– Déjame empezar a mí, por favor -le suplicaba Dickie a su amigo-. Estoy que reviento después de haberle manoseado las tetitas y el coñito húmedo; y, al fin y al cabo, tú ya hiciste el amor anteayer.
– Oye, macho, es que eres muy lento. Te tomas lo de follar con tanta calma que puedes estar bombeando dos horas seguidas, joder. Y yo, mientras tanto, ¿qué hago? ¿Cascármela y aplaudir?
– El culo -apuntó Dickie escuetamente.
– Nada de culos. Contigo siempre me toca el culo. Quiero coño.
– Te prometo que iré rápido.
– Venga, macho, eso no te lo crees ni harto de vino.
– Si me dejas follar primero, te pago tu parte del alquiler de este mes.
– De este mes y del próximo -apostilló Niko, revelando un firme talento para la negociación.
– Vale -aceptó Dickie-. Está en paro, ¿sabes? -añadió dirigiéndose a mí al tiempo que llevaba a cabo las primeras maniobras de penetración. Tenía un instrumento de calibre considerable y lo manejaba con aplicación y parsimonia, como si una voz interior le dictase sobre la marcha un pormenorizado modo de empleo.
– Estás empapada. ¿Siempre eres tan hospitalaria?
– Estoy contemplando seriamente la posibilidad de abrir un hotel.
Sacó la polla, que estaba reluciente de mis jugos, y la contempló unos instantes, con la actitud de un entomólogo que se enfrenta a un insecto no documentado. Niko hizo un gesto de desesperación.
– Oye, chaval, si empiezas a hacer pausas publicitarias, nos vamos a tirar aquí una semana. Y tú no le des conversación, joder, que el chico ya es bastante lento de por sí.
– Si quieres, te la chupo -ofrecí yo en un arranque de caridad cristiana.
Niko no se hizo de rogar. Hincado de rodillas en la cama, me inhabilitó por completo para la charla.
En esas circunstancias estaba yo, con dos trabucos trabajando duro, el uno para no vaciarse inmediatamente en mi boca, el otro para hacerlo lo antes posible en mi coño, cuando se abrió la puerta de mi habitación y -¡oh, visión pavorosa surgida de mis más negras pesadillas!- entró mi padre. Dickie y Niko dejaron de mover el rabo durante unos instantes, pero ninguno de ellos renunció al cálido orificio que los cobijaba, de forma que no pude gritar como sin duda lo habría hecho de estar expedito el camino. Para mi absoluta desesperación, oí que Niko decía:
– ¡Hola, colega! No te preocupes; enseguida acabamos y te dejamos vía libre. Tienes una colega cojonuda, una tía sin manías ni tonterías. Cachonda de verdad, ¿eh? Acabamos de conocerla y ya ves…
A punto estuve de arrancarle la polla de un mordisco, pero me apiadé. No era mal tipo y, por otro lado, ¿cómo iba a saber que aquel hombre era mi padre? Además, supuse que mi padre, movido por un último vestigio de decencia, daría media vuelta y se largaría. Desde luego no podía ir más desencaminada. Vi que mi padre se sacaba el cipote de la bragueta al tiempo que se acercaba a nuestro grupo, y empezaba a meneársela. Contra todo pronóstico, ver la polla gorda de mi desagradable progenitor me excitó. Imagino que los movimientos de mi culo y mis caderas se hicieron más perentorios porque las embestidas de Dickie arreciaron en cuanto a ritmo y violencia, como en un eco de mi propia urgencia.