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En este punto, una mujer maternal quizá se habría activado, sino para organizar la vida de los dos desafortunados niños sin hogar que habían aparecido en su puerta, al menos para prepararles algo de comer. Habría subido las escaleras una segunda vez para preparar las camas para dormir en uno de los dos cuartos que tenía la casa. No disponía del mobiliario adecuado para hacerlo -en especial en la habitación destinada a los masajes-, pero podía poner ropa de cama en el suelo y había toallas de más que se podían enrollar para hacer almohadas. Después de los preparativos para dormir, vendría la cena. Y luego podría ponerse a buscar a Ness. Pero todo esto era ajeno al estilo de vida de Kendra, así que fue a su bolso y sacó un paquete de Benson & Hedges. Encendió uno utilizando un fogón de la cocina y empezó a pensar en cuál sería su siguiente paso. El teléfono sonó y la salvó.

Pensó que sería Glory que -en un ataque de conciencia inusitado- llamaba para decir que había entrado en razón respecto a George Gilbert, Jamaica y el abandono de tres niños que confiaban en ella. Pero quien llamaba era su mejor amiga, Cordie; en cuanto Kendra escuchó su voz, recordó que habían quedado para salir aquella noche. Habían planeado beber, fumar, hablar, escuchar música y bailar en un club llamado No Sorrow: solas, juntas o con algún compañero. Atraerían a los hombres para demostrar que aún conservaban su atractivo; si Kendra decidía acostarse con alguien, Cordie -que estaba felizmente casada- viviría el encuentro indirectamente vía móvil a la mañana siguiente. Era lo que hacían siempre que salían juntas.

– ¿Llevas los zapatos de baile? -le dijo Cordie, frase que encaminó a Kendra hacia un momento definitorio de su vida.

En ese momento, fue consciente de que no sólo sentía la necesidad física de un hombre, sino que seguramente hacía una semana más o menos que la sentía y la había estado aplacando centrándose en su trabajo en la tienda y en su formación como masajista. La referencia a los zapatos de baile, sin embargo, intensificó la necesidad hasta que se dio cuenta de que, en realidad, no recordaba cuándo había sido la última vez que se había abierto de piernas para un hombre.

Así que pensó deprisa, en los niños y en qué podía hacer con ellos para llegar al No Sorrow cuando las opciones aún fueran buenas. Mentalmente, inspeccionó la nevera y los armarios, porque algo habría para improvisar la cena y, con la hora que era, seguramente tendrían hambre. Prepararía el cuarto libre, para darles un lugar donde dormir esta noche. Podía distribuir toallas y mantas y presentarles formalmente el baño. Y la hora de acostarse llegaría enseguida. Sin duda, podía conseguirlo todo y estar lista para acompañar a Cordie al No Sorrow a las nueve y media.

– Aquí estoy sacándoles brillo -contestó Kendra con el estilo de lenguaje que adoptaba cuando hablaba con su amiga-. Si brillan lo suficiente, no voy a ponerme bragas, créeme.

Cordie se rió.

– Serás fulana. ¿A qué hora quedamos entonces?

Kendra miró a Joel. Él y Toby estaban junto a la puerta del jardín, Toby con la cremallera parcialmente bajada, pero los dos con las chaquetas aún abrochadas hasta la barbilla.

– ¿A qué hora os vais a dormir normalmente? -le preguntó a Joel.

Joel se quedó pensando. En realidad no tenían una hora habitual. Habían experimentado tantos cambios en su vida a lo largo de los años que establecer horarios era lo último que alguien tenía en la mente. Intentó descifrar qué clase de respuesta quería su tía. Sin duda, alguien al otro lado del hilo telefónico esperaba oír buenas noticias, y las buenas noticias parecían corresponderse con que Toby y Joel se acostaran tan pronto como fuera posible. Miró el reloj de pared que había encima del fregadero. Eran las siete y cuarto.

– La mayoría de las noches a las ocho y media, tía Ken -dijo arbitraria y falsamente-. Pero podríamos acostarnos ya, ¿verdad, Tobe?

Toby siempre estaba de acuerdo con los demás, salvo cuando se trataba de la televisión. Como este momento no estaba relacionado con la pequeña pantalla, asintió complacido.

Aquél era el instante definitorio de la vida de Kendra Osborne y, si bien no le gustaba lo más mínimo, sintió que se presentaba con tanta fuerza que no pudo asignarle un nombre más adecuado. Sintió un crujido levísimo en el corazón seguido de una sensación extraña, como si se le hundiera el pecho, que pareció alcanzarle el espíritu. Estas dos cosas le dijeron que fumar, bailar, atraer a los hombres y follar tendrían que esperar. Agarró con menos fuerza el teléfono y se giró hacia la oscura ventana de la cocina. Apoyó la frente en ella y sintió la presión del cristal frío y liso en la piel. Habló no con Cordie ni con los niños, sino consigo misma.

– Dios. Dios santo -dijo. No pretendía que sonara como una oración.

* * *

Los días siguientes no fueron fáciles, por razones que escapaban al control de Kendra. Ver su mundo invadido por sus jóvenes parientes enredó aún más su ya complicada vida. La dificultad que entrañó solamente organizar lo básico, como comidas, ropa limpia y disponer de suficiente papel higiénico para el baño, se vio agravada por la necesidad de lidiar con Ness.

La experiencia de Kendra con chicas de quince años se limitaba al hecho de haberlo sido ella en su día, y un detalle en el pasado de una mujer que no le proporciona necesariamente los medios para tratar con otra mujer que está atravesando la peor parte de la adolescencia. Y la adolescencia de Ness -que de por sí ya habría presentado los retos típicos que afronta una chica cuando crece, desde la presión del grupo a granos feos en la barbilla- ya había sido más inestable de lo que Kendra sabía. Así que cuando Ness no apareció por Edenham Way a medianoche de aquel día en que Glory Campbell dejó a los niños en la puerta de su hija, Kendra salió a buscarla.

La razón era sencilla: los niños Campbell no conocían el barrio suficientemente bien como para andar paseando por allí de noche o incluso durante el día. No sólo podían perderse con facilidad en una zona de la ciudad dominada por complejos laberínticos de viviendas de protección oficial cuyos habitantes dudosos estaban implicados en actividades más dudosas incluso, sino que como chica joven que paseaba sola, estaría corriendo un riesgo en cualquier parte. Kendra nunca se había sentido en peligro, pero era por su filosofía personal, que consistía en caminar deprisa y poner cara de mala: le había funcionado desde hacía tiempo cuando tenía algún encuentro nocturno en la calle.

Después de que Joel y Toby estuvieran acostados en el suelo del cuarto libre, Kendra cogió el coche para intentar encontrar a la chica, pero no tuvo éxito. Bajó hasta Notting Hill Gate y subió hasta Kilburn Lane. A medida que avanzaba la noche, lo único que acabó viendo patrullando calle arriba y calle abajo fueron las bandas de chicos y jóvenes que, como murciélagos, salían habitualmente de noche para ver qué acciones podían improvisar.

Al final, Kendra se detuvo en la comisaría de Policía de Harrow Road, un imponente edificio Victoriano de ladrillo cuyo tamaño en comparación con lo que tiene alrededor anuncia su intención de permanecer en ese lugar mucho tiempo más. Dirigió su pregunta a la policía que estaba en la recepción, una mujer blanca engreída que se tomó su tiempo para levantar la vista del papeleo. «No», fue la respuesta que recibió. A la comisaría no habían traído a ninguna chica de quince años por ningún motivo…, «señora». Puede que en cualquier otro momento, Kendra hubiera notado la irritación bajo la piel como respuesta a la pausa entre las palabras «motivo» y «señora». Pero esa noche tenía problemas más importantes que contestar a la falta de respeto de alguien, así que olvidó el incidente y realizó un último recorrido por las inmediaciones. Pero no había rastro de Ness en ninguna parte.