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Entró. Un timbre automático notificó su llegada y, al cabo de tres segundos, un hombre asiático apareció por una puerta trasera. Echó un vistazo a Joel y entrecerró los ojos con desconfianza.

– ¿Dónde está tu madre, chico? -le dijo-. ¿Qué quieres de mi tienda, por favor? ¿Vas con alguien? -El hombre repasó el local mientras hablaba.

Joel sabía que no buscaba a su madre, sino al grupo de chicos que suponía que andaba cerca, preparados para hacer alguna travesura. Era un acto reflejo en esta zona de la ciudad: una parte de paranoia y dos partes de experiencia.

– Me gustaría una de esas lámparas de lava -dijo Joel. Habló en un inglés tan correcto como pudo.

– Muy bien, pero tienes que pagarla, chico.

– Ya lo sé. Tengo dinero.

– ¿Tienes quince libras y noventa y nueve peniques? -preguntó el hombre-. Debo verlos, por favor.

Joel se acercó al mostrador. Rápidamente, el hombre puso las manos debajo. En ningún momento miró a otra dirección que no fuera la de Joel, y cuando el niño buscó en los bolsillos y sacó el billete de cinco libras arrugado más todas las monedas, el propietario de la tienda contó el dinero con la mirada y no con los dedos, las manos sobre lo que tuviera debajo del mostrador que, al parecer, le aportaba seguridad. Joel imaginó que sería una especie de cuchillo grande asiático, con una hoja curva que podría rebanarle la cabeza a alguien.

– Aquí está -dijo Joel en referencia al dinero-. ¿Ahora me dará una?

– ¿Una?

– Una lámpara de lava. A eso he venido.

El asiático señaló con la cabeza el escaparate y dijo:

– Puedes elegir tú mismo.

Y cuando Joel se alejó para coger la lámpara que quería, el hombre retiró el dinero deprisa, lo guardó en la caja y cerró el cajón de golpe como alguien que teme que vean un secreto.

Joel escogió la lámpara púrpura y naranja que Toby había admirado. Desenchufó el cable y la llevó al mostrador. La lámpara tenía una capa de polvo por el largo tiempo que llevaba expuesta en el escaparate, pero no importaba. El polvo podía limpiarse.

Joel colocó la lámpara con cuidado sobre el mostrador. Esperó educadamente a que el hombre se la envolviera. El hombre no hizo nada, salvo mirarle fijamente hasta que, al fin, Joel dijo:

– ¿Puede ponérmela en una caja o algo? Va en una caja, ¿no?

– No hay ninguna caja para la lámpara -le dijo el asiático, elevando la voz como si alguien estuviera acusándolo de algo-. Si la quieres, llévatela. Llévatela y vete de inmediato. Si no la quieres, márchate de la tienda. No tengo ninguna caja para darte.

– Pero tendrá una bolsa -dijo Joel-. ¿Un periódico o algo para envolverla?

El hombre elevó más la voz al ver que estaba urdiéndose una trama: este chico de aspecto extraño era la avanzadilla de un grupo que quería arrasar su tienda.

– Me estás causando problemas, chico. Tú y los de tu clase siempre lo hacéis. Voy a decirte algo: ¿quieres la lámpara? Si no la quieres, márchate de inmediato o llamaré a la Policía ahora mismo.

A pesar de su corta edad, Joel reconocía el miedo cuando lo veía y sabía lo que el miedo podía inducir a hacer a la gente, así que dijo:

– No quiero causarle problemas, ¿comprende? Sólo le pido una bolsa para llevarme esto a casa. -Vio un fajo de bolsas justo detrás de la caja y las señaló con la cabeza-. Una de ésas me vale.

Con los ojos clavados en Joel, el hombre deslizó el brazo hacia las bolsas y cogió una. La dejó en el mostrador y observó como un gato preparado para saltar mientras Joel sacudía la bolsa y metía la lámpara dentro.

– Gracias -dijo Joel, y se alejó del mostrador. Era reacio a dar la espalda al asiático tanto como el asiático era reacio a darle la espalda a Joel. Fue un alivio salir fuera.

Cuando volvió sobre sus pasos a Meanwhile Gardens y el estanque de los patos, Joel vio que Cal Hancock había terminado su proyecto. Su lugar lo ocupaba otro rastafari con una manta fina sobre los hombros, agachado en una esquina del campo de fútbol, donde estaba encendiéndose un porro. En otra esquina se apiñaban tres hombres con sudaderas que aparentaban unos veintitantos años. Uno de ellos estaba sacando un puñado de bolsitas de plástico del bolsillo de su camisa.

Joel los miró y se marchó rápidamente. Había cosas que era mejor no ver.

* * *

Se dirigió al camino trasero del estanque de los patos, detrás de Trellick Tower, cruzando el jardín aromático en lugar de atravesar Edenham Estate y coger el sendero que él y Toby habían utilizado antes. Por este motivo, la vista del estanque era distinta, pero el lugar donde había colocado la pantalla estaba tan escondido como desde el otro ángulo. Tanto mejor. Decidió que volvería a recurrir a ella cuando necesitara un lugar seguro para esconder a Toby.

Bajó corriendo hacia el estanque y se abrió paso hasta el escondite, llamando a su hermano en voz baja. No obtuvo respuesta, lo que provocó que se detuviera un momento y se asegurara de que estaba en el lugar correcto. Pronto descubrió que sí, cuando vio los juncos aplastados que marcaba el sitio donde se había tumbado Toby. El pan no estaba y el niño tampoco.

– Mierda -murmuró Joel.

Miró a su alrededor y llamó a su hermano más fuerte. Intentó pensar en todos los lugares adonde podría haber ido Toby, cruzó los juncos y subió por el sendero principal. Fue entonces cuando el ruido procedente de la pista de patinaje llamó su atención: no sólo los chirridos de los monopatines contra los laterales de hormigón de la pista, sino también los gritos de los patinadores que disfrutaban de ella.

Aceleró el paso y se dirigió a la pista de patinaje. Debido al buen tiempo, los tres niveles de la pista funcionaban a pleno rendimiento y, además de los patinadores y los ciclistas de la zona inmediata, algunos espectadores habían hecho un alto en su paseo por el sendero junto al canal para observar la acción, otros holgazaneaban en los bancos que salpicaban las pequeñas colinas del parque.

Toby no estaba en ninguno de estos grupos, sino sentado al borde de la pista central, los pies colgando y los vaqueros subidos de manera que la cinta adhesiva alrededor de las deportivas era bien visible. Daba palmas en el flotador mientras cuatro chicos cruzaban arriba y abajo los laterales de la pista con monopatines decorados con calcomanías de colores brillantes. Vestían bermudas anchas y de talle bajo. Llevan camisetas sucias con logotipos de grupos de música descoloridos y gorros de esquí de punto en la cabeza.

Toby se balanceaba sobre el trasero mientras miraba a los chicos avanzar por la pista a toda velocidad y planear por los laterales, girar con pericia los monopatines en el aire y cruzar deprisa la pista donde repetían el movimiento en el otro lado. Por el momento, parecían resueltos a no prestarle atención, pero el niño no se lo ponía fácil.

– ¿Puedo hacerlo? ¿Puedo probar? ¿Puedo? ¿Puedo? -gritaba mientras daba golpes en la pista con los pies.

Joel se acercó. Pero al hacerlo, vislumbró a un segundo grupo de chicos en el puente que llevaba a Great Western Road al otro lado del canal Gran Union. Se habían parado a mitad del puente y miraban abajo, a los jardines. Tras intercambiar unas palabras, se dirigieron a la escalera de caracol. Joel los oyó bajando los peldaños de metal. Todavía no sabía quiénes eran. Aun así, su corpulencia, los muchos que eran y su forma de vestir… Todo aquello sugería que formaban parte de una banda y no quería estar cerca cuando se dirigieran a la pista de patinaje si, efectivamente, era allí adonde iban.

Corrió hacia la pista central; allí, en el borde, Toby pedía a gritos ser parte de la acción.

– Tobe, ¿por qué no has esperado donde los patos? -le dijo a su hermano-. ¿No me has oído cuando te he dicho que me esperaras allí?

– Míralos, Joel -respondió, entrecortadamente, Toby-. Creo que podría hacerlo. Si me dejaran. Les he pedido que me dejen. ¿Tú no crees que podría hacerlo?