La respuesta de Toby fue acercarse más a Joel. La de Joel fue asentir con la cabeza.
– Entonces, ¿me crees? -le preguntó su abuela.
Joel asintió. No le pareció que tuviera otra opción.
Arriba, las luces distantes del sendero se encendieron cuando Ness rodeó un edificio bajo de ladrillo en el borde de Meanwhile Gardens. Era un centro infantil -sin niños a esta hora del día- y cuando Ness lo miró vio dentro a una mujer pakistaní sola, que parecía estar cerrando el lugar.
Detrás de aquel edificio, se extendían los jardines y un sendero zigzagueante serpenteaba entre montículos salpicados de árboles y trazaba un camino hacia una escalera. Era de metal y subía en espiral hacia un puente con la barandilla de hierro que cruzaba la sección de Paddington del canal Grand Union. El canal marcaba la frontera norte de Meanwhile Gardens, una división entre Edenham Estate y una serie de viviendas donde pisos modernos y elegantes se alzaban codo con codo con bloques antiguos para declarar que vivir frente al agua no siempre había sido tan atractivo.
Ness se fijó en algunas de estas cosas, pero no en todas. Localizó las escaleras, el puente con la barandilla de hierro arriba y pensó sobre dónde podría llevar la carretera que cruzaba ese puente.
Estaba hirviendo por dentro. Tanto que el calor hacía que quisiera lanzar la chaqueta al suelo y luego pisotearla. Pero era plenamente consciente del frío de enero más allá del calor que sentía en su interior, que le acariciaba la piel desnuda. Y se sintió inextricablemente atrapada entre los dos: el calor de dentro y el frío de fuera.
Llegó a las escaleras, haciendo caso omiso a los ojos que la observaban desde debajo de los robles adolescentes que crecían en los montículos de Meanwhile Gardens, haciendo caso omiso también a los ojos que la observaban desde debajo del puente del canal Grand Union. Todavía no sabía que mientras caía la oscuridad -y a veces incluso mucho antes- en Meanwhile Gardens se realizaban diversos tipos de transacciones. El dinero pasaba de una mano a otra, se contaba con disimulo y con el mismo disimulo se entregaban sustancias ilegales. De hecho, cuando llegó arriba y alcanzó el puente, los dos individuos que habían estado observándola salieron de sus escondites y se reunieron. Llevaron a cabo el intercambio con tanta fluidez que si Ness hubiera estado mirando, habría sabido que se trataba de un encuentro habitual.
Pero la chica tenía un propósito en la cabeza: poner fin al calor que le hervía la sangre. No tenía dinero ni conocía la zona, pero sabía qué buscaba.
Entró en el puente y se orientó. Al otro lado de la carretera había un pub; detrás se extendía una hilera de casas adosadas a cada lado de la calle. Ness examinó el pub, pero no vio nada prometedor ni dentro ni fuera, así que se dirigió hacia las casas. La experiencia le había enseñado que cerca tenía que haber tiendas, y la experiencia no le falló. Las encontró a unos cincuenta metros, y Tops Pizza le ofrecía la mejor de las posibilidades.
Delante había un grupo de cinco adolescentes: tres chicos y dos chicas. Todos eran negros, en mayor o menor medida. Los chicos llevaban vaqueros anchos, sudaderas con las capuchas puestas y anoraks gruesos. Era una especie de uniforme en esta zona de North Kensington. Toda la ropa informaba a quien mirara sobre dónde residían sus lealtades. Ness lo sabía. También sabía qué se le requería: ser igual de dura que ellos. No le supondría ningún problema.
Las dos chicas ya estaban en ello. Estaban apoyadas en el escaparate de Tops Pizza, los párpados bajados, sacando pecho, echando la ceniza de los cigarrillos en la acera. Cuando hablaba alguna de las dos, lo hacía con movimientos bruscos de cabeza mientras los chicos se pavoneaban a su alrededor haciéndose los gallitos.
– Eres una estrella, sí. Ven conmigo y te enseñaré lo que es bueno.
– ¿Qué quieres paseándote por aquí, cariño? ¿Has salido a ver las vistas? Pues yo sí que tengo algo bueno que enseñarte.
Risas, risas. Ness notó que apretaba los dedos de los pies dentro de las botas. Siempre era lo mismo: un ritual cuyo resultado sólo se diferenciaba por lo que surgía a su conclusión.
Las chicas les seguían el juego. Sus papeles no sólo consistían en mostrarse reticentes, sino también en menospreciarlos. Esa reticencia daba esperanza, y el menosprecio alimentaba el fuego. Algo que valga la pena nunca debería ser fácil.
Ness se acercó a ellos. El grupo se quedó en silencio con esa actitud intimidante que adoptan los adolescentes cuando aparece un intruso. Ness sabía la importancia que tenía hablar primero. Las palabras y no la apariencia causaban la primera impresión cuando te encontrabas a una persona sola en la calle.
Los saludó con la cabeza y se metió las manos en los bolsillos de la chaqueta.
– ¿Sabéis dónde puedo pillar algo? -Soltó una carcajada y lanzó una mirada hacia atrás-. Joder. Me muero por meterme.
– Yo puedo meterte algo, nena. -Era la respuesta esperada. La dio el chico más alto de la panda.
Ness lo miró fijamente y lo repasó de los pies a la cabeza antes de que él hiciera lo mismo. Notó que las dos chicas se irritaban, al ver invadido su territorio, y supo lo importante que sería su respuesta.
Puso los ojos en blanco y centró su atención en ellas.
– Seguro que a éste no le pilla nadie. ¿Me equivoco?
La chica con más pecho se rió. Como los chicos, repasó a Ness, pero su examen fue distinto. Estaba valorando las posibilidades de incluirla en el grupo. Para fomentarlas, Ness dijo:
– ¿Me das una calada? -Y señaló el cigarrillo de la chica.
– No es un porro -contestó ella.
– Ya lo sé, qué te crees -dijo Ness-. Pero es algo y, como he dicho, necesito algo, tíos.
– Nena, ya te he dicho que yo tengo lo que necesitas. Vamos a la vuelta de la esquina y te lo enseñaré -dijo el chico más alto otra vez. Los otros sonrieron. Arrastraron los pies, chocaron los puños y se rieron.
Ness no les hizo caso. La chica le pasó el cigarrillo, y Ness dio una calada. Miró a las dos chicas mientras ellas la miraban.
Nadie dijo cómo se llamaba. Era parte del juego. Un intercambio de nombres significaba que se daba un paso y nadie quería ser el primero en darlo.
Ness devolvió el cigarrillo a su propietaria y la chica dio una calada.
– Entonces, ¿qué quieres? -preguntó su amiga a Ness.
– Me da igual -contestó Ness-. Joder, me va la coca, la hierba, las anfetas, las pastis, lo que sea. Estoy hambrienta, ya sabes.
– Yo sé lo que te puedes comer… -dijo el chico más alto.
– Cállate -le ordenó la chica. Y luego le dijo a Ness-: ¿Qué llevas? Aquí no hay nada gratis.
– Puedo pagar -dijo Ness-. No hace falta pasta larga.
– Eh, nena, entonces…
– Cállate -dijo otra vez la chica al chico alto-. Tengo que decírtelo, Greve, me estás cabreando.
– Eh, Six, no te pases.
– ¿Así te llamas? -le preguntó Ness-. ¿Six?
– Sí -dijo-. Ella es Natasha. ¿Cómo te llamas tú?
– Ness.
– Guay.
– ¿Dónde se pilla por aquí, entonces?
Six señaló con la cabeza a los chicos y dijo:
– A este tío no, puedes estar segura. Ellos no son productores, te lo digo.
– ¿Dónde, entonces?
Six miró a uno de los otros chicos. El tipo se había recostado, en silencio, observando.
– ¿Pasa material esta noche? -le preguntó Six.
El chico se encogió de hombros y no reveló nada. Miró a Ness, pero sus ojos no eran amables.
– Depende -dijo al fin-. Y si es que sí, no significa que arañe algo para él. De todos modos, no va a darle nada, no hace tratos con zorras que no conoce.
– Eh, vamos, Dashell -dijo Six con impaciencia-. Es una tía legal, ¿vale? No seas chungo.
– No será cosa de un día -le dijo Ness a Dashell-. Tengo pensado ser cliente habitual. -Cambió el peso de un pie a otro, luego otra vez y otra vez, un pequeño baile que decía que reconocía quién era éclass="underline" su posición en el grupo y su poder sobre ellos.