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Joel se dirigió a la recepción, la mano de Toby en su mano y su tía detrás. Reconoció a la mujer del mostrador de anteriores visitas, aunque no sabía su nombre. Pero recordaba su cara, que era amarilla y arrugada. Olía muchísimo a tabaco.

Les entregó los pases automáticamente.

– Por favor, procurad llevarlos sujetos a la ropa.

– Gracias -dijo Joel-. ¿Está en su habitación?

La recepcionista los despidió señalando las escaleras.

– Tendréis que preguntar arriba. Andando, pues. No es bueno para nadie que merodeéis por aquí.

Sin embargo, no tendría que ser así. No en el sentido más amplio. La gente iba a aquel lugar -o llegaba allí de mano de su familia, magistrados, jueces o su médico- porque sería bueno para ella, que era otra forma de decir que la curarían, que le devolverían la normalidad v la capacitarían para enfrentarse a la vida.

En el segundo piso, Joel se detuvo en otro mostrador. Un enfermero levantó la vista del terminal del ordenador.

– En la sala de la tele, Joel -dijo, y reanudó el trabajo.

Recorrieron un pasillo de linóleo: a la izquierda se abrían habitaciones; a la derecha se extendían ventanas. Tenían barrotes, igual que las de los pisos inferiores. También tenían las mismas persianas de lamas, de las que declaraban «Institución», ya fuera por su anchura, por la posición torcida o por la cantidad de polvo amontonado en ellas.

Kendra asimiló todo mientras seguía a su sobrino. Nunca había estado en el interior de aquel lugar. Las pocas veces que había ido a ver a Carole, se habían visto fuera porque hacía buen tiempo. Deseó que hoy hubiera hecho buen tiempo, que hubiera hecho un calor anormal para la época del año y tener una buena excusa para continuar evitando este momento.

La sala de la televisión estaba al final del pasillo. Cuando Joel abrió la puerta, los olores le asaltaron. Alguien había estado jugando con los radiadores y el calor infernal resultante fundía los hedores de cuerpos sucios, pañales usados y halitosis colectiva. Toby se detuvo tras cruzar el umbral, luego su cuerpo se tensó mientras retrocedía hacia Kendra. El olor fétido actuaba como sales aromáticas sobre él, alejándole de la seguridad de su mente y sumergiéndole directamente en la realidad. Ahora estaba en el tiempo y el lugar presentes; miró detrás de él como si se planteara salir huyendo.

Kendra lo empujó suavemente hacia el interior de la sala.

– No pasa nada -le dijo. Pero no podía culparle por su titubeo. Ella también quería huir.

Nadie miró en su dirección. En la televisión ponían un torneo de golf y varias personas estaban sentadas delante, los ojos clavados en la acción limitada que ofrece este deporte. En una mesa de juegos, cuatro pacientes más trabajaban en un rompecabezas, mientras en otra, dos ancianas miraban lo que parecía un álbum de boda antiguo. Tres personas más -dos hombres y una mujer- no dejaban de pasearse de pared a pared, mientras en un rincón una persona en silla de ruedas de sexo indeterminado decía con voz débiclass="underline" «Tengo que mear, maldita sea», pero nadie le hacía caso. En la pared, encima de la silla de ruedas, había colgado un poster con un lema que rezaba: «Cuando la vida te da limones, haz limonada». En el suelo, al lado, estaba sentada una chica de pelo largo, que sollozaba en silencio.

Había una persona en la sala entregada a la laboriosidad, de rodillas, fregando el suelo. Estaba justo detrás de la mesa del rompecabezas, trabajando a partir de un rincón de la sala. No tenía cubo, ni cepillo, ni fregona, ni esponja que la ayudaran en su tarea, sólo sus nudillos, que restregaba repetidamente describiendo un arco en el suelo de linóleo.

Joel reconoció a su madre por el tono cobrizo de su pelo, que era parecido al suyo.

– Ahí está -le dijo a su tía, y tiró de Toby para avanzar hacia ella.

– Hoy es Caro, la Limpiadora -dijo una de las señoras del rompecabezas cuando se acercaron-. Va a dejarlo todo como los chorros del oro, eso es. ¡Caro! Tienes compañía, querida.

– Gastando el suelo más bien -terció uno de los compañeros de puzle-. Y dile que haga algo con la nariz de tu hermano.

Joel examinó a Toby. Kendra hizo lo mismo. El labio superior del niño estaba húmedo y brillante. Kendra buscó en su bolso un kleenex o un pañuelo que no tenía, mientras Joel registró la habitación con la mirada en busca de algo para limpiar a Toby. No había nada, así que se vio obligado a utilizar el faldón de su camisa, que luego se remetió en los vaqueros.

Kendra se acercó al cuerpo arrodillado de Carole Campbell e intentó recordar cuándo la había visto por última vez. Hacía meses, creía recordar. O tal vez más incluso, en primavera del año anterior, por las flores, el tiempo y el hecho de que se hubieran visto fuera. Desde entonces, Kendra siempre había estado demasiado ocupada. Miles de proyectos y cientos de obligaciones habían bastado para mantenerla alejada de este lugar.

Joel se agachó al lado de su madre.

– ¿Mamá? -dijo-. Hoy te hemos traído una revista. Yo, Toby y la tía Ken. ¿Mamá?

Carole Campbell continuó limpiando el suelo en vano, describiendo grandes semicírculos sobre el suelo verde apagado. Joel se inclinó hacia delante y dejó el ejemplar de Elle frente a ella.

– Te hemos traído esto -dijo-. Es nueva, mamá.

En realidad, la revista parecía vieja, puesto que la habían enrollado por el camino. Las esquinas estaban dobladas hacia arriba y la huella de una mano emborronaba la cara de la chica. Pero bastó para que Carole dejara de limpiar. Miró la revista y se llevó los dedos a la cara, se tocó las facciones que la convertían en lo que era: una mezcla de japonesa, irlandesa y egipcia. Se comparó -descuidada, sucia- con la criatura perfecta que salía retratada. Entonces miró a Joel y luego a Kendra. Toby, refugiado al lado de Joel, intentó empequeñecerse.

– ¿Dónde está mi Aero? -preguntó Carole-. Tengo que comerme un Aero de naranja, Joel.

– Aquí está, Carole. -Kendra lo sacó del bolso rápidamente-. Los chicos te lo han comprado en WH Smith cuando han elegido el Elle.

Carole no le hizo caso, el chocolate olvidado, perdida en otro pensamiento.

– ¿Dónde está Ness? -preguntó, y miró a su alrededor. Sus ojos eran color gris verdoso y parecía tener la mirada perdida, como si estuviera atrapada en algún lugar en ninguna parte, entre la sedación total y el hastío incurable.

– No ha querido venir -dijo Toby-. Se ha comprado el Hello! con el dinero de la tía Ken, así que yo no he podido comprarme ninguna chocolatina, mamá. Si no quieres el Aero, ¿puedo…?

– No dejan de pedírmelo -le interrumpió Carole-. Pero no lo haré.

– ¿No harás el qué? -preguntó Joel.

– Sus malditos puzles. -Señaló con la cabeza la mesa donde estaban construyendo el rompecabezas y añadió con disimulo-: Es una prueba. Creen que no me doy cuenta, pero sí. Quieren saber qué pasa en mi sub…, mi subconsciente, y así es como quieren descubrirlo, o sea, que no voy a hacer ningún puzle. Se lo he dicho: si quieren saber qué hay en mi cabeza, ¿por qué no me lo preguntan directamente? ¿Por qué no me visita un médico? Joel, se supone que tengo que ver al médico una vez a la semana. ¿Por qué no me visita? -Había elevado más la voz y agarraba la revista contra su pecho. A su lado, Joel notó que Toby empezaba a temblar. Miró a Kendra para buscar alguna especie de auxilio, pero ella observaba a su madre como si fuera un espécimen de laboratorio-. Quiero ver al médico -gritó Carole-. Tengo que verlo. Conozco mis derechos.

– Lo viste ayer, Caro -la informó la primera mujer del puzle-. Como siempre. Una vez a la semana.

A Carole se le ensombreció el rostro, en el que parpadeó una expresión tan parecida a la que tenía Toby cuando les dejaba que tanto Kendra como Joel soltaron un suspiro titubeante.

– Entonces quiero irme a casa -dijo Carole-. Joel, quiero que hables con tu padre. Tienes que hacerlo enseguida. Él te escuchará y debes decirle…