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– ¿Qué haces aquí? -le preguntó la chica.

Joel le enseñó los folletos y luego le hizo la misma pregunta a ella. Hibah señaló la fiambrera.

– Le traigo esto a mi padre. Conduce el 23.

Joel sonrió.

– Eh, lo hemos cogido.

– ¿Sí?

– Hasta la estación de Paddington.

– Guay.

Entregó la fiambrera al encargado. El hombre asintió con la cabeza, la cogió y reanudó su trabajo. Era un recado que Hibah hacía regularmente, y así se lo explicó a Joel mientras salían hacia donde estaba esperando Toby.

– Es la forma que tiene mi padre de controlarme -le confió la chica-. Cree que si consigue hacer que le traiga el almuerzo, tendré que vestirme adecuadamente y no podré andar con quien se supone que no debo andar. -Le guiñó un ojo-. Tengo una sobrina, verás, más de mi edad que menor, porque mi hermano, su padre, es dieciséis años mayor que yo. El caso es que sale con un chico inglés, y, claro, el mundo se está derrumbando por culpa de eso. Mi padre jura que jamás saldré con un chico inglés y que va a asegurarse de ello aunque tenga que mandarme a Pakistán. -Meneó la cabeza con incredulidad-. Lo que yo te diga, Joel, me muero por ser mayor e ir a la mía, porque es lo que pienso hacer. ¿Quién es éste?

Se refería a Toby, a quien hoy no habían convencido para que no llevara el flotador. Se había quedado sentado en el escalón donde Joel lo había dejado; se había puesto en pie de un salto para reunirse con ellos en cuanto salieron de la cochera de Westbourne Park. Joel le contó quién era Toby, sin añadir ninguna información más.

– No sabía que tenías un hermano -dijo ella.

– Va a la escuela Middle Row -aclaró él.

– ¿Te está ayudando con los folletos?

– No. Me lo llevo porque no puede quedarse solo.

– ¿Cuántos te quedan? -le preguntó.

Por un momento, Joel no sabía a qué se refería Hibah. Pero entonces ella señaló con el pulgar los anuncios y le dijo que podía deshacerse del resto fácilmente pasándolos por debajo de las puertas de los pisos de Trellick Tower. Sería lo más fácil, dijo. Ella lo ayudaría.

– Vamos -le dijo-. Yo vivo ahí. Te entraré.

Ir hasta la torre no suponía caminar una gran distancia. Anduvieron hasta Great Western Road y entraron en Meanwhile Gardens, Toby les seguía con parsimonia. Hibah iba charlando, como era habitual en ella, mientras cogían uno de los senderos serpenteantes. Era un agradable sábado de primavera -fresco pero soleado-, así que los jardines estaban poblados de familias y jóvenes. Unos niños más pequeños correteaban por la zona de los columpios detrás de la alambrada del centro infantil y unos chicos mayores se deslizaban por la pista de patinaje contigua decorada con vistosos grafitis. Utilizaban monopatines, patines en línea y bicicletas para su actividad y atrajeron la atención de Toby de inmediato. Su boca dibujó una «O», le flaqueó el paso y se detuvo a mirar, ajeno como siempre a la extraña imagen que ofrecía: un niño pequeño con unos vaqueros demasiado grandes, un flotador en la cintura y unas deportivas atadas con cinta aislante.

La pista de patinaje constaba de tres niveles que ascendían por uno de los montículos, el nivel más sencillo estaba arriba; el más difícil e inclinado, abajo. A estos niveles se accedía por una escalera de cemento, y un borde ancho alrededor de toda la pista proporcionaba una zona de espera para aquellos que quisieran utilizarla. Toby subió y llamó a Joel.

– ¡Mira! -gritó-. Yo también puedo hacerlo.

La presencia de Toby entre los patinadores y los espectadores fue recibida con un «La madre que lo parió» y un «¡Quita de en medio, imbécil!».

Joel, ruborizado, subió corriendo la escalera para coger a su hermano de la mano. Lo sacó de allí sin establecer contacto visual con nadie, pero no fue capaz de llevar a cabo el rescate con tranquilidad, por lo que a Hibah se refería.

La chica esperaba al pie de las escaleras. Cuando Joel arrastró a Toby, protestando, de vuelta al sendero, dijo:

– ¿Es cortito o qué le pasa? ¿Por qué lleva cinta adhesiva en los zapatos? -No mencionó el flotador.

– Es diferente y ya está -contestó Joel.

– Bueno, eso ya lo veo -respondió ella. Lanzó una mirada curiosa a Toby y luego miró a Joel-. Se meterán con él, supongo.

– A veces.

– Te sentirás mal, imagino.

Joel apartó la mirada, pestañeó con fuerza y se encogió de hombros.

Hibah asintió pensativa.

– Vamos -dijo-. Tú también, Toby. ¿Habéis subido a la torre? Os enseñaré las vistas. Se ve toda la ciudad hasta el río, tío. Se puede ver el Eye. Es flipante.

Dentro de Trellick Tower, un guarda de seguridad mantenía su posición dentro de un despacho con ventanas. Saludó a Hibah con la cabeza cuando se dirigieron al ascensor. La chica pulsó el botón para subir al piso trece y alcanzar las vistas que ofrecía, que eran -a pesar de la suciedad de las ventanas- tan «flipantes» como había prometido. Era una aguilera espectacular, que, por un lado, reducía los coches y camiones a vehículos minúsculos, y por otro, las vastas extensiones de casas y urbanizaciones, a meros juguetes.

– ¡Mira! ¡Mira! -No dejaba de gritar Toby mientras corría de una ventana a la siguiente.

Hibah lo miró y sonrió. También se rió, pero sin maldad. No era como los demás, concluyó Joel. Pensó que quizá podría ser amiga suya.

Ella y Joel dividieron el fajo restante de anuncios de masajes de Kendra. Pisos pares, pisos impares, y pronto se habían deshecho de todos ellos. Se encontraron en los ascensores de la planta baja cuando acabaron el trabajo. Salieron afuera. Joel se preguntó cómo podía agradecer o pagar a Hibah su ayuda.

Mientras Toby se alejaba para mirar el escaparate de un kiosco -una de las tiendas que constituían la planta baja de la propia torre-, Joel arrastró los pies. Tenía calor y estaba sudado a pesar de la brisa que subía por Golborne Road. Intentaba encontrar un modo de decirle a Hibah que no tenía dinero para comprar una Coca-Cola, una chocolatina, un Cornetto o cualquier cosa que pudiera apetecerle como muestra de gratitud, cuando oyó que alguien gritaba el nombre de la chica; se giró y vio a un chico que se acercaba a ellos en bici.

Llegó deprisa adonde estaban, tras pedalear desde el canal Grand Union en dirección norte. Llevaba la vestimenta insignia de vaqueros anchos, deportivas maltrechas, capucha y gorra de béisbol. No había duda de que era un chico mestizo como Joel, de piel oriental, pero de rasgos negros. Tenía la parte derecha de la cara caída, como si una fuerza invisible tirara de ella y hubiera quedado pegada en esa posición permanentemente, lo que le confería una expresión siniestra a pesar del acné juvenil.

Frenó, se bajó y dejó caer la bici al suelo. Avanzó hacia ellos deprisa. Joel sintió que los intestinos enviaban un dolor a su entrepierna. La ley de la calle decía que no debía ceder terreno cuando lo abordaran o quedaría marcado para siempre por tener agallas sólo para cagarse encima.

– ¡Neal! -dijo Hibah-. ¿Qué haces aquí? Creía que habías dicho que ibas a…

– ¿Quién es éste? Te estaba buscando. Dijiste que ibas a la cochera y no estabas. ¿Qué significa esto, eh?

Sonaba amenazante, pero Hibah no era una chica que reaccionara bien a las amenazas.

– ¿Me estás controlando? -dijo-. No me gusta nada.

– ¿Por qué? ¿Te da miedo que te controlen?

A Joel se le ocurrió que aquél era el novio que Hibah había mencionado. Era él con quien hablaba a través de la verja del colegio durante la hora del almuerzo, el que no iba a la escuela como tenía que hacer, sino que pasaba los días yendo a… Joel no lo sabía y no quería saberlo. Simplemente quería dejar claro al chico que no estaba interesado en su propiedad, que obviamente era lo que Hibah era para él.

– Gracias por ayudarme con los folletos -le dijo a Hibah, y empezó a moverse hacia Toby, que estaba rebotando rítmicamente contra el cristal del kiosco con su flotador.