Kendra eligió creerla para estar tranquila. Era el camino más fácil. Por desgracia, sólo era cuestión de tiempo que ese camino pasara de pedregoso a intransitable.
Fue a finales de marzo, y en medio de un clásico aguacero inglés, cuando diversas circunstancias conspiraron contra ella. La primera ocurrió cuando un hombre negro ágil y bien vestido entró en la tienda benéfica, sacudió un paraguas color café y pidió hablar con la señora Osborne. Era Nathan Burke, dijo, el jefe de estudios del colegio Holland Park.
Cordie Durelle estaba en la tienda con Kendra, en su descanso del salón de belleza Princesa Europea y Afro. Como aquel otro día, estaba fumando. Como de costumbre, llevaba la bata púrpura y la mascarilla colgada del cuello. Ella y Kendra estaban hablando de cómo Gerald Durelle, en estado de embriaguez, había iniciado recientemente una búsqueda destructiva por toda la casa para encontrar lo que suponía -correctamente- que tenían que ser píldoras anticonceptivas, las cuales creía que impedían que su mujer se quedara embarazada del hijo que tanto deseaba. Cordie acababa de llegar al clímax de la historia cuando la puerta de la tienda se abrió y sonó la campana.
Su conversación murió como si de un acuerdo telepático se tratara, básicamente porque Nathan Burke cortaba la respiración, y las dos mujeres necesitaron respirar. Habló con cortesía y precisión. Cruzó la tienda hasta el mostrador con la confianza de un hombre que había recibido una educación correcta, una formación idónea y que había llevado una vida vivida, en su mayoría, fuera de Inglaterra y en un ambiente en el que había sido tratado con igualdad respecto a los demás.
Burke preguntó cuál de las damas era la señora Osborne y si podía hablar con ella sobre un asunto privado. Kendra se identificó con cautela y le dijo que podía hablar delante de su mejor amiga, Cordie Durelle. Cordie le lanzó una mirada de agradecimiento, puesto que siempre apreciaba estar en presencia de un hombre atractivo. Bajó los párpados e intentó parecer lo más seductora posible para una mujer con una bata púrpura y una mascarilla.
Sin embargo, Nathan Burke no tuvo tiempo de fijarse en ella. Llevaba desde las nueve de la mañana visitando a padres de alumnos del Holland Park que faltaban a clase, y aún le quedaban cinco más antes de acabar la jornada e irse a casa a recibir los cuidados comprensivos de su compañera. Por esta razón, fue al grano. Sacó los informes de asistencia relevantes y dio la noticia a Kendra.
Kendra miró los informes, sintiendo el martilleo del miedo en la cabeza. Cordie también les echó un vistazo y dijo lo que era obvio.
– Mierda, Ken. No ha ido al colegio ni un día, ¿no? -Y luego le dijo a Nathan Burke-: ¿Qué clase de colegio tienen ustedes? ¿La estaban acosando o algo así para que no haya querido ir?
– Es complicado que la hayan acosado si no ha ido nunca -dijo Kendra.
Cordie se mostró algo clemente; pasó por alto el modo de hablar de Kendra:
– Entonces, se habrá metido en algún lío. La única pregunta es de qué tipo: chicos, drogas, alcohol, delincuencia callejera.
– Tiene que conseguir que vaya al colegio -dijo Nathan Burke-, independientemente de qué haya estado haciendo mientras no iba a clase. La cuestión es cómo hacerlo.
– ¿Alguna vez ha probado el cinturón? -dijo Cordie
– Tiene quince años, es demasiado mayor para eso. Además, no voy a pegar a esos niños. Lo que han vivido… es suficiente.
El señor Burke pareció prestar mucha atención a aquello, pero Kendra no iba a contarle la biblia de la historia de su familia. Así que le preguntó qué recomendaba él, salvo pegar a la chica, que, seguramente, estaría encantada de devolverle los golpes a su tía.
– Establecer consecuencias normalmente funciona -dijo-. ¿Le importa que hablemos de algunas que podría probar?
Repasó esas tácticas, así como también los diversos resultados: llevar a Ness en coche al colegio y acompañarla a la primera clase delante de todos los otros alumnos para que pasara vergüenza y no quisiera experimentarlo una segunda vez; eliminar privilegios como llamar por teléfono y ver la televisión; castigarla sin salir; mandarla a un internado; preparar una terapia privada para llegar al fondo del problema; decirle que ella -Kendra- la acompañaría a todas las clases si seguía saltándoselas…
Kendra se podía imaginar que su sobrina se encogería de hombros ante cada una de esa lista de consecuencias. Y salvo esposar a Ness para controlar su comportamiento, no se le ocurrió una consecuencia de su absentismo escolar que pudiera convencer a su sobrina sobre la importancia de asistir a clase. A lo largo de los años, a aquella chica se le habían arrebatado demasiadas cosas, y nada había logrado sustituir la vida normal que se le había esfumado. Era complicado decirle que su educación era importante cuando nadie le daba un mensaje similar sobre tener una madre estable, un padre vivo y una vida familiar ordenada.
Kendra era consciente de todo eso, pero no tenía ni idea de qué hacer al respecto. Apoyó los codos en el mostrador de la tienda y se pasó los dedos por el pelo.
Aquel gesto provocó que Nathan Burke ofreciera una última sugerencia. El problema de Vanessa, dijo, tal vez requeriría enviarla a un piso tutelado. Existían cosas así, si la señora Osborne se sentía incapaz de asumir la tarea de ocuparse de la chica. Un hogar de acogida…
– Ni de coña… -Levantó la cabeza y se autocorrigió-. Estos niños no van a acabar con una familia de acogida.
– Entonces, ¿significa que empezaremos a ver a Vanesa por el colegio? -preguntó el señor Burke.
– No lo sé -dijo Kendra, que optó por la sinceridad.
– Entonces tendré que dar parte. Tendrán que intervenir los Servicios Sociales. Si no puede conseguir que vaya al colegio, será el siguiente paso. Explíqueselo, por favor. Puede que sirva de ayuda.
Sonaba compasivo, pero lo último que quería Kendra era compasión. Para conseguir que se marchara -que era lo que sí quería-, asintió con la cabeza. El hombre se fue poco después, aunque no sin antes escoger una joya de baquelita para su compañera.
Cordie cogió el tabaco de Kendra, puesto que hacía rato que se le había acabado el suyo. Encendió dos cigarrillos y le dio uno a su amiga.
– Vale -dijo-. Tengo que decirlo. -Dio una calada como para armarse de valor y siguió hablando deprisa-. Tal vez, Ken, sólo tal vez, todo esto te quede un poco grande.
– ¿Qué es todo esto?
– Hacer de madre -se apresuró a decir Cordie-. Mira, nunca vas a… A ver, ¿cómo puedes esperar saber qué hacer con estos críos cuando no lo has hecho nunca? En cualquier caso, ¿alguna vez has querido hacerlo? A ver, quizá si los mandas a algún otro lugar… Sé que no quieres hacerlo, pero podría ser que encontraran familias de verdad…
Kendra la miró fijamente. Le extrañó que su amiga la conociera tan poco, pero fue lo bastante sincera consigo misma como para aceptar su propia responsabilidad en la ignorancia de Cordie. ¿Qué iba a suponer si Kendra nunca le había contado la verdad? Y no sabía por qué nunca se la había contado, excepto que parecía mucho más moderno, más liberado y mucho más de mujer permitir que su amiga creyera que realmente tenía una alternativa.
– Esos niños van a quedarse conmigo, Cordie -dijo-; al menos hasta que Glory los reclame.
Ni que Glory Campbell hubiera tenido alguna vez la intención de hacerlo, algo que Kendra suponía y que se convirtió en un hecho unos días después, cuando recogió el correo y encontró la primera carta que Glory había mandado desde Jamaica en los meses que hacía que se había marchado. No había nada sorprendente en el contenido: Kendra había pensado seriamente en la situación y se había dado cuenta de que no podía sacar a sus nietos de Inglaterra. Alejarlos tanto de la querida Carole seguramente sería la gota que colmaría el vaso de la precaria cordura de la mujer, la poca que le quedaba. Glory no quería ser responsable de eso. Pero mandaría a buscar a Joel y a Nessa para que fueran a visitarla en el futuro, cuando reuniera el dinero para los billetes.