Naturalmente, no mencionaba a Toby.
Eso era todo. Kendra sabía que pasaría. Pero no podía dedicar tiempo a meditar sobre el tema. Tenía que lidiar con Ness y el futuro que le esperaba si no accedía a ir al colegio.
En cuanto a las consecuencias, nada funcionó, porque Ness, simplemente, creía que no se perdía nada que valiera la pena. Y lo que buscaba tampoco podía encontrarlo, ni en la escuela ni, sin duda, en la minúscula casa de su tía en Edenham Estate. Por su parte, Kendra sermoneó a Ness. Le gritó. La llevó al colegio en coche y la acompañó a la primera clase del día, como le había sugerido Nathan Burke. Intentó castigarla sin salir, lo que, naturalmente, era imposible sin que Ness estuviera de acuerdo o sin encerrarla bajo llave para evitar que se fuera. Pero nada funcionó. La reacción de la chica siguió siendo la misma. No iba a ponerse esos «trapos repugnantes», no iba a sentarse en «una clase llena de estúpidos» y no iba a perder el tiempo «haciendo sumas de mierda y esas cosas» cuando podía andar por ahí con sus amigas.
– Necesitas tomarte un respiro -le dijo Cordie a Kendra la tarde que Nathan Burke llamó a la tienda benéfica para informar a Kendra de que habían asignado a Ness un asistente social como último recurso antes de involucrar al juez-. Hace siglos que no tenemos una noche de chicas de las nuestras. Hagamos una, Ken. Lo necesitas. Y yo también.
Así fue como Kendra acabó en No Sorrow un viernes por la noche.
Kendra se preparó para la noche de chicas informando a Ness de que la dejaba al cargo de Toby y Joel aquella noche, lo que significaba que se quedaría en casa, a pesar de los planes que pudiera tener. Las instrucciones eran que los niños estuvieran contentos y ocupados, lo que significaba que Ness tenía que interactuar con ellos de algún modo para asegurarse de que estaban entretenidos y seguros. Como se trataba de algo que era improbable que Ness hiciera incluso aunque se lo ordenaran, Kendra fue suave con sus directrices; para asegurarse de que las cumpliera añadió que le daría algo de dinero si colaboraba.
Joel protestó, diciendo que él no necesitaba que nadie le cuidara. No era un ruño pequeño. Podía arreglárselas solo.
Pero Kendra no iba a dejarse convencer. Porque sabía Dios qué podía pasar si no dejaba al frente a alguien espabilado que rehusara abrir la puerta si llamaban de noche. Y a pesar de todos los problemas que estaba provocando, no se podía negar que Ness era espabilada. Así que:
– Voy a darte dinero, Nessa -le repitió a su sobrina-. ¿Qué decides? ¿Puedo confiar en que te quedarás en casa con los chicos?
Ness hizo unos cálculos mentales rápidos, aunque sólo algunos estaban relacionados con el dinero y con lo que podría hacer con él en cuanto lo tuviera. Decidió que, como no tenía planeado nada para aquella noche fuera de lo habitual, que era estar con Six y Natasha en Mozart Estate, optaría por el dinero. Le dijo a su tía: «Lo que tú digas», y Kendra lo interpretó, erróneamente, como la conformidad de que no se movería de allí por ningún capricho tentador que surgiera aquella noche.
Le tocaba a Cordie elegir la salida y escogió ir de discotecas. Comenzaron la noche cenando y prologaron la cena con bebidas. Fueron a un portugués en Golborne Road y regaron los entrantes con un martini con Bombay Saphire y los segundos con varias copas de vino. Ninguna de las dos mujeres bebía demasiado normalmente, así que estaban más que un poco achispadas cuando cruzaron Portobello Bridge, donde, pasado Trellick Tower, No Sorrow empezaba a cobrar vida para la noche.
Se ligarían a un par de tíos, dijo Cordie. Ella necesitaba una distracción extra matrimonial, y en cuanto a Kendra: ya era hora de que Kendra echara un polvo.
No Sorrow se anunciaba con luces de neón desde las ventanas traslúcidas, sólo estas dos palabras verdes elaboradas con un estilo elegante art déco. La discoteca era una anomalía absoluta en el barrio, sus propietarios contaban con que esta parte de North Kensington fuera aburguesándose. Hacía cinco años, nadie en su sano juicio habría invertido diez libras en el local. Pero, en pocas palabras, la naturaleza de Londres era así: se podía decir que un barrio o incluso todo un distrito estaba muerto en cualquier momento, pero sólo un estúpido lo descatalogaría.
La discoteca era el último de una hilera de locales de dudosa reputación: desde una lavandería a una biblioteca y un cerrajero. La puerta daba la espalda a estos establecimientos, como si no pudiera soportar ver la compañía que le obligaban a tener. Tras la puerta, No Sorrow ocupaba dos pisos del edificio. La planta baja ofrecía una barra en forma de media luna, mesas para hablar, iluminación tenue y paredes y techo mugrientos por el humo del tabaco que espesaba perpetuamente el aire. La primera planta ofrecía música y bebidas, un disc-jockey pinchando discos a un volumen atronador y luces estroboscópicas que hacían que todo el entorno pareciera un mal viaje de ácido.
Kendra y Cordie comenzaron por la planta baja. Sería su reconocimiento del lugar. Pidieron una copa y se tomaron unos minutos para «evaluar la carne masculina», como decía Cordie.
A Kendra le pareció que las posibilidades eran buenas, pero que los buenos tenían pocas posibilidades: en la planta baja, los hombres -la mayoría de los cuales eran maduros de edad avanzada, y se notaba- superaban en número a las mujeres, pero cuando los examinó, Kendra se dijo que no había ni uno solo que le interesara. Era la conclusión más segura a la que llegar, puesto que resultaba bastante obvio que ella tampoco interesaba a ninguno. El puñado de chicas jóvenes presentes había captado toda su atención. Kendra notó el peso de todos y cada uno de sus cuarenta años.
Habría insistido en marcharse si Cordie no hubiera decidido de antemano que Kendra necesitaba divertirse. Cuando le sugirió que se fueran, su amiga contestó:
– Dentro de un ratito, pero primero subamos arriba. -Y se dirigió hacia las escaleras. A su modo de ver, si arriba no había hombres disponibles, al menos ella y Kendra se echarían unos bailes, solas o la una con la otra.
En el primer piso, descubrieron que el ruido era ensordecedor y la luz provenía sólo de tres fuentes -un pequeño flexo que iluminaba el equipo del disc-jockey, dos bombillas tenues sobre la barra y la luz estroboscópica. Por eso Kendra y Cordie se detuvieron arriba, en las escaleras, para acostumbrarse a la oscuridad. También tuvieron que acostumbrarse a la temperatura, que casi era tropical. Londres a principios de primavera implicaba que nadie osara pensar en abrir una ventana, ni siquiera para librarse del humo de tabaco que -iluminado por la luz estroboscópica- hacía que la sala pareciera un retablo de los peligros de la niebla amarilla.
Arriba no había mesas, sólo una repisa a la altura del pecho que recorría toda la sala, donde quien bailaba podía dejar su vaso a salvo mientras experimentaba las alegrías de la música. Ahora sonaba rap, todo letra, todo ritmo y sin melodía, pero nadie tenía ningún problema. Parecía que hubiera doscientas personas apiñadas en la pista de baile. Parecía que otras cien, más o menos, compitieran por llamar la atención de los tres camareros, que mezclaban copas y servían cervezas tan deprisa como podían.
Con un grito, Cordie se sumergió directamente en la acción, pasándole su copa a Kendra y bailoteando entre dos chicos jóvenes que parecían contentos de gozar de su compañía. Al observarlos, Kendra comenzó a sentirse peor que en el piso de abajo -por su edad y más cosas-, lo que ilustraba lo distinta que era ahora la vida para ella. Antes de la llegada de los Campbell, había vivido fundamentalmente con la idea -alimentada por la muerte de sus dos hermanos- de que la vida era corta. Experimentaba cosas en lugar de reaccionar a ellas. Hacía cosas; las cosas no la hacían a ella. Pero durante los meses que habían pasado desde que su madre le había endilgado una forma inesperada de maternidad, había logrado realizar muy poquitas cosas que se parecieran siquiera a su antigua vida. En realidad, le daba la impresión de que había dejado de ser quien era y, lo que era peor, había dejado de ser quien hacía tiempo que quería ser.