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– Qué pasada, ¿verdad, Joel? -Toby miró a su alrededor y sonrió-. Podemos hacer un fuerte aquí. ¿Podemos? Si lo construimos detrás de los arbustos, nadie…

– Chist.

Joel tapó la boca de su hermano con la mano. Había oído lo que Toby, con la emoción, no había escuchado. Un sendero acompañaba el canal Gran Union por encima de donde estaban y justo detrás de Meanwhile Gardens. Varias personas estaban cruzándolo, hombres jóvenes, parecía.

– Dame una calada de ese porro, joder. No te hagas de rogar.

– Tienes pasta o no, porque yo no soy una hermanita de la caridad, tío.

– Vamos, sabemos que pasas hierba por todo el barrio.

– Eh, no me jodas. Tú sabes lo que sabes.

Las voces se diluyeron cuando los chicos pasaron por el sendero encima de ellos. Joel se levantó cuando desaparecieron y subió por el margen. Toby susurró su nombre con miedo, pero Joel le hizo callar con la mano. Quería saber quiénes eran los chicos porque quería saber de antemano qué auguraba aquel lugar. Sin embargo, cuando llegó al sendero que habían tomado las voces, lo único que vio fueron unas formas, perfiladas en la curva que describía el camino. Había cuatro, todas vestidas de manera idéntica: vaqueros anchos, sudaderas con las capuchas puestas y anoraks encima. Caminaban arrastrando los pies, entorpecidos por el tiro bajo de los vaqueros. Así vestidos, no parecían amenazantes, pero su conversación indicaba otra cosa.

A la derecha de Joel, se oyó un grito y vio a alguien a lo lejos en un puente sobre el canal. A su izquierda, los chicos se giraron a mirar quién los llamaba. Un rastafari, dedujo Joel por su aspecto. Agitaba una bolsa de sándwich en el aire.

Joel había visto suficiente. Se agachó y se deslizó por el margen hasta Toby.

– Vamos, tío -dijo, y levantó a su hermano.

– Podemos hacer el fuerte… -dijo Toby.

– Ahora no -le dijo Joel. Lo condujo en la dirección por la que habían venido, hasta que estuvieron de vuelta, al amparo de la seguridad relativa del porche de su tía.

Capítulo 2

Kendra Osborne regresó a Edenham Estate poco después de las siete de la tarde, tras doblar la esquina de Elkstone Road en un viejo Fiat Punto reconocible -para aquellos que la conocían- por la puerta del copiloto, en la que alguien había pintado con espray: «Chúpamela», un imperativo en rojo y goteante que Kendra había dejado, no porque no pudiera permitirse repintar la puerta, sino por falta de tiempo. En este momento de su vida, tenía un trabajo e intentaba labrarse una carrera en otro. El primero era detrás de la caja de una tienda benéfica a favor de la lucha contra el sida en Harrow Road. El segundo eran los masajes. Había completado un curso de dieciocho meses en el Instituto de Formación Profesional Kensington and Chelsea y llevaba seis semanas intentando establecerse como masajista autónoma.

Tenía en la mente un plan doble respecto al negocio de los masajes. Utilizaría la pequeña habitación de invitados de su casa para los clientes que desearan acudir a ella, y se desplazaría en coche, con la mesa y los aceites esenciales en el maletero, para los clientes que desearan que ella acudiera a ellos. Naturalmente, en este caso cargaría un extra. Con el tiempo, ahorraría el dinero suficiente para abrir un pequeño salón de masajes propio.

Masajes y bronceados -cabinas y camas- era lo que tenía pensado en realidad, y así ponía de manifiesto lo bien que comprendía a sus compatriotas de piel blanca. Al vivir en un clima donde el tiempo impide a menudo la posibilidad de lucir un tono saludable de bronceado natural, al menos tres generaciones de ingleses blancos habían sufrido quemaduras de primer y a veces de segundo grado en aquellos escasos días en que el sol se digna a aparecer. El plan de Kendra era despertar en estas personas el deseo de exponerse a los carcinógenos ultravioletas. Podía atraerles con la idea del bronceado que buscaban y luego introducirles en el masaje terapéutico en algún momento. A los clientes habituales cuyos cuerpos ya habría masajeado en su casa o en la de ellos, les ofrecería los dudosos beneficios del bronceado. Parecía un plan destinado al éxito seguro.

Kendra sabía que todo esto requeriría muchísimo tiempo y esfuerzo, pero nunca había sido una mujer que temiera el trabajo duro. En esto no se parecía en nada a su madre. Pero no era el único aspecto que diferenciaba a Kendra Osborne de Glory Campbell.

Los hombres eran el otro. Glory estaba asustada e incompleta sin uno, independientemente de cómo fuera o cómo la tratara, razón por la cual se encontraba en estos momentos sentada en la puerta de embarque de un aeropuerto, esperando despegar para reunirse con un jamaicano alcohólico y acabado, con un pasado dudoso y sin ningún futuro. Kendra, por su lado, estaba sola. Se había casado dos veces. Al haber enviudado la primera vez y estar ahora divorciada, le gustaba decir que ya había cumplido su condena -con un ganador y un completo perdedor-; en aquel momento, su segundo marido se encontraba cumpliendo la suya. No le disgustaban los hombres, pero había aprendido a verlos como algo bueno, útiles simplemente para aliviar ciertas necesidades físicas.

Cuando sentía la llamada de estas necesidades, Kendra no tenía ninguna dificultad para encontrar a un hombre encantado de satisfacerla. Salir una noche con su mejor amiga bastaba para solucionar aquel asunto, puesto que, a sus cuarenta años, Kendra era morena, exótica y estaba dispuesta a utilizar su físico para conseguir lo que quería, que era un poco de diversión sin ataduras. Con los planes que tenía para su carrera, no había espacio en su vida para un hombre apasionado que tuviera en la cabeza algo más que sexo con las precauciones adecuadas.

Cuando Kendra giró a la derecha hacia el estrecho garaje de delante de su casa, Joel y Toby -que habían regresado de su excursión al estanque de los patos de Meanwhile Gardens- ya habían pasado otra hora más sentados en el frío glacial, y los dos tenían el trasero entumecido. Kendra no vio a sus sobrinos en el escalón superior, en gran parte porque la farola de Edenham Way estaba fundida desde octubre, y nadie había mostrado ninguna intención de cambiarla. Lo que sí vio fue que el carrito de la compra que alguien había abandonado bloqueaba el acceso a su garaje y estaba lleno hasta arriba con las pertenencias de esa persona.

Al principio, Kendra creyó que aquellos artículos eran para la tienda benéfica, y si bien no le gustaba que sus vecinos le dejaran lo que ya no querían delante de su casa en lugar de llevarlos a Harrow Road, no era de las que rechazaba mercancía si existía la posibilidad de venderla. Así que cuando se bajó del coche para apartar el carrito, aún estaba de buen humor por haber tenido una tarde muy positiva dando masajes deportivos de demostración en un gimnasio construido debajo del paso elevado de Westway, en el centro comercial de Portobello Green.

Entonces vio a los chicos, sus maletas y las bolsas de plástico. Al instante, Kendra notó que le subía una oleada de terror desde el estómago y, a continuación, lo entendió todo.

Abrió el garaje y empujó la puerta sin dirigir una palabra a sus sobrinos. Comprendía lo que estaba a punto de pasar, y la situación provocó que soltara unos tacos, en voz baja para asegurarse de que los chicos no la oyeran, pero suficientemente alto como para obtener, al menos, el mínimo de satisfacción que proporcionan los tacos. Eligió las palabras «mierda» y «maldita zorra», y en cuanto las dijo volvió a subirse al Fiat y lo metió en el garaje, sin dejar de pensar enfurecida qué podía hacer para evitar tener que enfrentarse a la situación que su madre le había endilgado. No se le ocurrió nada.

Cuando acabó de aparcar el coche y se dirigía a la parte de atrás para sacar la mesa de masajes del maletero, Joel y Toby ya habían dejado su lugar para reunirse con ella. Dudaron en la esquina de la casa, Joel delante; Toby, su sombra habitual.