruente que resultase la estampa que componían y por mucho que dieran la impresión de moverse en las antípodas (si no en términos estrictamente geográficos, sí, al menos, en un sentido espiritual) Dickie y Niko, según descubrí más tarde, eran grandes amigos. De hecho, difícilmente se habría podido reunir a dos individuos más antagónicos en apariencia. Para empezar, Dickie (gafas con cristales de culo de botella, metro noventa, pulcritud extrema, manos largas y delicadas, aire flemático y un tanto insípido, cara de no haber roto nunca un plato) parecía la clase de tipo que se pasa la vida devorando libros, escribiendo poemas y hablando en serio: un tipo, en suma, capaz de amargarte la noche si en una cena multitudinaria tienes la mala suerte de sentarte a su lado. Por el contrario, Niko (apenas un metro sesenta y cinco, camiseta sin mangas empapada de sudor, cuerpo robusto y musculoso de estibador, aspecto decidido e insolente, mirada intensa, inquieta y hambrienta de buscavidas, aunque con una expresión vagamente cerril) pertenecía a la clase de tipos que una prefiere no encontrarse a ciertas horas en un suburbio desierto, aunque, siendo como soy mujer de pocos prejuicios, estoy dispuesta a admitir que existe la posibilidad de que tras un aspecto tan bronco, rudo y pendenciero palpite un corazón de oro macizo. De cualquier forma, Niko distaba mucho de ser el tipo que uno elegiría para departir con él sobre los fascinantes efectos de la ausencia de comas en la obra de X. Claro que yo no tenía la menor intención de embarcarme en una conversación semejante. Acababa de conocer a mi padre biológico a la edad relativamente avanzada de veintisiete años y habría dado lo que fuera por olvidar este hecho. No negaré que, como todo hijo de padre desconocido, había fantaseado en torno a la identidad de mi progenitor pero, a diferencia de otros, yo siempre había tenido la sensatez de no tratar de averiguar la verdad. Por otra parte, mis conjeturas acerca del enigma de mi paternidad se habían convertido en un excelente antídoto contra el insomnio. Así habrían seguido las cosas de no ser porque hace algo más de una semana, un tipo imparcialmente vulgar y poco atractivo llamó de improviso a mi puerta y, tras informarme de que era mi padre, me dijo que las cosas no podían irle peor; estaba sin blanca, su tercera mujer lo había echado de casa, sus hijos no querían saber nada de él (imaginé que hacían bien) y yo era la única persona de este mundo que podía ayudarlo permitiéndole que se alojara una temporada en mi casa, el tiempo suficiente para conseguir un trabajo. Acepté a regañadientes pero tres días de convivencia me bastaron para comprender con absoluta claridad que tenía que librarme de él como fuese. Saqué mis ahorros del banco y se los di, con la única condición de que desapareciera de mi vida. No vayan a creer que me arrepiento de mi actitud; digamos que habría preferido que aquel hombre imparcialmente vulgar y poco atractivo que se presentó de improviso en mi casa hubiera sido el inspector de Hacienda, un testigo de Jehová en misión evangelizadora o un psicópata asesino, cualquier cosa antes que mi padre biológico. Me habría ahorrado el mal trago y una larga y árida sucesión de noches de insomnio, pues aunque traté de seguir con mis especulaciones nocturnas acerca de la identidad de mi progenitor, como si nada hubiera sucedido, mis fantasías me habían quedado fláccidas y no surtían el menor efecto contra el insomnio. Además, el rostro y los modales de aquel individuo ordinario y estúpido (en los tres días que estuvo en mi casa no había observado en él indicios susceptibles de revocar mi primera impresión) volvían a atormentarme en cuanto me metía en la cama y apagaba la luz, con lo que mi paisaje interior quedaba considerablemente afeado. Fueron el insomnio y la irritación que provocaba en mí el hecho de que aquel individuo imparcialmente vulgar se hubiera incrustado en mi vida interior sin que mediase invitación alguna por mi parte los que me llevaron de madrugada al bar donde encontré a Dickie y a Niko. Y fue mi determinación a no dormir sola esa noche, unida a la incongruencia que se desprendía de aquel extraño tándem, lo que finalmente me impulsó a abordarlos. Obviaré aquí los trámites mediante los que les di a entender a aquellos dos cuáles eran mis proyectos a corto plazo. Baste decir que ambos (cada cual a su manera, por supuesto) se prestaron de inmediato y sin condiciones a colaborar conmigo en la realización de los mismos. Apenas una hora después, yo estaba desnuda en mi cama. Todavía no habíamos pasado a mayores, pero yo estaba encantada con el espectáculo que me ofrecían Dickie y Niko, también desnudos, discutiendo sin alterarse cuestiones de procedimiento y con sus dulces pollas cabeceando, enhiestas e inquietas.