Sí sabía que su tía por fin se había lavado las manos respecto a Ness, y parecía que a la chica le gustaba que fuera así. Entraba y salía a todas horas y en todos los estados y, si bien la observaba entrecerrando los ojos y con cara de indignación, Kendra parecía estar esperando, aunque no estaba claro a qué. Mientras tanto, Ness forzó los límites de la conducta censurable, como si desafiara a Kendra a que tomara una postura respecto a la situación. La tensión se palpaba cuando las dos estaban juntas en casa. Algo, en algún momento, iba a desbordarse, v tendría unas consecuencias considerables.
En realidad, lo que Kendra esperaba era lo inevitable: esas consecuencias ineludibles que conllevaría el modo de vida elegido por su sobrina. Sabía que habría un departamento de menores implicado, jueces, seguramente la Policía y, probablemente, un hogar alternativo para la chica, y la verdad era que había llegado a un punto en que se alegraba. Reconocía que Ness había tenido una vida difícil desde la muerte prematura de su padre, pero también podía imaginar que había miles de niños que tenían una vida difícil y que no tiraban lo que quedaba de esa vida por la borda. Así que cuando Ness aparecía por casa de vez en cuando borracha o colocada, le decía que se bañara, que durmiera en el sofá y que se mantuviera alejada de ella. Y cuando olía a sexo, Kendra le decía que tendría que arreglárselas sola si se quedaba embarazada o cogía alguna enfermedad.
– Como si me importara. -Aquélla era la respuesta que Ness daba a todo y que provocaba que a Kendra le importara en la misma medida.
– Quieres ser adulta, pues sé adulta -le decía a Ness; aunque la mayoría de las veces no decía nada.
Así que Joel era reacio a pedirle ayuda a Kendra para comprar una lámpara de lava para Toby. En realidad, era reacio incluso a recordarle a su tía el cumpleaños de Toby. Fugazmente, pensó en cómo eran las cosas en un pasado que se alejaba de su recuerdo: cenas de aniversario en un plato de cumpleaños especial, un cartel de «Feliz Cumpleaños» colgado de la ventana de la cocina, un carrusel de hojalata de segunda mano estropeado en el centro de la mesa y su padre sacando un pastel de cumpleaños de la nada, siempre el número de velas adecuado encendidas, cantando una canción de cumpleaños que había compuesto él mismo. Nada de un simple «cumpleaños feliz» para sus hijos, decía.
Al pensar en todo eso, Joel sintió el impulso de hacer algo con la vida que les había tocado a sus hermanos y a él. Pero a su edad, no veía nada delante de él para mitigar la incertidumbre en la que vivían, así que la única opción era intentar hacer que la vida que tenían ahora fuera lo más parecida posible a la que tenían antes.
El cumpleaños de Toby dio a Joel una oportunidad de hacerlo. Por eso, al final decidió pedirle ayuda a su tía. Eligió un día que Toby tenía una clase extra en el centro de aprendizaje después del colegio. En lugar de quedarse esperando, salió disparado hacia la tienda benéfica, donde encontró a Kendra planchando blusas en el cuarto trasero, pero visible desde la puerta por si entraba alguien.
– Hola, tía Ken -dijo, y decidió no desanimarse cuando ella sólo le contestó asintiendo bruscamente con la cabeza.
– ¿Dónde has dejado a Toby? -le preguntó.
Joel le contó que tenía una clase extra. Ya se lo había comentado, pero Kendra lo había olvidado. Supuso que también se habría olvidado del cumpleaños de Toby, puesto que no había mencionado que se acercaba el día.
– Toby va a cumplir ocho años, tía Ken -dijo deprisa para no perder el valor-. Quiero comprarle una lámpara de lava que le gusta; está en Portobello Road. Pero necesito más dinero, así que ¿puedo trabajar para ti?
Kendra asimiló la información. El tono de voz de Joel -tan esperanzado a pesar de la expresión de su rostro, que trataba de mantener impertérrito- le hizo pensar en cómo se esforzaba el niño para que ni él ni Toby supusieran una molestia para ella. No era estúpida. Sabía lo poco agradable que había sido para ellos.
– Dime cuánto necesitas.
Cuando se lo dijo, Kendra se quedó pensando un momento, una arruga marcándose en su entrecejo. Al final, fue a la caja. Del mostrador de debajo, sacó un fajo multicolor de papeles y le indicó que se acercara a su lado y los mirara.
En una línea recta en la parte superior de cada uno podía leerse: «Masaje privado». Debajo de estas palabras, había dibujada una escena: una figura tumbada boca abajo sobre una mesa y otra figura inclinada sobre ella, las manos masajeando su espalda, al parecer. Debajo, una lista de masajes con sus precios llegaba al final de la página, donde estaban impresos el teléfono fijo y el móvil de Kendra.
– Quiero que los repartas -le dijo a Joel-. Tendrías que hablar con propietarios de tiendas para pegarlos en los escaparates. También quiero que lleguen a gimnasios. Y también a pubs. A cabinas telefónicas. Donde se te ocurra. Hazlo y te pagaré lo suficiente para que puedas comprarle a Toby esa lámpara.
Joel se alegró. Podía hacerlo. Pensó erróneamente que sería de lo más sencillo. Pensó erróneamente que no conseguiría nada más que el dinero que necesitaba para hacer feliz a su hermano en su cumpleaños.
Toby le acompañó los días que Joel repartió los anuncios de Kendra. No podía dejarlo en casa, no podía dejarlo en el centro de aprendizaje esperando a Joel y, sin duda, no podía llevarlo a la tienda benéfica donde estaría pegado a las faldas de su tía. Era imposible que Ness se hiciera cargo de él, así que caminó detrás de su hermano y esperó obedientemente fuera de las tiendas en cuyos escaparates colgaba los anuncios.
Sin embargo, Toby sí entró con Joel en los gimnasios porque no había ningún problema en que accediera a los vestíbulos donde se encontraban los mostradores de recepción y los tablones de anuncios. Hizo lo mismo en la comisaría de Policía y en las bibliotecas, así como en los pórticos de las iglesias. Comprendía que toda esta actividad se debía a la lámpara de lava, y como esa lámpara de lava dominaba sus pensamientos, estaba encantado de colaborar.
Kendra había dado a Joel varios cientos de folletos de masajes y la verdad era que podría haber tirado tranquilamente el fajo al canal y su tía no se habría enterado. Pero Joel no estaba hecho para ser deshonesto, así que día tras día caminaba de Ladbroke Grove a Kilburn Lane, recorriendo todo Portobello Road y Golborne Road y pasando por todos los puntos intermedios en un esfuerzo por reducir el tamaño del fajo de folletos que le habían asignado. En cuanto agotó todas las tiendas, restaurantes y pubs, tuvo que volverse más creativo.
Aquello significó -entre otras cosas- intentar decidir quién podía querer que su tía le diera un masaje. Aparte de personas doloridas por sobrecargar los músculos en el gimnasio, pensó en conductores obligados a estar sentados en el autobús todo el día o toda la noche. Así que fue a la cochera de Westbourne Park, una estructura de ladrillo enorme, situada debajo de la A40, donde se aparcaban y se hacía el mantenimiento a los autobuses de la ciudad y de donde partían para hacer su ruta. Mientras Toby se quedaba sentado en los escalones, Joel habló con un encargado que optó por el camino más fácil y le dijo distraídamente que sí, que podía dejar un fajo de folletos justo ahí, en el mostrador. Joel lo hizo, se giró para marcharse y vio que Hibah entraba por la puerta.
Llevaba una fiambrera e iba vestida de manera tradicional, con un pañuelo y un abrigo largo que le llegaba a los tobillos. Caminaba con la cabeza agachada de un modo totalmente insólito en ella; cuando la levantó y vio a Joel, sonrió a pesar de su actitud retraída.