Tampoco apareció aquella noche. Hasta las nueve de la mañana siguiente no llamó a la puerta de Kendra.
La conversación que mantuvieron fue breve, y Kendra decidió permitir que el resultado fuera satisfactorio. A sus preguntas sobre dónde diablos había estado Vanessa toda la noche, porque estaba loca de preocupación, Ness dijo que se había perdido y que, tras caminar un poco, había encontrado un centro social abierto en Wornington Estate. Se había sentado allí y se había quedado dormida. Lo siento, dijo, y fue a la cafetera, donde el brebaje de la noche anterior aún no se había renovado con el de la mañana. Se sirvió una taza y vio los Benson and Hedges de su tía encima de la mesa, donde Joel y Toby desayunaban un cuenco de cereales que Kendra había pedido deprisa y corriendo a uno de sus vecinos. «¿Puedo coger un pitillo, tía Ken?», quiso saber Ness. «¿Tú qué miras?», le dijo a Joel.
Cuando Joel agachó la cabeza y siguió comiendo los cereales, Kendra intentó tomar la temperatura del ambiente para averiguar qué estaba pasando allí. Sabía que había más de lo que sus ojos alcanzaban a ver, pero desconocía cómo llegar al fondo de la cuestión.
– ¿Por qué te escapaste? -le preguntó Kendra-. ¿Por qué no esperaste a que llegara a casa, como tus hermanos?
Ness se encogió de hombros -iba a hacer ese gesto tan a menudo que Kendra acabaría por desear clavárselos para que no pudiera moverlos más- y cogió el paquete de tabaco.
– No he dicho que pudieras coger uno, Vanessa.
Ness apartó la mano del paquete y contestó:
– Lo que tú digas. Lo siento -añadió.
La disculpa provocó que Kendra le preguntara si se había escapado por su abuela.
– Por dejaros aquí. Por Jamaica. Por todo eso. Tienes derecho a estar…
– ¿Jamaica? -dijo Ness con un resoplido-. Yo no quería ir a la puta Jamaica. Conseguir un curro y mi propia casa, eso sí. De todas formas, estaba harta de esa vieja zorra. ¿Puedo pillarte un piti o qué?
Tras haberse educado con Glory y con el inglés de Glory, Kendra no iba a consentir esta versión de su idioma.
– No hables así, Vanessa -dijo-. Sabes hablar bien. Hazlo.
Ness puso los ojos en blanco.
– Lo que tú digas -dijo-. Podría… coger… un… cigarrillo. -Pronunció cada palabra con precisión.
Kendra asintió con la cabeza. Se olvidó de seguir preguntando dónde había estado Ness y sus motivos. La chica encendió el cigarrillo de la misma manera que Kendra la noche anterior: en un fogón de la cocina. Examinó a Ness mientras ésta la examinaba a ella. Cada una vio la oportunidad que se les ofrecía. Para Kendra, fue una invitación fugaz a una forma de maternidad que se le había negado anteriormente. Para Ness, fue una visión igualmente fugaz del modelo de persona que podía llegar a ser. Por un instante, las dos sintieron la tentación de la posibilidad. Entonces, Kendra recordó todo lo que intentaba hacer para equilibrar la balanza de su vida, y Ness recordó lo que tanto quería olvidar. Se dieron la espalda. Kendra dijo a los niños que se dieran prisa con el desayuno. Ness dio una calada al cigarrillo y se dirigió a la ventana a mirar el día gris invernal que hacía fuera.
El siguiente paso fue, en primer lugar, quitarle de la cabeza a Ness la idea de que encontraría un trabajo y una casa para ella sola. A su edad, nadie iba a contratarla; además, la ley exigía que fuera a la escuela. Ness se tomó la noticia mejor de lo que Kendra esperaba, aunque de un modo que también previó. El encogimiento de hombros característico. La declaración característica:
– Lo que tú digas, Ken.
– Tía Kendra, Vanessa.
– Lo que tú digas.
Entonces comenzó el tedioso proceso de conseguir un colegio para los tres niños, una carrera de obstáculos más difícil todavía por el hecho de que el empleo de Kendra -la tienda benéfica en Harrow Road- sólo le daría una hora libre al final de cada día para atender este problema y las miles de dificultades más que comportaba la llegada de tres niños a su vida. Tenía dos opciones: o bien dejar la tienda -cosa que no podía permitirse-, o bien hacer frente a la restricción impuesta sobre ella: eligió lo segundo. Que también tuviera una tercera opción fue una idea que sopesó en más de una ocasión mientras lidiaba con todo, desde encontrar muebles económicos pero adecuados para el cuarto libre hasta cargar con la ropa de cuatro personas hasta la lavandería en lugar de encargarse solamente de la suya.
Los Servicios Sociales eran la otra opción. Descolgar el teléfono. Declararse absolutamente perdida. Gavin era la razón por la que Kendra no podía hacerlo. Su hermano Gavin, el padre de los niños, y todo por lo que el hombre había pasado. Aún más: todo por lo que la vida le había hecho pasar, incluso hasta su muerte prematura e innecesaria.
Kendra tardó diez días en alojar a los niños en su casa y ocuparse de su inscripción en un colegio. Durante ese tiempo, se quedaron en casa mientras ella iba a trabajar, con Ness al mando. La televisión era su único entretenimiento. Ness tenía órdenes estrictas de quedarse en casa y, por lo que Kendra sabía, la chica había obedecido, puesto que siempre estaba allí cuando se marchaba por la mañana y cuando regresaba a última hora de la tarde. Se le escapó el detalle de que Ness no estuviera presente en las horas intermedias; ninguno de dos niños lo mencionó. Joel no dijo nada porque sabía cuál sería el resultado si proporcionaba esa información a su tía. Toby no dijo nada porque no se dio cuenta. Siempre que la televisión estuviera encendida, podía retirarse a Sose.
De modo que Ness tuvo diez días para sumergirse en la vida de North Kensington; aquello no le supuso dificultad alguna. Como Six y Natasha hacían novillos y no se arrepentían de ello, formaron un trío con Ness y se mostraron encantadas de ponerla al tanto del barrio: desde el camino más rápido a Queensway, donde podían pasearse por Whiteley's hasta que las echaran, hasta indicarle el mejor lugar donde ligar con chicos. Cuando las dos chicas no la iniciaban en esta clase de placeres, le pasaban las diversas sustancias que aportarían más felicidad a su vida. Con tal asunto, sin embargo, Ness era cuidadosa. Tenía la prudencia de estar en posesión de todas sus facultades cuando su tía regresaba de su jornada laboral.
Joel observaba todo esto y se moría por decir algo. Pero estaba atrapado entre lealtades enfrentadas: hacia su hermana, a quien ya casi no reconocía y menos aún comprendía, y hacia su tía, que los había acogido en su casa en lugar de mandarlos a otro lugar. Así que no dijo nada. Se limitaba a observar a Ness, que se iba y volvía, que se aseaba, se lavaba el pelo y, si era necesario, también la ropa antes de que Kendra regresara; se limitó a esperar lo que sin duda llegaría.
Lo que llegó primero fue el colegio Holland Park, el tercero de los institutos que Kendra contactó con la esperanza de que admitieran a Joel y a Ness. Si no podía inscribirlos en una escuela que estuviera relativamente cerca, se verían obligados a ir otra vez a East Acton todos los días, y no quería eso para ellos, ni para ella. Primero lo había intentado en un instituto católico, pensando que un entorno casi religioso y disciplinado, esperaba, le vendría como anillo al dedo para poner a Ness en el buen camino. No había plazas libres, así que había acudido a un instituto anglicano, con el mismo resultado. Luego acudió al colegio Holland Park y, por fin, tuvo éxito. Había varias plazas y lo único necesario -aparte de realizar las pruebas de admisión- sería comprar los uniformes correspondientes.
Fue fácil enfundar a Joel el conjunto gris sobre un gris más oscuro que requería el colegio. Ness no fue tan complaciente. Declaró que «ella con esa mierda no iba a ningún lado». Kendra le corrigió el vocabulario, estableció una multa de cincuenta peniques a partir de entonces para las tosquedades lingüísticas y le dijo que por supuesto que iba a ponérselo.
Podrían haberse embarcado en una lucha de voluntades, pero Ness cedió. Kendra se permitió estar satisfecha y cometió la estupidez de pensar que había ganado un asalto a la chica, sin imaginarse que los planes de Ness no incluían por nada del mundo ir al colegio Holland Park; después de unos instantes de reflexión acerca de aquel asunto, se dio cuenta de que no importaba que su tía le comprara o no el uniforme.