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– La abuela dice que primero tenía que conseguir una casa, para que fuéramos a vivir a Jamaica -le dijo Joel a Kendra sin saludos ni preámbulos-. Nos mandará a buscar cuando lo tenga todo arreglado. Dice que tenemos que esperarla aquí. -Y cuando Kendra no respondió, porque, a pesar del pavor, las palabras de su sobrino y su tono de esperanza hicieron que le escocieran los ojos ante la crueldad abyecta de su madre, Joel prosiguió diciendo incluso con más entusiasmo-: ¿Cómo estás, tía Ken? ¿Te ayudo con eso?

Toby no dijo nada. Dio unos pasos hacia atrás y danzó sobre sus pies, con aspecto solemne y como una extraña bailarina interpretando un solo en una producción ambientada en el mar.

– ¿Por qué diablos lleva eso? -preguntó Kendra a Joel señalando con la cabeza a su hermano.

– ¿El flotador? Es lo que le gusta ahora. La abuela se lo regaló en Navidad, ¿te acuerdas? Dijo que en Jamaica podría…

– Sé lo que dijo -le interrumpió Kendra con brusquedad.

La ira repentina que sintió no iba dirigida a su sobrino, sino a sí misma, al darse cuenta, de repente, que tendría que haber sabido entonces, el mismo día de Navidad, qué intenciones tenía Glory Campbell. En cuanto había anunciado, complacida, que seguiría al inútil de su novio hasta el país que los vio nacer, como si fuera Dorothy emprendiendo el viaje para ir a ver al mago, y que las cosas iban a ser tan sencillas como recorrer un camino de baldosas amarillas… Kendra quiso abofetearse por haber estado tan ciega ese día.

– A los chicos les encantará Jamaica -había dicho Glory-. Y George estará más tranquilo allí que aquí. Con ellos, quiero decir. Le ha costado mucho, ya sabes. Tres niños y nosotros en ese piso diminuto. No hacemos más que chocarnos todo el rato.

– No puedes llevártelos a Jamaica -había dicho Kendra-. ¿Qué pasa con su madre?

– Imagino que Carole ni siquiera sabrá que se han ido -respondió Glory.

Evidentemente, pensó Kendra mientras sacaba la mesa de masajes del maletero, Glory utilizaría esta excusa en la carta que seguro que llegaría en algún momento después de su marcha cuando no pudiera seguir evitando escribirla. «He estado reflexionando -declararía, porque Kendra sabía que su madre utilizaría su inglés otrora apropiado y no el jamaicano falso que había adoptado previendo su próxima nueva vida-, y he recordado lo que dijiste sobre la pobre Carole. Tienes razón, Ken. No puedo llevarme a los niños tan lejos de ella, ¿verdad?» Así pondría fin al asunto. Su madre no era mala, pero siempre había sido una persona que creía firmemente en que lo primero era lo primero. Como lo primero en la mente de Glory siempre había sido Glory, era improbable que alguna vez hiciera algo que la perjudicara. Tres nietos en Jamaica viviendo en una casa con un hombre inútil, obeso y maloliente, que no trabajaba y se pasaba el día jugando a las cartas y viendo la tele, y a quien Glory estaba resuelta a aferrarse porque ni una sola vez en su vida había sido capaz de afrontar ni una semana sin un hombre y estaba en una edad en la que era difícil encontrar uno… Tal panorama decía «perjuicio» incluso al más absoluto analfabeto.

Kendra cerró de golpe el maletero. Gruñó al levantar la pesada mesa plegable por el asa. Joel corrió a ayudarla.

– Deja que lo coja yo, tía Ken -dijo casi como si creyera que podría manejarse con el tamaño y el peso. Debido a esto y pese a que no quería, Kendra se ablandó un poco.

– Ya puedo yo, Joel, pero puedes bajar la puerta -le dijo al chico-. Y puedes entrar el carrito en casa y todo lo demás que habéis traído.

Mientras Joel obedecía, Kendra miró a Toby. El breve momento de ablandamiento se acabó. Lo que vio fue el enigma que veía todo el mundo y la responsabilidad que nadie quería asumir, pues la única respuesta que cualquiera había logrado dar -o había estado dispuesto a dar- sobre qué le pasaba a Toby era la inútil etiqueta de «falta de filtro social adecuado»; además, con el caos familiar que sobrevino poco después de su cuarto cumpleaños, nadie había tenido el valor de profundizar más. Ahora Kendra -que no sabía más sobre el niño de lo que veía delante de ella- se enfrentaba a tener que cargar con él hasta que se le ocurriera un plan para quitarse de encima la responsabilidad.

Mirándolo ahí parado -con ese flotador ridículo, la cabeza hecha un desastre, los vaqueros demasiado largos, las deportivas abrochadas con cinta adhesiva porque nunca había aprendido a atarse los zapatos-, Kendra quiso salir corriendo en la dirección opuesta.

– Bueno, ¿qué dices tú? -le preguntó de modo cortante a Toby.

El niño detuvo su danza y miró a Joel, buscando una señal de lo que se suponía que tenía que hacer. Cuando Joel no se la dio, le dijo a su tía:

– Tengo pis. ¿Estamos en Jamaica?

– Qué va, Tobe, ya lo sabes -dijo Joel.

– No, Tobe, ya sabes que no -le dijo Kendra-. Habla bien cuando estés conmigo. Eres perfectamente capaz.

– No, ya sabes que no -dijo Joel, cooperando-. Tobe, esto no es Jamaica.

Kendra llevó a los niños adentro, donde comenzó a encender luces mientras Joel entraba dos maletas, las bolsas de plástico y el carrito. Se quedó junto a la puerta y esperó algún tipo de indicación. Como nunca había estado en casa de su tía, miró a su alrededor con curiosidad, y lo que vio fue una vivienda aún más pequeña que la casa de Henchman Street.

En la planta baja sólo había dos espacios seguidos, uno después del otro, además de un diminuto aseo escondido. Lo que pasaba por ser un comedor estaba justo después de la entrada; detrás había una cocina que ofrecía una ventana negra por la noche, y que reflejó la imagen de Kendra cuando ésta encendió la luz del techo. Dos puertas situadas en ángulo recto entre sí configuraban la esquina izquierda al fondo de la cocina. Una conducía al jardín trasero, donde se encontraba la barbacoa que Toby había visto, y la otra estaba abierta a una escalera. Arriba había dos pisos y, como Joel descubriría más tarde, uno comprendía el salón, mientras que en el piso superior había un baño y los dormitorios, que eran dos.

Kendra se dirigió a estas escaleras, arrastrando la mesa de masajes con ella. Joel corrió a ayudarla.

– Vas a subirla arriba, ¿tía Ken? Yo puedo hacerlo. Soy más fuerte de lo que parece.

– Ocúpate de Toby -dijo Kendra-. Mírale. Quiere ir al baño.

Joel miró a su alrededor buscando alguna indicación de dónde podía estar el baño, una acción que Kendra podría haber visto e interpretado si hubiera sido capaz de superar la sensación de que las paredes de su casa estaban a punto de caérsele encima. Así las cosas, se dirigió hacia las escaleras, y Joel, a quien no le gustaba hacer preguntas que pudieran hacerle parecer un ignorante, esperó a que su tía empezara a subir arriba, donde los golpes continuos sugerían que estaba llevando la mesa de masajes al piso superior de la casa. Entonces abrió la puerta del garaje y se apresuró a sacar a su hermano afuera. Toby no hizo preguntas. Simplemente orinó en un parterre.

Cuando Kendra bajó, los niños estaban de nuevo junto a las maletas y el carrito de la compra, sin saber qué más tenían que hacer. Kendra se había quedado en su cuarto intentando tranquilizarse, procurando desarrollar un plan de acción, pero no se le ocurrió nada que no fuera a trastocar su vida por completo. Había llegado el momento en el que tenía que formular la pregunta cuya respuesta no quería escuchar.

– ¿Y dónde está Vanessa? -le dijo a Joel-. ¿Se ha ido con tu abuela?

Joel negó con la cabeza.

– Anda por aquí -dijo-. Se ha cabreado…

– Enfadado -dijo Kendra-. No cabreado. Enfadado. Irritado. Molestado.

– Molestado -dijo Joel-. Se ha molestado y se ha ido. Pero imagino que volverá pronto. -La última frase la dijo como si esperara que su tía se alegrara de escuchar la noticia. Pero si ocuparse de Toby era lo último que Kendra quería hacer, ocuparse de su hermana rebelde y desagradable lo seguía muy de cerca.