Era aquí donde vivía Six, en medio de un enorme complejo de edificios llamado Mozart Estate, un laberinto interminable de ladrillo londinense: docenas de terrazas y bloques de pisos que se extendían hasta Kilburn Lane. Pensada como cualquier otra urbanización de viviendas de protección oficial para aliviar la superpoblación de los pisos a los que sustituía, con el tiempo el lugar se había vuelto tan desagradable como sus predecesores. De día, parecía relativamente inofensivo, puesto que había poca gente por las calles, salvo los ancianos que iban de camino a la tienda del barrio para buscar una barra de pan o un cartón de leche. De noche, sin embargo, era otro tema, porque los habitantes del complejo llevaban tiempo viviendo al margen de la ley, traficando con drogas, armas y violencia, ocupándose adecuadamente de cualquiera que intentara detenerlos.
Six vivía en uno de los bloques de pisos. Se llamaba Farnaby House: tenía tres pisos de altura, se accedía a él a través de una gruesa puerta de seguridad de madera, constaba de balcones para holgazanear en verano, el suelo de los pasillos era de linóleo y las paredes estaban pintadas de amarillo. Desde fuera, no parecía en absoluto un mal sitio para vivir; pero una inspección más detenida revelaba que la puerta de seguridad estaba rota, las pequeñas ventanas de al lado estaban rajadas o tapiadas, el olor a orina invadía la entrada y las paredes del pasillo estaban decoradas con agujeros.
El piso que ocupaba la familia de Six era un lugar de mal olor y ruido. El olor predominantemente era el del humo de tabaco viciado y de ropa sucia, mientras que el ruido provenía del televisor y del karaoke de segunda mano que la madre de Six le había regalado en Navidad. Potenciaría, se había dicho, el sueño de su hija de ser una estrella del pop. También esperaba, pero no lo reconocía en voz alta, que la mantuviera alejada de las calles. El hecho de que no hiciera ninguna de las dos cosas era algo que la madre de Six no sabía; la mujer habría hecho la vista gorda si algo en el comportamiento de su hija lo hubiera sugerido. La pobre tenía dos trabajos para poder vestir a los cuatro hijos -de siete- que aún vivían con ella. No tenía ni el tiempo ni la energía suficientes para preguntarse qué hacían sus retoños mientras ella limpiaba habitaciones en el Hyde Park Hilton o planchaba sábanas y fundas de almohada en la lavandería del Dorchester Hotel. Como la mayoría de las madres en su situación, quería algo mejor para sus hijos. Que tres de ellos ya estuvieran siguiendo sus pasos -solteras y pariendo regularmente bebés de distintos hombres inútiles-, lo achacaba a las ganas de fastidiar. Que tres de los otros cuatro fueran por el mismo camino, simplemente no quería reconocerlo. Sólo uno de este último grupo asistía al colegio con regularidad. En consecuencia, lo apodaban el Profesor.
Cuando Ness llegó a Farnaby House, cruzó la puerta de seguridad rota, subió un tramo de escaleras y encontró a Six entreteniendo a Natasha en el cuarto que compartía con sus hermanas. Natasha estaba sentada en el suelo, aplicando una capa viscosa de esmalte púrpura a sus uñas cortas y anchas que ya llevaba pintadas de rojo, mientras Six agarraba el micrófono del karaoke cerca de su pecho y bailaba contoneándose una canción antigua de Madonna. Cuando Ness entró, Six llevó a Madonna al siguiente nivel. Saltó de la cama sobre la que había estado actuando y se meneó alrededor de Ness al son de la música antes de acercarse, atraerla hacia ella y darle un beso con lengua.
Ness la apartó y soltó un taco que le habría valido una multa severa si su tía la hubiera oído. Se secó la boca ferozmente en una almohada que cogió de una de las tres camas del cuarto. Ese gesto dejó dos manchas de pintalabios rojo sangre, una en la funda y la otra como un corte en su mejilla.
En el suelo, Natasha se rió perezosamente, mientras Six -que nunca perdía el ritmo- se giraba hacia ella. Natasha aceptó el beso bastante encantada, la boca abierta al máximo para recibir tanta lengua como Six estuviera dispuesta a darle. Estuvieron así tanto rato que a Ness se le revolvió el estómago y apartó la vista. Al hacerlo, miró a su alrededor y encontró la fuente de la falta de inhibición de sus amigas. Sobre la cómoda había un espejo de mano, cristal arriba, con los restos de un polvo blanco espolvoreado por encima.
– ¡Mierda! -dijo Ness-. ¿No me habéis esperado? Aún os queda material, ¿o sólo hay eso, Six?
Six y Natasha se separaron.
– Te dije que vinieras anoche, ¿no? -dijo Six.
– Sabes que no puedo -dijo Ness-. Si no llego a casa antes de… Mierda. Mierda. ¿Cómo la habéis conseguido?
– La ha pillado Tash -dijo Six-. Hay coca y coca, ¿verdad?
Las dos chicas se rieron amigablemente. Como Ness había averiguado, tenían un acuerdo con varios de los chicos camellos que cubrían en bici las rutas desde uno de los principales proveedores de West Kilburn hasta aquellos consumidores de la zona que preferían quedarse en casa en lugar de ir a algún sitio a comprar la droga: arañaban un poco de material de seis o siete bolsas a cambio de una felación. Natasha y Six se turnaban para hacerlas, aunque siempre compartían la mercancía que recibían como pago.
Ness cogió el espejo, se humedeció el dedo y limpió el poco polvo que quedaba. Se lo frotó por las encías, con poco efecto. Al hacerlo, notó que empezaba a crecerle una piedra dura y caliente en medio del pecho. No soportaba quedarse fuera mirando, y ahí era donde se encontraba en estos momentos. También sería donde continuaría estando si no podía sumarse al colocón de las chicas.
Se giró hacia ellas.
– ¿Tenéis hierba?
Six negó con la cabeza. Se dirigió bailando hacia la máquina de karaoke y la apagó. Natasha la miró con ojos centelleantes. No era ningún secreto que Natasha, dos años menor, veneraba todo lo referente a Six, pero, esta mañana en particular, a Ness esta idolatría la irritó, en especial por el papel que había jugado Natasha la noche anterior pillando para ella y Six y excluyendo a Ness.
– Joder, ¿sabes qué pareces, Tash? -le dijo a Natasha-. Una bollera. ¿Quieres comerte a Six para cenar?
Six entrecerró los ojos al oír aquello y se dejó caer sobre la cama. Rebuscó en una pila de ropa que había en el suelo, cogió unos vaqueros y sacó un paquete de tabaco de uno de los bolsillos. Encendió uno y dijo:
– Eh, cuidado con lo que dices, Ness. Tash es legal.
– ¿Por qué? -dijo Ness-. ¿Tú también lo eres?
Este era el tipo de comentario que podría haber provocado que Six se peleara con Ness, pero Six se resistía a que algo alterara la sensación placentera de estar colocada. Además, sabía por qué estaba contrariada Ness y no iba a dejarse manipular porque no fuera capaz de decir las cosas directamente. Six era una chica que no se andaba con medias tintas con los demás. Había aprendido a ser franca desde pequeña. Era la única forma de que se escuchara su voz en la familia.
– Puedes ser una de nosotras con o sin material. A mí me da igual. Tú decides. A mí y a Tash nos caes bien, pero no vamos a cambiar nuestras costumbres porque a ti te convenga, Ness. -Y luego le dijo a Natasha-: ¿Te parece bien, Tash?
Natasha asintió, aunque no tenía la menor idea de qué estaba hablando Six. Ella misma llevaba tiempo siendo un perrito faldero, necesitaba que alguien que supiera adónde iba la condujera por la vida, para que ella -Natasha-jamás tuviera que pensar o tomar una decisión por sí misma. Por lo tanto, le parecía «bien» casi todo lo que sucediera a su alrededor, siempre que lo originara el objeto actual de su devoción parasitaria.
El pequeño discurso de Six puso a Ness en una mala situación. No quería ser vulnerable -a ellas o a cualquier otra persona-, pero necesitaba a las dos chicas por la compañía y la forma de evadirse que le proporcionaban. Buscó un modo de volver a conectar con ellas.
– Fumémonos un piti -dijo, e intentó parecer aburrida con todo aquel asunto-. De todos modos, es demasiado pronto para mí.