Dashell miró a Ness y luego a las otras chicas. Su relación con ellas pareció inclinar la balanza.
– Vale, se lo preguntaré -le dijo a Six-. Pero no será antes de las diez y media.
– Guay -dijo Six-. ¿Dónde lo llevará?
– Si quiere arañar algo, no te preocupes. Te encontrará. -Movió la cabeza hacia los otros dos chicos. Se fueron con aire despreocupado en dirección a Harrow Road.
Ness se quedó mirándolos.
– ¿Puede pasar? -le preguntó a Six.
– Oh, sí -dijo la chica-. Sabe a quién llamar. Es legal, ¿verdad, Tash?
Natasha asintió y miró en la dirección que habían tomado Dashell y sus compañeros.
– Oh, él nos cuida, sí -dijo-. Pero es una calle de dos direcciones.
Era una advertencia, pero Ness consideraba que estaba a la altura de cualquiera. Tal como evaluaba las cosas en estos momentos, no le importaba cómo conseguir el material. La cuestión era olvidar durante tanto tiempo como fuera posible olvidar.
– Bueno, yo sé conducir -le dijo a Natasha-. ¿Qué hacemos? Aún falta mucho para las diez y media.
Mientras tanto, Joel y Toby seguían esperando a su tía, sentados obedientemente en el escalón superior de los cuatro que subían a la puerta. Desde esta posición, tenían dos posibles vistas para contemplar: Trellick Tower, con sus balcones y ventanas, donde las luces llevaban encendidas al menos una hora, y la hilera de casas adosadas al otro lado de la calle. Ninguna de las dos posibilidades ofrecía demasiado con lo que ocupar la mente o la imaginación de un niño de once años y de su hermano de siete.
Sin embargo, los niños tenían los sentidos totalmente ocupados: por el frío, por el ruido infatigable del tráfico del paso elevado de Westway y de la línea del metro de Hammersmith and City, que -en esta sección de la ruta- no era subterránea, y por las ganas cada vez mayores, al menos para Joel, de ir al baño.
Ninguno de los chicos conocía la zona, por lo que en la penumbra que pronto se convirtió en oscuridad, comenzó a adquirir cualidades inquietantes. El sonido de voces masculinas acercándose significaba que podían ser abordados por miembros de alguna de las bandas de traficantes, atracadores, ladrones de casas o tironeros que dominaban la vida de este complejo de viviendas de protección oficial. El sonido escandaloso de la música rap de un coche que pasaba por Elkstone Road, justo a su izquierda, declaraba la llegada del cerebro de esa misma banda, que los abordaría y exigiría un tributo que no podían pagar. Cualquiera que entrara en Edenham Way -la pequeña calle en la que se encontraba la casa de su tía- se fijaría en ellos, los interrogaría bruscamente y llamaría a la Policía cuando no dieran las respuestas apropiadas. Entonces llegaría la pasma. Después, vendrían los Servicios Sociales. Y esas palabras «Servicios Sociales» -que siempre se escribían con eses mayúsculas, al menos en la mente de Joel- eran algo similar al coco. Si bien, en un momento de frustración o en un intento desesperado por conseguir la colaboración de sus hijos recalcitrantes, los padres de otros niños podían decir: «Haced lo que os digo u os juro que llamo a los Servicios Sociales», para los niños Campbell la amenaza era real. La marcha de Glory Campbell los había acercado un paso más. Una llamada a la Policía conseguiría el resto.
Así que Joel no sabía muy bien qué hacer cuando empezó la segunda hora de espera. Tenía muchas ganas de ir al baño, pero si hablaba con un transeúnte o llamaba a alguna puerta y preguntaba si podía aliviarse dentro, corría el riesgo de llamar una atención no deseada. Así pues, juntó las piernas con fuerza e intentó concentrarse en otra cosa. Las opciones eran los ruidos desconcertantes ya mencionados o su hermano pequeño. Eligió a su hermano.
A su lado, Toby permanecía en un mundo en el que se adentraba la mayor parte de las horas que pasaba despierto. Lo llamaba Sose y era un lugar habitado por personas que le hablaban con dulzura, conocidas por su bondad con los niños y animales y por sus abrazos, que daban libremente siempre que un niño pequeño tenía miedo. Con las rodillas subidas y el flotador aún en la cintura, Toby tenía un lugar donde apoyar la barbilla, y era lo que había estado haciendo desde que él y Joel se habían sentado en el escalón. Durante todo ese rato, había tenido los ojos cerrados y había viajado a donde más prefería estar.
La posición de Toby mostraba su cabeza a su hermano, la última cosa que Joel deseaba ver -aparte de un intruso inquietante en la calle-. Porque la cabeza de Toby, con sus grandes claros sin cabello, hablaba de un descuido en sus obligaciones. Era una declaración y una acusación: ambas señalaban a Joel. El pegamento había sido la causa de la pérdida de cabello de Toby, que en realidad no era una pérdida, sino el efecto doloroso de unas tijeras, el único modo de liberar su cuero cabelludo de lo que un grupo de jóvenes acosadores le había tirado encima. Esta banda de matones potenciales y los tormentos que infligían a Toby siempre que tenían oportunidad sólo eran dos de las razones por las que a Joel no le importó irse de East Acton. Debido a los acosadores, nunca era seguro que Toby fuera solo a comprar chucherías a Ankaran Food and Wine; las escasas veces que Glory Campbell les daba dinero para el almuerzo en lugar de sándwiches de queso y pepinillos, si Toby lograba conservar el dinero en el bolsillo hasta la hora señalada, sólo era porque, por una vez, los pequeños gamberros se habían fijado en otro niño.
Así que Joel no quería mirar la cabeza de su hermano porque volvía a recordarle que la última vez que atacaron a Toby él no estaba. Como se había autoproclamado protector de su hermano durante su infancia, verlo caminar por Henchman Street con la capucha del anorak puesta y encolada a la cabeza provocó que a Joel le quemara tanto el pecho que no podía respirar y que agachara la cabeza avergonzado cuando Glory, furiosa por su propio sentimiento de culpa, exigió saber cómo había dejado que le hicieran aquello a su hermano pequeño.
Joel despertó a Toby no tanto por no tener que mirarle la cabeza como por la urgencia desesperada de encontrar un lugar donde vaciar la vejiga. Sabía que su hermano no estaba dormido, pero hacerle regresar al aquí y al ahora era como despertar a un bebé. Cuando Toby por fin reaccionó, Joel se levantó y dijo con una valentía que no sentía:
– Vamos a mirar por ahí, tío.
Puesto que el hecho de que lo llamaran «tío» llenaba de satisfacción al pequeño, Toby siguió el plan sin cuestionar la conveniencia de dejar sus pertenencias en un lugar donde podrían robárselas.
Fueron en la dirección que había tomado Ness, entre los edificios y hacia Meanwhile Gardens. Pero en lugar de pasar por el centro infantil, siguieron el sendero de los jardines traseros amurallados de las casas adosadas. Este camino daba a la sección este de Meanwhile Gardens, que aquí se estrechaba hasta formar una masa de arbustos junto a un sendero de asfalto y, más allá, aparecía otra vez el canal.
Los arbustos eran una invitación que Joel no quiso rechazar.
– Espera, Toby -dijo, y mientras su hermano lo miraba parpadeando afablemente, Joel se preparó para lo que el hombre londinense tiende a hacer sin reparos siempre que lo necesita: mear en los arbustos. El alivio fue enorme. Lo revivió. A pesar de los miedos que había albergado sobre la zona, ladeó la cabeza hacia el sendero de asfalto al otro lado de los arbustos. Toby tenía que seguirle y lo hizo. Caminaron y, al cabo de unos treinta metros, se encontraron mirando un estanque.
Brillaba en la oscuridad con una amenaza negra, pero esa amenaza quedaba atenuada por las aves acuáticas posadas en el borde del agua y que cloqueaban en los juncos. La luz del lugar iluminaba un pequeño embarcadero de madera. Un sendero bajaba hacia él describiendo una curva. Los niños lo recorrieron. Caminaron por la madera y se agacharon en el borde. A su lado, los patos saltaron al agua y se alejaron chapoteando.