– Eh, espera -dijo ella, y luego a Neal-: Es Joel. Va conmigo al Holland Park. -El tono de su voz lo dejaba muy claro: no le entusiasmaba hacer la presentación porque no le entusiasmaba el intento de Neal de reclamar su propiedad sobre ella-. Este es Neal -le dijo a Joel.
Neal inspeccionó al chico: el asco afinó sus labios y le hinchó las ventanas de la nariz.
– ¿Por qué has ido a la torre con él? -le preguntó a Hibah y no a Joel-. Os he visto salir.
– Oh, porque estábamos haciendo un niño, Neal -dijo Hibah-. ¿Qué otra cosa íbamos a estar haciendo en la torre en pleno día?
Al oírla hablar de tal manera, Joel pensó que estaba loca. Neal avanzó un paso hacia ella y, por un momento, el chico creyó que tendría que pelearse con Neal para proteger a Hibah de su ira. Era algo que ocupaba un lugar muy bajo en la lista de cosas que deseaba hacer aquella tarde, por lo que se sintió aliviado cuando Hibah distendió la situación diciendo con una carcajada:
– Sólo tiene doce años, Neal. Les he enseñado a él y a su hermano las vistas, eso es todo. Ese es su hermano.
Neal buscó a Toby.
– ¿Ese? -dijo, y luego a Joel-: ¿Qué le pasa, es un bicho raro o algo así?
Joel no dijo nada.
– Cállate -dijo Hibah-. No digas estupideces, Neal. Es un niño pequeño.
La cara amarilla de Neal se puso roja mientras se volvía hacia ella. Algo dentro de él sentía la necesidad de liberarse; Joel se preparó para convertirse en el blanco.
Toby le llamó.
– Joel, tengo caca. ¿Podemos ir a casa?
– Mierda -murmuró Neal.
– Al menos has pillado eso -dijo Hibah, y entonces se rió de su propio chiste, que hizo sonreír a Joel, que apenas contuvo la risa.
Neal, que no captó la gracia, le dijo a Joeclass="underline"
– ¿Tú de qué te ríes, capullo amarillo?
– De nada -contestó Joel, y le dijo a su hermano-: Venga, Tobe. No estamos lejos. Vámonos.
– No he dicho que pudieras irte, ¿no? -dijo Neal cuando Toby se reunió con ellos.
– No respondo del olor si quieres que nos quedemos -dijo Joel.
Hibah se rió de nuevo y sacudió a Neal por el brazo.
– Vamos -dijo-. Tenemos tiempo antes de que mi madre empiece a preguntarse dónde estoy. Dejemos de desperdiciarlo así.
Neal reaccionó al oír aquel recordatorio. Consintió en dejarse llevar en dirección al jardín aromático y el sendero. Pero miró atrás mientras se alejaban. Estaba marcando a Joel. Era para algún tipo de encuentro en el futuro. Joel lo sabía.
La firmeza de Kendra tuvo su compensación antes de lo que esperaba. El día que Joel se marchó con los anuncios de los masajes, recibió la primera llamada. Un hombre solicitó un masaje deportivo lo antes posible. Vivía en un piso encima de un pub llamado el Falcon, donde Kilburn Lane se convertía en Carlton Vale. Hacía visitas a domicilio, ¿verdad?, porque eso era lo que necesitaba.
Sonaba educado y hablaba con dulzura. El hecho de que viviera encima de un pub parecía ofrecer seguridad. Kendra le reservó una hora y cargó la mesa en el Punto. Metió un pastel Cumberland en el horno para Joel y Toby y sacó unos Maltesers y rollitos de higo para el postre. Le dio a Joel una libra extra por haber colocado los anuncios de un modo tan inteligente y partió en busca del Falcon, que resultó alzarse en lo que casi era una rotonda, con una iglesia moderna enfrente y el tráfico recorriendo a toda velocidad las tres carreteras que convergían delante.
No fue nada fácil encontrar sitio para aparcar y, por lo tanto, Kendra tuvo que cargar la mesa de masajes unos cien metros desde una calle que se alejaba de las carreteras principales y alojaba dos escuelas. También tuvo que cruzar Kilburn Lane, así que cuando entró penosamente en el pub para preguntar cómo se accedía a los pisos de arriba, estaba sin aliento y sudada.
Hizo caso omiso a las miradas de los clientes habituales reunidos en la barra y los que bebían pintas de cerveza en las mesas. Siguió las indicaciones, que la hicieron regresar a la acera, ir a la parte trasera del edificio y encontrar una puerta con cuatro timbres alineados a un lado. Llamó, subió las escaleras dando golpes con la mesa y se detuvo arriba para recobrar el aliento.
Una de las puertas se abrió de repente, y ofreció la silueta de un hombre fornido recortada en la luz que procedía de dentro. Era obvio que se trataba de la persona que había llamado para el masaje, ya que avanzó deprisa en la oscuridad del pasillo, y dijo:
– Deje que la ayude.
Cogió la mesa de masajes y la entró fácilmente en el piso, que resultó consistir en poco más que una habitación grande, con varias camas, una pila, una estufa eléctrica y un solo fogón para cocinar lo que pudiera cocinarse en un solo fogón.
Kendra registraba todo esto mientras el hombre montaba la mesa. Por esta razón, no se fijó demasiado en él ni él en ella hasta que tuvo la mesa desplegada con las patas extendidas, y Kendra hubo desempaquetado la mayoría de los utensilios para el masaje.
El hombre puso la mesa en horizontal y se volvió para mirarla. Ella sacudió la funda de la mesa y lo miró.
– Maldita sea -dijeron los dos a la vez.
Se trataba del mismo hombre que, la noche desastrosa que Kendra salió de fiesta, había llevado a Ness a casa borracha y ansiosa de hacer lo que fuera que él deseara que le hiciera.
Por un momento, Kendra no supo qué hacer. Tenía la funda de la mesa en la mano, los brazos extendidos, y los dejó caer al instante.
– Bueno, qué momento más extraño, joder -dijo él.
Kendra tomó una decisión rápida sobre el asunto. El trabajo era el trabajo, y esto era trabajo.
– ¿Un masaje deportivo, me ha dicho? -le preguntó con formalidad.
– Sí. Es lo que he dicho. Dix.
– ¿Qué?
– Mi nombre. Me llamo Dix. -Esperó a que Kendra acabara de poner la funda de la mesa, la almohada blanda de felpa para la cabeza en su lugar. Entonces dijo-: ¿Le ha llegado a contar lo que sucedió esa noche? Fue como yo dije, ¿sabe?
Kendra pasó la mano por la funda. Abrió la bolsa y sacó los frascos de aceites.
– No hablamos de ello, señor Dix -le dijo-. Bien, ¿qué aceite aromático querría usted? Le recomiendo el de lavanda. Es muy relajante.
Una sonrisa jugueteó en los labios del hombre.
– Señor Dix no -dijo-. Dix D'Court. ¿Usted se llama Kendra qué más?
– Osborne -dijo-. Señora.
La mirada del hombre pasó de su cara a sus manos.
– No lleva anillo, señora Osborne. ¿Está divorciada? ¿Es viuda?
Podría haberle contestado que no era asunto suyo, pero en lugar de eso dijo:
– Sí. -Y lo dejó ahí-. ¿Ha dicho que quería un masaje deportivo?
– ¿Qué hago primero? -preguntó.
– Desnúdese. -Kendra le entregó una sábana y se dio la vuelta-. Déjese los calzoncillos -le dijo-. Esto es un masaje de verdad, por cierto. Espero que sea lo que quería cuando me ha llamado, señor D'Court. Mi negocio es legal.
– ¿Qué otra cosa podría querer, señora Osborne? -preguntó, y Kendra percibió la carcajada en su voz. Al cabo de un momento, el hombre dijo-: Ya estoy listo.
Kendra se volvió y lo vio tumbado boca arriba en la mesa, la sábana subida discretamente hasta la cintura.
Sólo pensó una cosa: mierda. Tenía un cuerpo exquisito. Las pesas habían definido sus músculos. Sobre ellos se extendía una piel suave como la de un bebé. No tenía vello, por lo que Kendra veía, salvo en las cejas y en los párpados. No tenía ni una sola señal. Verlo le recordó en el peor momento posible a los siglos que hacía que no estaba con un hombre. Aquello, se dijo, no era lo que tenía que sentir en su trabajo. Un cuerpo era un cuerpo. Sus manos en él eran las herramientas de su negocio.
El hombre estaba observándola. Repitió la pregunta.