– Te dije que no me pondría esa mierda -dijo Ness.
– ¿Quieres que piense que todo esto es una reacción por tener que llevar un uniforme que no te gusta? ¿Te crees que soy tonta? ¿Con quién has estado todas estas semanas? ¿Qué has estado haciendo?
Ness cogió el paquete de Wrigley's. Lo utilizó para señalar a su tía, un movimiento que pedía -sin intención sarcástica- si podía mascar chicle, puesto que, al parecer, no le iba a permitir fumar.
– Na'.
– Nada -la corrigió Kendra-. «Na-da.» Nada. Dilo.
– Nada -dijo Ness. Dobló un chicle y se lo metió en la boca. Jugó con el envoltorio, enrollando el papel de plata en su dedo índice, con la mirada fija en él.
– ¿Nada con quién?
Ness no contestó.
– Te he preguntado…
– Con Six y Tash, ¿vale? -la interrumpió-. Six y Tash. Nos quedamos en su casa. Escuchamos música. Eso es todo.
– ¿Ella es tu camello? ¿Esa tal Six?
– Venga ya. Es mi amiga.
– Entonces, ¿por qué no la conozco? Porque te está suministrando y sabes que me daré cuenta. ¿No es cierto?
– Joder. Ya te he dicho para qué es el papel. Vas a creer lo que quieras creer. Además, ni que tú quisieras conocer a alguien.
Kendra vio que Ness intentaba darle la vuelta a la tortilla, pero no iba a permitírselo. Así que habló con angustia:
– No puedo consentirlo. ¿Qué te ha pasado, Vanessa? -dijo con ese grito de desesperación paterno antiquísimo que, por lo general, va seguido de la pregunta interna: «¿Qué he hecho mal?».
Pero después de la primera pregunta, Kendra no se formuló a sí misma la segunda, porque en el último momento se dijo que aquéllos no eran sus hijos y, técnicamente, ninguno de ellos debería ser problema suyo. Puesto que tenían un impacto en su vida, sin embargo, intentó enfocar las cosas de otra manera, sin saber que sus palabras pronunciaban la única pregunta con menos probabilidades de producir un resultado positivo.
– ¿Qué diría tu madre, Vanessa, si viera cómo te estás comportando ahora?
Ness cruzó los brazos debajo de los pechos. No dejaría que la conmoviera de esa manera, no con referencias al pasado o con pronósticos sobre el futuro.
Aunque Kendra no sabía exactamente qué tramaba Ness, llegó a la conclusión de que fuera lo que fuera, estaba relacionado con drogas y, muy probablemente, por su edad, con chicos. Todo aquello implicaba malas noticias. Pero más allá de eso, Kendra no sabía nada, aparte de lo que sucedía en los complejos de viviendas de protección oficial que rodeaban North Kensington, y de eso sabía mucho. Compra de drogas. Artículos de contrabando que cambiaban de manos. Atracos. Robos en casas. Alguna que otra agresión. Bandas de chicos que buscaban pelea. Bandas de chicas que buscaban lo mismo. El mejor modo de evitarse problemas era ir por el estrecho camino definido por el colegio, la casa y nada más. Al parecer, no era lo que Ness había estado haciendo.
– No puedes hacer esto, Ness -le dijo-. Vas a hacerte daño.
– Sé cuidar de mí misma -contestó la chica.
Ese era el tema, por supuesto, porque Kendra y Ness tenían un concepto totalmente distinto de lo que significaba cuidar de uno mismo. Los tiempos difíciles, la enfermedad, la decepción y la muerte habían enseñado a Kendra que tenía que arreglárselas sola. Esas mismas cosas y más habían enseñado a Ness a huir, tan deprisa y tan lejos como su mente y su voluntad le permitieran.
Así que Kendra formuló la única pregunta que quedaba por hacer, la que esperaba que hiciera reaccionar a su sobrina y moldeara su conducta de ahora en adelante.
– Vanessa -dijo-, ¿quieres que tu madre sepa cómo te estás comportando?
Ness dejó el análisis que estaba haciendo del envoltorio del chicle, alzó la vista y ladeó la cabeza.
– Sí, claro, tía Ken -contestó al fin-, como si fueras a contárselo.
Era un desafío directo, nada menos. Kendra decidió que había llegado el momento de aceptarlo.
Capítulo 4
Si bien Kendra podría haberlos llevado en coche, optó por el autobús y el tren. A diferencia de Glory, que en el pasado siempre había acompañado a los niños Campbell a visitar a su madre porque estaba desempleada, Kendra tenía un trabajo con el que cumplir y una carrera que desarrollar, así que después de esta visita los niños iban a tener que realizar el viaje para ver a Carole Campbell sin ella. Para poder hacerlo, necesitarían saber cómo ir y volver solos.
Kendra consideraba crucial para el plan del día que Ness no supiera adónde iban inicialmente. Si lo sabía, echaría a correr, y Kendra necesitaba su colaboración, aunque Ness no fuera consciente de que la estaba dando. Quería que Ness viera a su madre -por razones que no podía explicarse a sí misma ni a la chica- y también quería que Carole Campbell viera a Ness. Porque en su día madre e hija tuvieron un vínculo, incluso en las temporadas más terribles de Carole.
Comenzaron su viaje en el autobús número 23 hasta la estación de Paddington. Como era sábado, el autobús estaba abarrotado, puesto que la ruta los llevaría al principio de Queensway, donde, los fines de semana, multitud de niños llenaban las tiendas, los cafés, los restaurantes y los cines. En realidad, Ness creía que iban allí, y cuando se acercaba la parada correspondiente en Westbourne Grove, el hecho de que la chica se levantara automáticamente y empezara a dirigirse hacia las escaleras -pues se habían apretujado en el piso de arriba del autobús- proporcionó a Kendra mucha información sobre dónde había pasado el tiempo su sobrina durante los días en que debería haber estado en el colegio.
Kendra cogió a Ness por la chaqueta cuando la chica comenzó a andar por el pasillo.
– No es aquí, Vanessa -dijo, y la sujetó hasta que el autobús empezó a moverse de nuevo.
Ness miró a su tía y luego a las vistas de la esquina de Queensway, que desaparecían rápidamente. Entonces, volvió a mirar a su tía. Se dio cuenta de que la habían engañado de algún modo, pero aún no sabía cómo, puesto que, con Six y Natasha siempre de compañeras, nunca había ido más allá de Queensway en el autobús número 23.
– ¿Qué es esto? -le dijo a Kendra.
Kendra no contestó, sino que ajustó el cuello de la chaqueta a Toby y le dijo a Joeclass="underline"
– ¿Estás bien, cielo?
Joel asintió. Le habían asignado la tarea de ocuparse de Toby y estaba haciéndolo lo mejor que sabía. Pero la responsabilidad le tenía desesperado. Porque este día, Toby había estado inquieto desde que se había despertado, como si tuviera el conocimiento sobrenatural de adónde iban a ir y qué pasaría cuando llegaran. Por eso había insistido en llevar consigo el flotador inflado y había montado el espectáculo, caminando de puntillas, murmurando y agitando las manos alrededor de la cabeza como si lo atacaran las moscas. Aún fue peor dentro del autobús, donde tampoco quiso quitarse el flotador por nada del mundo. Tampoco accedió a desinflarlo para dejar más espacio a su familia o a los otros pasajeros. Cuando Kendra le sugirió que lo hiciera, dijo «No» y «¡No!», más fuerte y más fuerte, y empezó a gritar que «tenía» que llevarlo porque la abuela iba a ir a buscarlos y que, de todos modos, Maydarc le «había dicho» que lo ayudaba a «respirar» y que se «ahogaría» si alguien se lo quitaba. Ness había dicho «Joder, dejádselo», y se había ocupado ella del asunto, lo que no hizo más que exacerbar una mala situación que ya estaba provocando que todo el mundo se fijara en ellos. Toby se puso a chillar; Ness empezó a gruñir:
– Ya me tienes cabreada, tío. ¿Te enteras, Toby?
Y Joel se encogió y quiso desaparecer.
– Vanessa -le dijo Kendra con firmeza, en parte para calmar la situación, pero en parte también porque Ness tendría que recordar la ruta en el futuro-. Este es el autobús número 23. Lo recordarás, ¿no?
– Tú también estás empezando a joderme, tía Ken -contestó Ness-. ¿Por qué iba a tener que recordarlo? -No añadió «zorra», pero se reflejó en el tono de voz.