El tiempo y la experiencia -y en especial dos matrimonios- habían enseñado a Kendra que ella era la única culpable de que no le gustara su vida. Si se sentía mayor y sobrepasada por las responsabilidades que no quería, era decisión suya hacer algo al respecto. Por esta razón y porque en aquel preciso instante ese algo parecía ser bailar entre una multitud de veinteañeros sudorosos, Kendra decidió unirse a ellos. Pero estimulada por ese depresivo químico -el alcohol que había consumido aquella noche- descubrió que la actividad no la animaba. Tampoco provocó el resultado secundario deseado, que era encontrar a alguien para follar al final de la velada.
Cordie no dejó de disculparse por ello mientras volvían a casa más tarde. Ella había conseguido quince minutos muy agradables de besuqueo con un chico de diecinueve años en el pasillo de los lavabos y no podía creer que Kendra -a quien consideraba «preciosa como para dejar babeando a cualquier tío, niña»- no hubiera conseguido al menos lo mismo.
Kendra intentó tomárselo con filosofía. Su vida ya era demasiado complicada como para hacer sitio a un hombre, aunque fuera temporalmente
– No empieces a pensar que ya no lo tienes, Ken -le advirtió Cordie-. Además, tal como son los hombres, siempre puedes ligarte a uno, si bajas el listón lo suficiente.
Kendra se rió. No importaba, le dijo a su amiga. Salir de fiesta había sido suficiente. De hecho, tenían que repetirlo más a menudo, y pensaba hacer borrón y cuenta nueva, si Cordie estaba de acuerdo.
– Tú dime dónde hay que firmar -dijo su amiga.
Kendra estaba a punto de contestar cuando salieron de la penumbra del sendero que pasaba por delante de Trellick Tower y entraba en Edenham Way. Allí vislumbró la fachada de su casa. Había un coche aparcado delante de la puerta del garaje, un coche que no identificaba.
– Mierda -dijo, y aceleró el paso, decidida a ver qué había tramado Ness durante las horas en que habían estado fuera.
Tuvo la respuesta antes de llegar incluso al vehículo o a la puerta. Porque pronto se hizo evidente que el coche estaba ocupado, y una de las dos personas que había en el interior era, sin lugar a dudas, su sobrina. Kendra lo supo por la forma de la cabeza de Ness y la textura de su pelo, por la curva de su cuello cuando el tipo con el que estaba levantó la cabeza de la zona de sus pechos.
El hombre alargó la mano para abrir la puerta del lado de Ness, como un conductor que echa a una vulgar puta del coche. Cuando Ness no se bajó, le dio un pequeño empujón, y cuando eso no funcionó, salió del coche y fue hasta la puerta del copiloto. Cogió sus brazos para sacarla y la cabeza de Ness cayó hacia atrás. Estaba drogada o excesivamente bebida.
Kendra no necesitaba más.
– ¡No te muevas de ahí, joder! -gritó, y corrió a abordar al hombre-. ¡Aparta las manos de esa chica!
El hombre la miró pestañeando. Era mucho más joven de lo que había pensado, a pesar de estar completamente calvo. Era negro, corpulento y de rasgos agradables. Llevaba unos pantalones harén raros, como un bailarín exótico, deportivas blancas y una chaqueta de piel negra con la cremallera subida hasta la garganta. Llevaba el bolso de Ness colgado a la espalda y a la propia Ness debajo de un brazo.
– ¿Me oyes? Suéltala.
– Si lo hago, se estampa la cabeza contra los escalones -dijo el hombre con toda la razón-. Está borracha como una cuba. La he encontrado en…
– La he encontrado, la he encontrado -se burló Kendra-. Me importa una mierda dónde la hayas encontrado. Quítale las putas manos de encima y hazlo ya. ¿Sabes cuántos años tiene? Quince, quince.
El hombre miró a Ness.
– Pues te diré que no se comporta como…
– Déjala aquí. -Kendra llegó al coche y cogió a Ness del brazo. La chica tropezó con ella y levantó la cabeza. Estaba hecha un desastre; olía como una destilería ilegal.
– ¿Quieres metérmela o qué? -le dijo Ness al hombre-. Ya te he dicho que no lo hago gratis.
Kendra lo miró.
– Lárgate de aquí-le dijo-. Dame la bolsa y lárgate. Cogeré tu matrícula. Llamaré a la Poli. -Y entonces le dijo a Cordie-: Anota la matrícula, niña.
– Eh, sólo la llevaba a casa -protestó el hombre-. Estaba en el pub. Era evidente que iba a acabar mal si se quedaba allí, así que la he sacado del local.
– Como el puto Lanzarote, ¿no? Apunta el número, Cordie.
Mientras Cordie comenzaba a buscar en su bolso algo en lo que escribir, el joven dijo:
– A la mierda. -Se bajó el bolso del hombro y lo dejó caer al suelo. Se inclinó para mirar a Ness a la cara y le dijo que contara la verdad.
– Querías que te la chupara, ésa es la verdad -dijo la chica servicialmente-. Lo querías con todas tus fuerzas.
– Mierda -dijo el hombre, y cerró la puerta del copiloto de un portazo. Volvió al asiento del conductor y le dijo a Kendra por encima del techo del coche-: Será mejor que se ocupe de ella antes de que lo haga otra persona. -La frase provocó que Kendra se diera cuenta de que la expresión «sacar a alguien de sus casillas» era una descripción precisa de lo que le pasaba al cuerpo cuando la tensión de la ira alcanzaba ciertas cotas. El tipo arrancó antes de que pudiera responder: un desconocido la juzgaba.
Se sentía totalmente expuesta. Se sentía furiosa. Se sentía utilizada y estúpida. Así que cuando Ness se rió y dijo: «Te lo digo, Ken, ese tío tenía una polla como un caballo», Kendra le dio un bofetón tan fuerte que la palma de la mano transmitió el dolor a todo el brazo.
Ness perdió el equilibrio. Cayó contra la casa y dio de rodillas en el suelo. Kendra se abalanzó hacia ella para volver a pegarle y echó el brazo hacia atrás. Cordie se lo cogió.
– Eh, Ken. No -le dijo, y eso bastó.
También bastó para despejar a Ness, al menos en parte. Así que cuando Kendra por fin le habló, estaba más que preparada para ofrecer una respuesta.
– ¿Quieres que el mundo te crea una puta? -gritó Kendra-. ¿Es eso lo que quieres para ti, Vanessa?
Ness se esforzó por ponerse de pie y se apartó de su tía.
– Ni que me importara una mierda -dijo.
Se dirigió tambaleándose hacia el sendero entre las terrazas de casas y entró en Meanwhile Gardens. Detrás de ella, oyó que Kendra gritaba su nombre, oyó que gritaba «Vuelve a casa» v sintió que una carcajada áspera se abría paso hasta su garganta. Para Ness, ya no había ninguna casa. Sólo había un lugar en el que compartía cama con su tía mientras sus hermanos pequeños dormían en la habitación de al lado en plegatines comprados a toda prisa. Debajo de esas camas, Joel y Toby habían insistido en dejar las maletas perfectamente hechas durante más de dos meses. Daba igual el tiempo que hubiera pasado desde la marcha de su abuela, los chicos aún creían lo que querían creer sobre Glory y su promesa de una vida de sol eterno en su país de nacimiento.
Ness no había intentado abrirles los ojos ni una sola vez. No había señalado ni una sola vez lo significativo que era que no hubieran tenido noticias de Glory Campbell desde el día en que los había dejado en la puerta de Kendra. En cuanto a Ness, se alegraba de que su abuela hubiera desaparecido de sus vidas. Si Glory no necesitaba o no quería a sus nietos, sin duda sus nietos no la necesitaban ni la querían a ella. Pero repetirse aquello semana tras semana, no había contribuido demasiado a tranquilizar los sentimientos de Ness al respecto.
Cuando dejó a su tía delante del número 84 de Edenham Way, Ness no pensó demasiado adonde se dirigía. Sólo sabía que no quería estar en presencia de su tía ni un momento más. Se le estaba pasando la borrachera más deprisa de lo que habría creído posible y con la sobriedad llegaron las náuseas que, de lo contrario, habría sentido a la mañana siguiente. Aquello la empujó a ir hacia el agua para mojarse la cara sudorosa, así que acabó en el camino que recorría el canal al final del jardín.