Con el corazón latiéndole en los oídos con tanta fuerza que apenas oía a la mujer al otro lado del hilo telefónico, le había dicho a la responsable de Admisiones:
– Cuánto siento la confusión. Justo después de inscribir a Ness y a su hermano, tuvo que ir a Bradford a ayudar a cuidar a su madre.
Cómo se le ocurrió la idea de Bradford, habría sido incapaz de decirlo. Ni siquiera estaba segura de poder localizarlo rápidamente en el mapa, pero sabía que tenía una población inmigrante considerable, pues se habían producido disturbios tiempo atrás: asiáticos, negros y los cabezas rapadas de la ciudad, todos dispuestos a matarse entre ellos para demostrar lo que fuera que, al parecer, sintieran la necesidad de demostrar.
– Entonces, ¿va al colegio en Bradford? -preguntó la señora Harper.
– Está yendo a clases particulares -dijo Kendra-. Volverá mañana, precisamente.
– Ya veo. Señora Osborne, en realidad tendría usted que haber llamado…
– Por supuesto. De algún modo, yo… Su madre ha estado mal. Es una situación extraña. Ha tenido que vivir alejada de los niños…, de sus hijos…
– Ya veo.
Pero, naturalmente, no veía ni podía ver, y Kendra no tenía ninguna intención de levantar el velo de su oscuridad. Sólo necesitaba que la señora Harper creyera esas mentiras porque necesitaba que Ness tuviera una plaza en el colegio Holland Park.
– Entonces, ¿dice que volverá mañana? -preguntó la señora Harper.
– Esta noche voy a recogerla a la estación.
– Creía que había dicho mañana.
– Me refería al colegio. A menos que se ponga enferma. Si fuera el caso, la llamaría enseguida… -Kendra dejó que su voz se apagara y esperó la respuesta de la otra mujer.
Al cabo de un momento, dio gracias al cielo por que Glory Campbell hubiera obligado a todos sus hijos a hablar una forma aceptable de inglés. En estas circunstancias, ser capaz de pronunciar un discurso gramaticalmente correcto con un acento aceptable le fue muy útil. Sabía que le daba más credibilidad de la que habría tenido si hubiera recurrido al dialecto que la señora Harper sin duda había esperado oír al otro lado del hilo telefónico cuando había cursado la llamada.
– Se lo haré saber a sus profesores, entonces -dijo la señora Harper-. Y, por favor, la próxima vez manténganos informados, señora Osborne.
Kendra se negó a mostrarse ofendida por la advertencia de la responsable de Admisiones. Tan agradecida estaba de que la mujer hubiera aceptado su historia improbable sobre que Ness estaba cuidando a Carole Campbell que, salvo que la hubiera insultado directamente, habría tolerado cualquier comentario de la señora Harper. Se sintió aliviada por haber sido capaz de improvisar una historia, pero poco después de colgar, el hecho de haberse visto en la obligación de inventarse esa historia provocó que se pusiera a andar por la tienda. Aún seguía haciéndolo cuando Joel y Toby se pasaron de camino a casa desde el centro de aprendizaje.
Toby llevaba un cuaderno de ejercicios en cuyas páginas habían pegado adhesivos vistosos que celebraban la finalización exitosa de los ejercicios de fonética que tenían que ayudarle con la lectura. En el flotador, tenía más pegatinas que decían «¡Bien hecho!», «¡Excelente!» y «¡En plena forma!»; las tenía en azul, rojo y amarillo brillante. Kendra las vio, pero no hizo ningún comentario, sino que le dijo a Joeclass="underline"
– ¿Dónde ha estado yendo cada día?
Joel no era estúpido, pero estaba atado por la norma de no chivarse. Frunció el ceño y se hizo el tonto.
– ¿Quién?
– No finjas que no sabes de qué te hablo. La responsable de Admisiones me ha llamado. ¿Adónde ha estado yendo Ness? ¿Está con esa chica…? ¿Cómo se llama? ¿Six? ¿Y por qué no la conozco?
Joel bajó la cabeza para evitar responder.
– Mira mis pegatinas, tía Ken. He tenido que comprarme un comic porque ahora ya tengo suficientes pegatinas. He elegido Spiderman. Está en la mochila de Joel.
La referencia a la mochila hizo que Kendra cayera en la cuenta de qué había estado haciendo Ness; se maldijo por haber sido tan tonta. Así que cuando volvió a casa aquella noche -se quedó con Joel y con Toby hasta que llegó la hora de cerrar la tienda, para que el chico mayor no tuviera la oportunidad de advertir a su hermana sobre qué tramaba-, lo primero que hizo fue coger la mochila de Ness del respaldo de la silla, allí donde la chica la había colgado. Kendra la abrió sin miramientos y vació el contenido sobre la mesa de la cocina, donde Ness estaba charlando con alguien por teléfono mientras hojeaba ociosamente el folleto más reciente del instituto Kensington and Chelsea, como si realmente tuviera pensado hacer algo con su vida.
Ness desvió la mirada del folleto a sus pertenencias y, de ahí, a la cara de su tía.
– Tengo que dejarte -dijo, y colgó; miró a Kendra con una expresión que podría describirse como cautelosa, si no fuera también tan calculadora.
Kendra revisó el contenido de la mochila. Ness miro detrás de su tía, donde Joel observaba desde la puerta. Entrecerró los ojos mientras evaluaba a su hermano y su potencial como chivato. Lo descartó. Joel era legal. La información, decidió, debía de proceder de otra fuente. ¿Toby? No era nada probable, se dijo. Por lo general, Toby estaba en las nubes.
Kendra intentó leer el contenido de la mochila de Ness como un sacerdote que practica la adivinación. Desenrolló los vaqueros y extendió la camiseta negra, cuya inscripción dorada «chocho prieto» provocó que acabara directamente en la basura. Apartó el maquillaje, el esmalte de uñas, la laca, las cerillas y el tabaco, y metió las manos en las botas de tacón para ver si había algo escondido dentro. Por último, inspeccionó los bolsillos de los vaqueros, donde encontró un paquete de Wrigley's de menta y uno de papel de liar, que cogió con un gesto de triunfo desventurado propio de alguien que ve la materialización del peor de sus temores.
– ¿Y bien? -dijo.
Ness no dijo nada.
– ¿Qué tienes que decir?
Arriba, en el salón, el televisor se encendió, el sonido a un volumen irritante que anunciaba a todo el mundo a doscientos metros a la redonda que alguien en el 84 de Edenham Way estaba viendo Toy Story 2 por duodécima vez. Kendra lanzó una mirada a Joel. El chico la interpretó y se escabulló escalera arriba para ocuparse de Toby y del volumen del televisor. Se quedó allí, pues sabía que la prudencia dictaba alejarse de las situaciones explosivas.
Repitió la pregunta. Ness alargó la mano al paquete de tabaco y cogió la carterita de cerillas de entre el contenido de la mochila extendido por la mesa.
Kendra se lo arrebató y lo tiró al fregadero de la cocina. Le siguieron los cigarrillos.
– Dios mío, ¿qué me dices de tu padre? -dijo gesticulando con el papel de liar-. Él comenzó con la hierba. Lo sabes. Te lo dijo, ¿verdad? No habría fingido. Contigo no. Incluso ibas con él a Saint Aidan's y le esperabas en la guardería. Durante las reuniones. Me lo contó, Ness. ¿A qué crees que venía todo eso? Contéstame. Dime la verdad. ¿Crees que eres inmune?
Ness sólo tenía un modo de sobrevivir a una referencia sobre su padre como aquélla: retirarse, tomar distancia suficiente, algo que le permitía que la piedra caliente que siempre llevaba dentro creciera de tamaño hasta notar que ascendía y le quemaba detrás de la lengua. Cuando la ira despertaba en su interior, sentía desprecio. Desprecio por su padre -que era la única emoción segura que podía albergar hacia él- e incluso más desprecio por su tía.
– ¿Qué es lo que te jode tanto? Fumo tabaco de liar. Vaya mierda, siempre piensas lo peor.
– Habla como te enseñaron, Vanessa. Y no me digas que es para liar cigarrillos cuando llevas un paquete de tabaco enorme dentro de la mochila. Pienses lo que pienses, no soy estúpida. Estás fumando hierba. Haces novillos. ¿Qué más estás haciendo?