– Pero acabas de decir…
Six interrumpió a Natasha. No le apetecía discutir.
– Sí, joder -reconoció-, es demasiado pronto.
Le lanzó el tabaco y el encendedor de plástico a Ness, que sacudió el paquete para sacar un cigarrillo, lo encendió y le dio la cajetilla y el mechero a Natasha. Con este gesto, alcanzaron una forma de paz que les permitió planear el resto del día.
Durante semanas, sus días habían seguido un patrón. La mañana la pasaban en el piso de Six, donde su madre no estaba, su hermano se había ido al colegio y sus dos hermanas a veces seguían en la cama y a veces se pasaban por los pisos de sus tres hermanos mayores que, junto con sus hijos, vivían en dos de las otras urbanizaciones de la zona. Ness, Natasha y Six dedicaban este tiempo a peinarse, pintarse las uñas, maquillarse y escuchar música en la radio. El día se ampliaba a partir de las once y media, hora en que exploraban las posibilidades de Kilburn Lane, donde intentaban mangar tabaco en el kiosco, ginebra en la licorería, vídeos usados en el Apollo Video y cualquier cosa que pudieran en el Al Morooj Market. Su éxito era limitado, puesto que su aparición en escena intensificaba las sospechas de los propietarios de cada uno de estos establecimientos. Estos mismos propietarios a menudo amenazaban a las chicas con avisar que hacían novillos, una forma de intentar intimidarlas que ninguna se tomaba en serio.
Cuando el destino que elegían no era Kilburn Lane, iban a Queensway en Bayswater, a un trayecto de autobús de Mozart Estate, donde abundaban las atracciones en forma de cibercafés, el centro comercial Whiteley's, la pista de hielo, algunas tiendas y una tienda de móviles -música para los oídos de su mayor deseo-. Porque los móviles eran el único objeto sin el cual una adolescente de Londres no podía sentirse completa. Así que cuando las chicas iban de peregrinaje a Queensway, siempre convertían la tienda de móviles en el último santuario que pensaban visitar.
Allí, habitualmente les pedían que se marcharan. Pero aquello no hacía más que estimular sus ganas de obtener uno de esos teléfonos. El precio de un móvil estaba muy por encima de sus posibilidades -en especial porque carecían de posibilidades-, pero no por eso borraban los móviles de sus planes.
– Podríamos mandarnos mensajes -señaló Six-. Tú podrías estar en un sitio y yo en otro; lo único que necesitamos es ese móvil, Tash.
– Sí -dijo Natasha suspirando-. Podríamos mandarnos mensajes.
– Planear dónde quedar.
– Intentar pillar, cuando lo necesitemos, a uno de los chicos.
– También. Hay que conseguir un móvil. ¿Tú tía tiene, Ness?
– Sí.
– ¿Por qué no se lo mangas?
– Porque si se lo mango, la tendré encima controlándome todo el día. Y me gusta no tenerla encima controlándome todo el día.
Aquello no era mentira. Teniendo el sentido común y la disciplina de restringir sus salidas nocturnas a los fines de semana, estando en casa con el uniforme del colegio cuando su tía regresaba de la tienda benéfica o de una clase de masajes, fingiendo que hacía un mínimo de deberes en la mesa de la cocina mientras Joel sí los hacía, Ness había logrado ocultar su vida a Kendra. Tenía sumo cuidado con todo esto, y las ocasiones en que bebía demasiado y no podía arriesgarse a que la vieran en casa, llamaba religiosamente a su tía y le decía que iba a quedarse a dormir en el piso de Six.
– ¿Qué nombre es ese? -quiso saber Kendra-. ¿Six? ¿Se llama Six?
Su verdadero nombre era Chinara Kahina, le contó Ness. Pero su familia y sus amigos siempre la llamaban Six, por el lugar que ocupó al nacer, el segundo hijo, por la cola, de la familia.
La palabra «familia» otorgaba una legitimidad a Six que a Kendra le daba una sensación falsa de seguridad y propiedad. Si hubiera visto qué era una «familia» en casa de Six, si hubiera visto la casa en sí y lo que sucedía ahí dentro, Kendra no habría agradecido tan rápidamente que Ness hubiera encontrado una amiga en el barrio. Así las cosas, y como su sobrina no le daba ningún motivo para la sospecha, Kendra se permitía creer que todo iba bien. A su vez, aquello le daba la oportunidad de retomar sus planes profesionales en relación con los masajes y recuperar su amistad con Cordie Durelle.
Esta amistad había sufrido desde que a Kendra le cayeron encima los niños Campbell. Sus noches de chicas se habían pospuesto con la misma regularidad con que en su día las habían disfrutado, y las largas conversaciones telefónicas que eran uno de los distintivos de su relación se habían acortado hasta metamorfosearse finalmente en promesas de «te llamo pronto, cielo», sólo que «pronto» no llegaba nunca. Sin embargo, en cuanto la vida en Edenham Way desarrolló lo que a Kendra le pareció un patrón, fue capaz de recuperar poco a poco los días y las noches que vivía antes de la llegada de los Campbell.
Empezó con el trabajo: como ya no necesitaba esa hora libre al día que reducía su nómina y que le habían dado en la tienda benéfica para ocuparse de las necesidades de sus sobrinos, reanudó su empleo de jornada completa. Se reincorporó a un curso en el instituto de formación profesional Kensington and Chelsea, así como a los masajes de demostración en el polideportivo del centro comercial de Portobello Creen. Se sentía suficientemente confiada respecto a cómo les iba a los Campbell como para ampliar sus masajes de demostración a dos gimnasios más de la zona; cuando gracias a ello consiguió sus tres primeros clientes habituales, empezó a sentir que la vida estaba arreglándose sola. Así que el día que Cordie apareció en la tienda benéfica una tarde lluviosa, poco después de la experiencia del beso con lengua de Ness con Six, Kendra se alegró muchísimo de verla.
Estaba esperando a Joel y a Toby, ya que se acercaba la hora en que los chicos iban a casa desde el centro de aprendizaje, que estaba más arriba en esa misma calle. Cuando sonó la campana de la puerta de la tienda, levantó la vista de lo que estaba haciendo -intentar exponer de manera atractiva una donación pésima de bisutería de los setenta-; entonces, vio a Cordie en la puerta en lugar de a los chicos, sonrió y dijo:
– Sácame de aquí, nena.
– Habrás encontrado a un pedazo de hombre -observó Cordie-. Me lo imagino haciéndotelo tres veces al día, y tú ahí tumbada gimiendo y sin pensar en nada más. ¿Me equivoco, señorita Kendra?
– ¿Estás de coña? Hace tanto tiempo que no estoy con un tío que ni sé en qué se diferencian de nosotras -respondió Kendra.
– Bueno, menos mal -dijo Cordie-. Te juro por Dios que empezaba a pensar que te tirabas a mi Gerald y que me evitabas porque sabías que te lo vería en la cara. Aunque deja que te diga, putilla, que te agradecería que te lo hicieras con Gerald. Me librarías de follar todas las noches.
Kendra se rió con compasión. Hacía tiempo que la libido de Gerald era la cruz que su mujer se veía obligada a llevar. En combinación con su determinación de tener un hijo con ella -ya tenían dos niñas-, esa libido hacía que el principal requisito de su matrimonio fuera que Cordie estuviera dispuesta a acostarse con él. Siempre que ella se mostrara ansiosa al principio y saciada sexualmente al final, Gerald no advertía que en el medio se quedaba mirando al vacío y se preguntaba si algún día su marido se daría cuenta de que tomaba la píldora en secreto.
– ¿Ya ha atado cabos? -le preguntó Kendra a su amiga.
– No, por Dios -dijo Cordie-. El ego del hombre basta para que piense que me muero por ir pariendo hijos hasta que él consiga lo que quiere.
Avanzó hacia el mostrador. Aún llevaba, vio Kendra, la mascarilla del uniforme de las manicuras del salón de belleza Princesa Europea y Afro, situado un poco más abajo en la misma calle. Le colgaba del cuello, como un cuello isabelino, y completaba su conjunto de bata púrpura de poliéster y zapatos casi de médico. Hija de padre etíope y madre keniata, Cordie tenía la piel muy negra y un aspecto majestuoso, con su cuello elegante y un perfil que parecía sacado de una moneda. Pero teniendo en cuenta la ropa que la peluquería exigía llevar a sus trabajadoras, ni siquiera unos buenos genes, un rostro perfectamente simétrico, una piel excelente y el cuerpo de una maniquí podían hacer que pareciera una modelo.