Выбрать главу

Toby tenía poca experiencia en patos y, por lo tanto, no sabía que los trozos de pan lanzados al agua atraerían a cualquier pato que se preciara en un radio de cincuenta metros. El plan, tal como se lo explicó Joel, le pareció razonable, así que el niño estuvo encantado de instalarse detrás de una especie de pantalla toscamente preparada en los juncos, desde la que podía observar a los pájaros y esperar pacientemente a que lo descubrieran.

– Tienes que quedarte aquí-le dijo Joel cuando tuvo a Toby colocado en su lugar-. Lo has entendido, ¿verdad? Volveré cuando acabe de comprar una cosa en Portobello Road. Tú espera aquí. Podrás hacerlo, ¿Tobe?

Toby se había tumbado boca abajo con la barbilla sobre el flotador. Asintió con la cabeza y clavó los ojos en el agua, justo a través de los juncos.

– Dame la tostada, entonces -dijo-. Apuesto a que los patos tienen hambre.

Joel se aseguró de que la tostada y el pan estuvieran a su alcance. Salió de detrás de la pantalla y subió por el sendero. Se sintió aliviado al ver que, desde arriba del estanque, no se veía a Toby. Sólo esperaba que su hermano se quedara allí, escondido. No tenía pensado tardar más de veinte minutos.

Ir a la tienda en la que Toby le había enseñado la lámpara de lava requería dirigirse a Portobello Bridge, el viaducto por el que cruzaría las vías del tren y entraría en lo que quedaba del mercado al aire libre de Golborne Road. Realizó esta primera parte del viaje a paso ligero y, mientras caminaba, se preguntó qué recordaría su hermano pequeño sobre cómo habían celebrado en su día los cumpleaños. Si su madre tenía una buena temporada, se apretujaban los cinco en la pequeña mesa de la cocina. Si su madre tenía una de sus malas rachas, sólo eran cuatro, pero su padre compensaba esa ausencia entonando con fuerza y desafinando la canción especial de cumpleaños, tras la cual les entregaba un regalo, como una navaja o un estuche de maquillaje, o unos patines en línea de segunda mano pero bien limpios, o unas deportivas especiales que deseaban pero que nunca habían mencionado.

Pero eso era antes de que los niños Campbell fueran trasladados a Henchman Street, donde Glory hacía todo lo que estaba en su mano para organizar una celebración -siempre y cuando ellos le recordaran que se acercaba un cumpleaños-, pero George Gilbert normalmente aguaba la fiesta porque llegaba a casa borracho o utilizaba el cumpleaños como excusa para emborracharse o, si no, se convertía en el centro de atención de la fiesta. Joel no sabía cómo sería un cumpleaños en casa de Kendra Osborne, pero pensaba hacerlo tan especial como pudiera.

El inmenso complejo de viviendas de protección oficial de Wornington Green marcaba una de las esquinas que Joel tenía que doblar, pero justo en Wornington Road un campo de fútbol de asfalto llamó su atención. Estaba rodeado de ladrillos y tenía una valla de tela metálica por los cuatro lados y terminada en ángulo, diseñada para disuadir a cualquiera que quisiera utilizar la instalación cuando no había que usarla. Pero unos peldaños en la parte oeste del campo permitían acceder a él, puesto que la puerta de arriba estaba rota desde hacía tiempo y el objetivo del campo -ofrecer un área de juegos para los niños de Wornington Green- cambió poco después: debajo de él, Joel vio a uno de los muchos artistas de grafitis del barrio en pleno proyecto, aplicando su arte a las paredes mugrientas con un arcoíris de colores.

Era un rastafari, aunque llevaba las rastas cubiertas por un gran gorro de punto caído por el peso del pelo que había dentro. El olor a marihuana subía flotando y Joel vio que de sus labios colgaba un porro. Parecía estar dando los últimos retoques a una obra maestra que constaba de palabras y de una especie de caricatura. Las palabras estaban en rojo, realzadas en blanco y naranja. Decían «No preguntes» y servían de base a la figura que, como el ave fénix de las cenizas, surgía de ellas: un hombre negro con navajas en cada mano, que ofrecía un gruñido adecuadamente feroz desde una cara tatuada. Esta obra terminada era una de las muchas que ya decoraban el campo: mujeres de pechos generosos, hombres fumando tabaco o hachís en varias posturas, policías amenazantes con pistolas desenfundadas, guitarristas inclinados hacia atrás mientras enviaban su música al cielo. Donde no había grafitis de esta naturaleza, había pintadas. Iniciales, nombres, apodos usados en las calles… Era difícil imaginar que un niño jugara al fútbol en este campo con tantas distracciones.

– ¿Qué miras, tío? ¿Nunca has visto trabajar a un artista?

La pregunta provenía del rastafari, que había visto a Joel mirando por la valla de tela metálica. Joel se lo tomó como un simple comentario y no como el desafío que podría haber sido, si viniera de otra clase de hombre. Este tipo parecía inofensivo, una conclusión a la que Joel llegó basándose en la expresión soñolienta de su cara, como si la hierba que fumaba lo escoltara al país de los sueños.

– Esto no es arte -dijo Joel-. El arte está en los museos.

– ¿Sí? ¿Crees que tú podrías hacerlo? ¿Te doy pintura y haces algo así de bonito? -Hizo un gesto con el porro, señalando la obra prácticamente acabada.

– ¿Y quién es? -le preguntó Joel al rastafari-. ¿Qué significa «No preguntes»?

El rastafari se acercó a él, dejando atrás el bote de pintura. Llegó al lateral del campo, la cabeza ladeada.

– Estás de coña, ¿verdad? Tomas por estúpido a Cal Hancock.

Joel frunció el ceño.

– ¿Qué quieres decir?

– ¿Preguntas quién es éste? ¿Quieres decir que no lo sabes? ¿Cuánto tiempo llevas aquí, chaval?

– Desde enero.

– ¿Y no lo sabes?

Cal meneó la cabeza con sorpresa. Se sacó el porro de la boca y se lo tendió generosamente a Joel para que diera una calada. Joel puso las manos detrás de la espalda, el gesto universal del rechazo.

– ¿Estás limpio, entonces? -le preguntó Cal Hancock-. Muy bien, tío. Cúrrate un futuro. ¿Tienes nombre?

Joel se lo dijo.

– ¿Campbell? ¿Tienes una hermana? -dijo Cal.

– Ness, sí.

Cal silbó y dio una fuerte calada al porro.

– Entiendo -dijo, y asintió pensativo con la cabeza.

– ¿La conoces o qué?

– ¿Yo? No. Yo no trato con mujeres que tengan mierdas mentales en la cabeza, ¿entiendes?

– Mi hermana no tiene… -Lo que insinuaba «mentales», la conexión ineludible con Carole Campbell, el futuro que prometía, eran temas que Joel no se atrevía a abordar, ni siquiera a negar. Pegó una patada con la deportiva en el muro bajo de ladrillo del campo.

– Quizá no, colega -dijo Cal afablemente-. Pero la tía sabe cómo colocar a un hombre antes de colocarse ella, te lo digo yo. Puede dejarle flipando, si quiere, ¿entiendes? Le deja pensando qué coño le ha pasado…, y deseando más.

– ¿Estás seguro de que el tío no eres tú? -preguntó Joel.

Cal se rió.

– Bueno, la última vez que lo comprobé tenía las pelotas en su sitio, así que estoy muy seguro, amigo, -Le guiñó el ojo y reanudó su obra con aire despreocupado.

– Bueno, ¿y quién es? -le gritó Joel, señalando la figura en la que trabajaba.

Cal respondió moviendo la mano perezosamente.

– Lo sabrás en su momento -le contestó.

Joel se quedó observándolo un momento y vio cómo sombreaba la curva de la P de «Preguntes». Luego se marchó.

Había pasado bastante tiempo desde que Toby le había enseñado la lámpara de lava que quería, pero cuando Joel llegó a la tienda de Portobello Road, se sintió aliviado al ver que la lámpara aún borboteaba en el escaparate.