– ¿Se lo ha contado?
Kendra había olvidado la referencia.
– ¿Qué? -dijo juntando las cejas.
– Su hija. ¿Le ha contado lo que pasó entre nosotros aquella noche?
– No es… No tengo ninguna hija.
– Entonces, ¿quién…? -Por un momento, pareció que creía que se había confundido respecto a quién era Kendra-. En Edenham Estate.
– Es mi sobrina -dijo Kendra-. Vive conmigo. Tendrá que girarse. Empezaré con la espalda y los hombros.
El hombre esperó un momento, observándola.
– No parece tan mayor como para tener una hija o una sobrina de esa edad -dijo.
– Soy mayor -dijo Kendra-, sólo que me conservo bien.
El hombre se rió; entonces se giró servicialmente. Hizo lo que la mayoría de las personas hacían al principio cuando les daban un masaje. Apoyó la cabeza sobre los brazos. Ella corrigió su posición, colocándole los brazos a los lados y girándole la cabeza para que mirara abajo. Se echó el aceite en las palmas de las manos y lo calentó, y al instante se dio cuenta de que se había olvidado la música relajante en el coche. Eso significaba que tendría que dar el masaje con el ruido de fondo del pub de abajo, que se filtraba por el suelo sin descanso, imposible de obviar. Miró a su alrededor en busca de una radio, un equipo de música, un reproductor de CD, cualquier cosa que influyera en el ambiente. En la habitación no había prácticamente nada, salvo las tres camas, que era difícil no advertir. Se preguntó por qué el hombre tenía tres.
Empezó el masaje. Tenía una piel extraordinaria: oscura como el café solo, con la textura de la palma de la mano de un bebé recién nacido, si bien, debajo, los músculos estaban perfectamente definidos. Tenía un cuerpo que indicaba un duro trabajo físico, pero lo que lo revestía sugería que no había cogido una herramienta en su vida. Quería preguntarle a qué se dedicaba, para estar formado tan magníficamente. Pero tenía la sensación de que aquello sería traicionar un interés que se suponía que no debería tener hacia un cliente, así que no dijo nada.
Recordó que su profesor de masajes les explicó algo que, en su día, le había parecido un tanto disparatado: «Debéis entrar en el zen del masaje. La calidez de vuestras intenciones para lograr el bienestar del cliente debería transmitirse a vuestras manos hasta que vuestro yo desaparezca, de forma que sólo queden tejidos, músculos, presión y movimiento».
Había pensado: «Qué gilipollez», pero ahora intentó alcanzar ese punto. Cerró los ojos y se propuso alcanzar el zen.
– Qué bueno, joder -murmuró Dix D'Court.
En silencio, Kendra trabajó el cuello, los hombros, la espalda, los brazos, las manos, los muslos, las piernas, los pies. Recorrió cada centímetro de él y ni un milímetro de su cuerpo tenía unas condiciones distintas. Incluso sus pies eran suaves, no tenía ni un callo. Cuando terminó esta parte del masaje, llegó a la conclusión de que el hombre había pasado toda su vida en una cuba de aceite para bebés.
Le pidió que se diera la vuelta. Le puso más cómodo colocándole una toalla enrollada debajo del cuello. Cogió el frasco de aceite para continuar, pero él la detuvo alargando la mano y agarrándole la muñeca, a la vez que decía:
– ¿Y dónde ha aprendido?
– He estudiado, tío -dijo ella automáticamente-. ¿Qué coño se cree? -Y entonces se corrigió, porque había hablado prácticamente desde un estado de ensueño, ajustándose a su dialecto simplemente porque, se dijo, había alcanzado el zen del que había hablado su profesor-: He realizado un curso en una escuela.
– Le doy una nota alta. -Sonrió, mostrando unos dientes rectos y blancos, tan perfectos como el resto de su cuerpo. Cerró los ojos y se acomodó para la segunda parte del masaje.
Sin darse cuenta, se le había escapado el acento de Señora Marquesa, descubrió Kendra. La incomodidad la acompañó durante el resto del masaje. Quería acabar y marcharse de aquel lugar. Cuando terminó de trabajar su cuerpo, se retiró y se limpió las manos con una toalla. El procedimiento estaba diseñado para conceder unos minutos al cliente al final del masaje, para que se quedara tumbado en la mesa y saboreara la experiencia. Pero, en este caso, Kendra sólo quería salir de la habitación. Dio la espalda a la mesa y empezó a guardar las cosas.
Oyó que el hombre se movía detrás de ella y, cuando se giró, vio que se había sentado en la mesa, las piernas colgando a un lado, observándola, su cuerpo aún brillaba con intensidad por el aceite que había empleado.
– ¿Le ha contado la verdad, señora Osborne? -preguntó-. No me ha contestado y no puedo dejar que se marche hasta que lo sepa. ¿El tipo que cree que soy? No es verdad. La chica estaba abajo -se refería al pub- y yo entré para pedir un zumo de tomate en la barra. Estaba como una cuba y dejaba que dos tipos bailaran con ella en un rincón y la manosearan. Tenía la blusa abierta. Se subía la falda como si quisiera…
– De acuerdo -dijo Kendra. Lo único en lo que podía pensar era «quince años, quince años».
– No -dijo-. Tiene que escucharme porque creo…
– Si digo que le creo…
El hombre negó con la cabeza.
– Demasiado tarde, señora Osborne. Demasiado tarde. La saqué del pub, pero ella pensó que significaba otra cosa. Me lo ofreció todo, cualquier cosa que yo quisiera que me hiciera. Le dije que de acuerdo, que podía chupármela…
Kendra lo miró con los ojos muy abiertos. Él levantó una mano.
– … pero teníamos que ir a su casa, le dije. Verá, era la única manera de conseguir que me dijera dónde vivía. La llevé en coche y, entonces, apareció usted.
Kendra negó con la cabeza.
– Estaba… No. Estaba… -No sabía cómo expresarlo. Se señaló los pechos-. Le vi. Levantándose -dijo.
El hombre giró la cabeza, pero Kendra vio que lo hacía para recordar esa noche.
– Su bolso estaba en el suelo -dijo al fin-. Lo estaba recogiendo. Mujer, no me lo hago con niñas, y eso sí que lo vi, que es una niña -añadió-. No como usted, no como usted en absoluto. Señora Osborne. Kendra. ¿Puedes acercarte? -Señaló la mesa, y a sí mismo.
– ¿Por qué? -dijo ella.
– Porque eres preciosa y quiero besarte. -Sonrió-. ¿Lo ves? No miento acerca de nada. Ni acerca de tu sobrina. Ni de mí. Ni de ti.
– Ya se lo he dicho. Mi trabajo es éste. Si cree que voy a…
– Ya lo sé. Te he llamado porque he visto el folleto en el gimnasio, eso es todo. No sabía quién aparecería y no me importaba. Tengo que prepararme para una competición y necesito que alguien se ocupe de mis músculos. Ya está.
– ¿Qué clase de competición?
– Culturismo. -Se quedó callado, esperando su comentario. Cuando Kendra no dijo nada, añadió-: Me preparo para Mister Universo. Hago pesas desde los trece años.
– ¿Y cuánto hace de eso?
– Diez años -contestó.
– Tienes veintitrés.
– ¿Algún problema?
– Yo tengo cuarenta, tío.
– ¿Algún problema?
– ¿Sabes matemáticas?
– Las matemáticas no hacen que quiera besarte menos.
Kendra se mantuvo firme, sin saber realmente por qué. Quería sus besos, de eso no había duda. También quería más. Los diecisiete años de diferencia significaban que no habría ataduras, y así era como le gustaban las cosas. Pero había algo en él que la hacía dudar: sólo parecía tener veintitrés años por el físico. Por mentalidad y comportamiento, parecía mucho mayor, y eso anunciaba un tipo de peligro que llevaba evitando durante mucho tiempo.
Entonces el hombre se bajó de la mesa, y la sábana que llevaba se deslizó al suelo. Avanzó hacia ella y le puso la mano en el brazo.
– La verdad es la verdad, señora Osborne. La he llamado para un masaje. El dinero está encima de la mesa. Con una propina incluida. No esperaba nada más. Pero, aun así, lo quiero. La pregunta es, ¿usted lo quiere? De todas formas, es sólo un beso.