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Kendra quería contestar «no», porque sabía que contestar «sí» implicaba adentrarse en un lugar que debería evitar. Pero no respondió. Ni tampoco se marchó.

– No voy a hablar sólo yo. Tiene que responder, señora Osborne.

Otra persona en su interior habló por ella.

– Sí -dijo.

Dix la besó. Le instó a abrir la boca, una mano en la nuca. Ella le puso una mano en la cintura y luego la deslizó a su trasero, que era firme, como el resto de su cuerpo. Y como el resto de su cuerpo, la llenó de deseo.

Kendra se apartó.

– Yo no hago estas cosas -dijo.

Dix supo a qué se refería.

– Ya lo veo -murmuró. Él se retiró y la miró-. No espero nada. Puedes marcharte cuando quieras. -Con los dedos, recorrió la curva de su cuerpo. Con la otra mano, le rozó los pechos.

La caricia acabó con la resistencia que albergaba Kendra. Se acercó de nuevo a él y aproximó su boca a la suya mientras volvía a colocar las manos en su cintura, esta vez para quitarle la única prenda de ropa que llevaba.

– Mi… -dijo, y luego-. Mi cama es ésa. Ven. -La guió hasta la cama que estaba más cerca de la ventana y la sentó encima-. Eres una diosa -dijo.

Le desabrochó la blusa. Liberó sus pechos. Los miró, luego le miró la cara antes de sentarse en el colchón y bajar la boca a sus pezones.

Kendra jadeó porque hacía mucho tiempo, y necesitaba que un hombre venerara su cuerpo, estuviera fingiendo o no. Le deseaba y, en este momento, el hecho de desearle era lo único que…

– Joder, Dix. ¿Qué coño haces? ¡Teníamos un trato!

Se separaron deprisa, peleando por las sábanas, la ropa, lo que fuera para taparse. A Kendra se le ocurrió que existía una razón distinta para las tres camas de la habitación. Dix D'Court compartía piso, y uno de sus compañeros acababa de entrar.

Capítulo 7

La noche que Ness vio salir al Cuchilla de la comisaría de Policía de Harrow Road, tomó una decisión. Para ella, era fácil, se suponía que tenía que serlo, pero la puso en un camino que alteraría para siempre las vidas de personas que nunca conocería.

El Cuchilla no era un hombre agradable de mirar. Irradiaba peligro con tanta claridad que podría llevar intermitentes alrededor del cuello en lugar de lo que llevaba: un colgante italiano de oro diseñado para proteger del mal de ojo. También irradiaba poder. El poder atraía a la gente hacia él; el peligro la mantenía como él prefería que fuera: servil, indecisa y anhelante. Había aprendido a desarrollar una conducta adecuada para intimidar, tanto por su estatura como por sus atributos físicos; al medir sólo un metro sesenta y cuatro, podría calificarse como alguien fácil de derribar; al ser totalmente calvo y tener una cara tan bruscamente retirada de la nariz que la parte delantera de su cráneo parecía más un pico que otra cosa, también había aprendido pronto que sólo existían dos formas de sobrevivir al entorno en el que había nacido. Había elegido la ruta del dominio en lugar de la ruta de la huida. Era más fácil, y a ella le gustaban las cosas fáciles.

Cerca de él, Ness había notado el poder y el peligro, pero no estaba en posición de sentirse afectada por ninguno de los dos sentimientos. El encuentro con su tía, seguido de la visita a Six a Mozart Estate, la habían colocado en un lugar en que lo último que le importaba era la supervivencia. Así que cuando asimiló los detalles del Cuchilla -desde las botas de cowboy que le proporcionaban una altura adicional hasta el tatuaje de la cobra, que era toda una declaración, enroscándose desde su cabeza hasta la mejilla- sólo vio lo que estaba buscando: alguien capaz de alterar su estado de ánimo.

Lo que el Cuchilla vio fue lo que ella ofrecía superficialmente, y estaba dispuesto a cogerlo. Había pasado cuatro horas en la comisaría de Policía -dos más de las que había consentido nunca- y si bien jamás cupo la menor duda de que estaría en la calle en cuanto soltara el rollo que se le exigía, no aportó lo que quería la Policía, así que estuvo a su merced. Odiaba aquella situación, y el odio le ponía nervioso. Quería tranquilizarse. Había varias formas de hacerlo, y Ness estaba ahí, descarada, prometiéndole una.

Por lo tanto, cuando llegó su transporte, no se subió al asiento del copiloto y no le dijo al conductor -un tal Calvin Hancock, cuyas rastas copiosas estaban cuidadosamente tapadas por deferencia a la forma en que podría sospechar que un hombre calvo preferiría verlas- que lo llevara a Portnall Road, donde una chica de diecisiete años llamada Arissa le esperaba para colmarle de atenciones. En lugar de eso, señaló con la cabeza el asiento de atrás para que Ness se subiera al coche y se montó detrás de ella, dejando a Calvin Hancock de chofer.

– A Willesden Lane -le dijo.

Cal -como le llamaban- miró por el retrovisor. Era un cambio de planes y no le gustaba que se cambiaran los planes. Al haber asumido la responsabilidad de proteger al Cuchilla, y lo había hecho exitosamente durante cinco años, por lo que había recibido las cuestionables recompensas de este éxito -que eran la compañía del Cuchilla y un lugar donde dormir por las noches-, Cal conocía el riesgo de las decisiones impulsivas, y sabía cómo sería su vida si le ocurría algo al otro hombre.

– Tío, creía que querías a Rissa. Portnall está limpio. Se ha ocupado de que así sea. Si vamos a Willesden, es imposible saber con quién te tropezarás allí.

– Mierda -dijo el Cuchilla-. ¿Me estás cuestionando?

Cal arrancó el coche como respuesta.

Ness escuchó admirada.

– Danos un canuto -le dijo el Cuchilla a Cal.

Ness sintió un escalofrío de asombro y excitación cuando el otro hombre detuvo el coche en el arcén, obedientemente, abrió la guantera y lio el porro. Lo encendió, dio una calada y se lo pasó al Cuchilla. Cuando volvió a incorporar el coche al tráfico nocturno, su mirada se encontró con la de Ness en el retrovisor.

El Cuchilla se recostó a su lado. No le hizo caso, lo que provocó que aún le pareciera más atractivo. Fumó el cannabis y no le ofreció a Ness, que estaba ansiosa y le puso la mano en el muslo. La deslizó hasta la entrepierna. Él la apartó. Lo hizo sin mirarla. Ella quiso ser su esclava.

En un susurro que procedía de las innumerables películas que había visto y de la imagen extraña de contacto humano satisfactorio que proporcionaban, dijo:

– Te lo voy a hacer, cariño. Te lo haré de un modo que creerás que te va a explotar la cabeza. ¿Es eso lo que quieres? ¿Es lo que te gusta?

El Cuchilla le lanzó una mirada de indiferencia.

– Yo te lo haré a ti, puta. Cuándo y dónde yo diga. No al contrario, y será mejor que lo recuerdes desde el principio.

Lo único que Ness oyó fue «desde el principio». Sintió la emoción cálida, húmeda de lo que implicaban esas palabras.

Calvin los condujo hacia el norte, lejos de Harrow Road y más allá de Kilburn Lane. Centrada como estaba en el Cuchilla, Ness no se fijó en adonde iban. Cuando por fin llegaron a una urbanización de viviendas de protección oficial, con hileras de casas de ladrillo bajas que se extendían a lo largo de un sistema de calles estrechas, con la mayoría de las farolas y todas las luces de seguridad rotas desde hacía tiempo, podrían haber estado en cualquier lugar desde Hackney al Infierno. Ness no habría sabido decir.

Cal aparcó y abrió la puerta del lado de Ness. La chica se bajó y el Cuchilla salió después. Le pasó el peta a Cal y dijo:

– Ve a comprobarlo. -Se apoyó en el coche mientras Cal desaparecía por un sendero entre dos edificios.

Ness se estremeció, no de frío, sino por un tipo de expectativa que nunca había sentido. Intentó parecer indiferente, una más, por así decirlo. Pero no podía dejar de mirar al Cuchilla. Todo lo que quería. Así le veía. Le pareció que se había producido un milagro en una noche que hasta entonces había sido un desastre.