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nada? -dijo ella, y pensó para sí: "¿Será un hijo?

¿Será un hijo este asco insufrible que noto hoy dentro de mí?".

Se removía inquieta en la silla como si algo urgente la apremiase y unas manos invisibles la aplastasen implacables contra el asiento. Detrás de los cristales volvía a nevar. Y a ella debería servirle ver caer la nieve tras la ventana, como tantas veces, para apreciar la confortabilidad del hogar, su vida íntima bien asentada, caliente y apetecible. Pero no. Hoy estaba él allí. Juan migaba el pan en el café y mascaba las sopas resultantes con ruidosa voracidad. De repente alzó la cabeza. Dijo:

– Dejaré las gafas en el óptico antes de ir a la oficina. No en Pérez Fernández. Ya estoy escarmentado. Ese lo hace todo caro y mal. Se las dejaré a este de la esquina. Me ha dicho Marcelino que trabaja bien y rápido. Me corren prisa.

Ella no respondió. No tenía nada que decir; por primera vez en diez años le faltaban palabras para dirigirse a Juan Gómez. Sí, no tenía ninguna palabra a punto disponible. Estaba vacía como un tambor. Acumuló sus últimas fuerzas para mirar los ojos romos de él, desguarnecidos, y, por primera vez en la vida, los vio tal cual eran, directamente, sin ser velados por el brillante artificio del cristal. Experimentó un escalofrío. Aquellos ojos evidentemente no eran los de Juan. A ella siempre le gustaron los hombres con lentes; las gafas prestaban al hombre un aire adorable de intelectualidad, de ser superior, cerebral y diligente. Y los de Juan, amparados por los cristales, eran, además, unos ojos fulgurantes, descarados, audaces. Por eso se enamoró de él, por aquellos ojos tan despiadados que para contenerles era necesario preservarles con una valla de cristal. "Estoy pensando tonterías", se dijo. "Lo más seguro es que esto sea un niño. Todas dicen que cuando va una a tener un niño se notan cosas raras y ascos y aversiones sin fundamento." La voz de él frente a ella la asustó.

– ¿Qué piensas, querida, si puede saberse?

El tono de voz de Juan era ahora irritado, suspicaz.

Ella sacudió la cabeza con violencia, y sintió una extraña rigidez en los miembros, algo así como una contenida rebelión. Dijo:

– No sé, no sé lo que pienso. Tengo muchas cosas en la cabeza.

No podía decirle que pensaba en sus ojos, que pensaba algo así como que él no era éclass="underline" que su personalidad era tan menguada e inestable que desaparecía con las gafas rotas para trasmudarle en un pelele. De repente ella se avergonzó de estar conviviendo tranquilamente con aquel hombre. ¿Qué diría Juan, su Juan, cuando regresase del óptico con las gafas arregladas y su mirada fulgurante, descarada y audaz? Volvía él a escrutarla maritalmente, con sus ojos insípidos, mientras sus dientes trituraban ferozmente el panecillo empapado en café con leche. Ella sintió que las pupilas de un extraño buceaban descaradamente bajo sus ropas, tratando de adivinar su escueta desnudez. "Este hombre no tiene ningún derecho a interpretarme así", pensó. "Esto es un atrevimiento desvergonzado. Lo denunciaré, lo denunciaré por allanamiento de persona", se dijo en un vuelo fantástico de la imaginación. Pensó en todo el horror y vergüenza de un adulterio y se puso de pie con violencia. Sin decir palabra dio media vuelta y se dirigió hacia la puerta, pero él se incorporó de un salto y la tomó por la cintura:

– Ven, criatura, dame un beso; me marcho ya.

Ella veía los dos ojos inexpresivos a un palmo de los suyos, dos ojos fofos, como empañados de un vaho indefinible. Y un surco pronunciado, seco como un hachazo, en la parte más alta de la nariz. Cerró los ojos al notar el cuerpo de él junto al suyo, tratando de serenarse. Luego los volvió a abrir. No, decididamente, aquél no era Juan, su Juan, Juan Gómez, de veintisiete años, con sus gafas siempre limpias, impolutas, y un destello vivaz en las pupilas. Era otro hombre; un hombre extraño, que se aprovechaba de la nieve endurecida sobre el pavimento, y de la caída, y de la rotura del cristal. Sintió un vértigo y gritó fuerte. Pero su resistencia avivaba en Juan Gómez una glotona sensualidad. Y Juan Gómez, al besar los labios de su mujer, se dio cuenta de que ella pendía inerte de sus brazos, de que se había desvanecido. Pero no se le ocurrió pensar en estas cosas menores: en que caiga la nieve y la helada la endurezca, en un resbalón y una caída aparatosa, se esconden muchas veces el destino y los grandes cambios de los hombres.

LA VOCACIÓN

Él no conocía nada fuera de aquel valle donde había nacido, pero no anhelaba tampoco conocer nada más. Era, el suyo, un valle vegetal, lujurioso, circundado de altas montañas que, a veces, se incrustaban en el cielo, dejando sólo al descubierto sus faldas de un verde grisáceo. Por el centro del valle discurría, impetuoso y salvaje, un río de montaña; el rumor de la erosión en la roca viva era oscuro y monótono como el cielo del valle en invierno. En marzo y abril, cuando las aguas descendían más espesas y turbias, la gente del pueblo pescaba truchas enormes en las pozas del río.

A un lado del cauce estaba la carretera y, al otro, la línea férrea. Las tres líneas -el río, la carretera y el ferrocarril- se entrecruzaban con frecuencia, dibujando a lo largo del valle un trenzado caprichoso y absurdo. Desde ellas a las montañas, cuyos pezones hendían las nubes, se escalonaban los prados y los maizales, deslindados por tapias de piedras o cercas de espinos y zarzamoras. En los prados pastaban las vacas, dejando al aire los aires melancólicos, cadenciosos, de sus cencerros. Era un ritmo indolente y voluptuoso el de la vida del valle, un ritmo pando y reposado que sólo se quebraba, de cuando en cuando, ante el paso raudo de un automóvil o el estridente silbido de los trenes descendentes.

Lucas, el de Pancho, había nacido allí, en una diminuta casita apartada del pueblo, con la fachada encalada, entre el torrente fluvial y la vía férrea. Su padre administraba una breve hacienda que venía menguando desde cuatro generaciones atrás. Su padre era un hombre hosco y desabrido, de una aspereza rayana en la crueldad. De su madre apenas se acordaba Lucas; recordaba borrosamente su muerte, un día plomizo de otoño, en el que, precisamente, la vaca tudanca salió de peligro. Y evocaba, sobre todo, sintiendo un escalofrío, la reacción de su padre ante la desgracia ingente, apenas resarcida por la mejoría del animaclass="underline"

– Menos mal que hemos salvado la vaca.

Luego su madre fue enterrada en el amorfo cementerio del pueblo y la losa gris que preservaba sus restos iba desapareciendo bajo la exuberante vegetación del camposanto, asfixiada por los ráspanos, las zarzamoras, los helechos y las ortigas. Una vez por año, Lucas acudía allí, limpiaba la tumba de su madre y le rezaba de rodillas una oración; entonces, estático y mudo, olvidaba los arrebatos del padre, los sinsabores y angustias sufridos en sus cortos once años.

Pero, pese a todo, Lucas seguía amarrado a su valle; apegado a sus prados verdes, al rumor sombrío de la corriente fluvial, al jadeo asmático de los trenes ascendentes, al clamor de los cencerros en la pradera… Se habría podido marchar; nadie le hubiera impedido huir de allí como su hermano mayor, un año después de muerta la madre. Entre su padre y su hermano existió siempre una tensión discordante, una latente disconformidad que terminó en ruptura. Fue el mejor final que podía esperarse. "Cuando yo falte, estas diferencias concluirán en sangre", solía decir la madre; pero, a Dios gracias, no llegó a tanto. La madre se fue al camposanto y su hermano mayor, un año después, tomó uno de los trenes descendentes, cogió un vapor y marchó a América. Pasaron cinco años sin noticias; al sexto, llegó una carta franqueada con unos sellos extraños. Iba dirigida a Lucas y era de su hermano. Entre otras cosas le decía que se fuese con él, "que tenía un café con tres docenas de camareros y vivía en una ciudad muy bella, llena de luces y de automóviles". Lucas quería mucho a su hermano y la tentación fue muy fuerte, pero llegada la noche, cuando recostado en su jergoncillo de yerba seca miró por el rectángulo de la ventana abierta y vio un lucero brillante sobre la cumbre oscura de una montaña, vaciló. Y, momentos después, cuando escuchó, en su amodorrada duermevela, el eco de un cencerro lejano y el canto de un mirlo en los bardales de la ribera del río, desistió definitivamente. No; él sería siempre fiel a aquel valle, no desertaría de él, ni cambiaría su miserable jergoncillo de yerba seca por el café con tres docenas de camareros y la ciudad llena de luces y de automóviles donde vivía su hermano.

Desde hacía seis años, Lucas pasaba sus horas libres en la estación. Iba hasta ella atravesando un largo túnel y siguiendo el curso de los raíles. En la boca del túnel se hallaba la minúscula estación del pueblo. Era un edificio chiquito, de piedra, casi oculto por los arbustos circundantes. En un costado rezaba el nombre del pueblo, en unos cartelitos con letras blancas sobre fondo azul. A cien metros de distancia se encontraba la casetucha blanca del guardavías. Este era un hombre muy viejo, apergaminado, con una perpetua colilla, desigualmente consumida, pendiente del ulcerado labio inferior.

Lucas le miraba maniobrar, arrobado. Aquel viejecillo enclenque, que apenas tenía fuerzas para sostener su churretosa gorra de ferroviario sobre la calva, podía, sin embargo, mediante un simple movimiento de palanca, cambiar el rumbo de los más poderosos trenes. Era igual que fuese un rápido, un mercancías o el primario y cascado tranvía interprovincial. Bastaba un sencillo movimiento de muñeca del viejo decrépito para alterar el curso de las ingentes moles.Y él lo hacía sin darle importancia, sin percatarse de que, ante los ojos asombrados de Lucas, su quehacer era más propio de un héroe mitológico o un semidiós.