– Bien. Soy Ramón Sastre. ¿Es que nadie me reconoce aquí? -dijo el recién llegado.
"¡Cristo!", pensó el doctor Ballesteros. El "doctor Sastre, enfermedades de la mujer" era un hombrecito calvo, achaparrado y pusilánime. El doctor Ballesteros lo estrechó contra su pecho y, al hacerlo, notó que en su ademán había una seca rebeldía. "Nos vamos marchando sin darnos cuenta", pensó. Dijo demasiado agudamente, casi a gritos, como una protesta:
– ¿Quién no te reconoce, Ramonchu, alma mía? No me hace falta verte dibujar una mujer en cueros para saber que eres tú.
Ramón Sastre, el "doctor Sastre, enfermedades de la mujer", se azoró estúpidamente. Dijo, como pidiendo perdón:
– Aquello pasó.
Alguien se le vino encima:
– ¡Sastre, grandísimo pendonazo! ¿Es que no me dices nada?
– Bien -dijo Ramón Sastre, haciéndose atrás, torpemente desorientado-. ¿No irás a decirme que tú eres…?
"Leopoldo Guerra, cirugía facial" adoptó los modales de su antiguo profesor Cambra Roig, que hacía catorce años que era una sombra, y dijo en tono campanudo:
– Señor Sastre, es la segunda vez que le cojo en paños menores. No tengo otro remedio que ponerle un cero.
Sonó una carcajada. El doctor Ballesteros intuyó una extraña madurez en aquella risa. Movió la cabeza impulsivamente: "No quiero ser un agua-fiestas. No me lo perdonaría", se dijo. Y vio venir hacia él a un hombre desconocido; él no sabía que era el "doctor Durantez, pulmón y corazón". No lo sabía, y cuando le dijo: "¿Recuerdas, Bailes, hermano, la noche en que nos descolgamos por el balcón para asistir al baile de la prensa?", sintió un destello como un fuego fatuo y respondió:
– ¡Pobre don Bruno!
El "doctor Durantez, pulmón y corazón" le oprimía efusivamente los brazos.
– Bueno -añadió-, don Bruno era un sacerdote virtuoso. No te entristezcas. Nosotros permanecemos aquí todavía.
El doctor Ballesteros, titular de Villalbaneja (Burgos), tenía la mirada triste y una expresión remota. Pensó: "Permaneceremos hasta después de las Bodas de Oro". Estaba por preguntarle a Durantez: "¿Qué hay detrás de las Bodas de Oro? Dímelo, muchacho", pero se reprimió y se castigó mentalmente: "No seas aguafiestas, tonto", se dijo. Forzó la expresión para agregar:
– Al regreso, don Bruno nos había cerrado el balcón, y hubimos de llamar al sereno, ¿no es ése el final de la historia?
El "doctor Durantez, pulmón y corazón" rompió en una estrepitosa carcajada:
– ¡Exacto, hermano! ¡Exactísimo! A la mañana nos dijo: "No puede haber concordia donde falta la confianza. Buscad otro acomodo".
"Bien", pensó el doctor Ballesteros, quien advertía la inestabilidad de su entusiasmo, "eso ocurrió hace veinticinco años. ¿Quién me garantiza que yo sea la misma persona de entonces?"
Todavía el ojo inquisitivo de la Cueva del Águila no vigilaba desde lo alto de la ladera cada uno de sus movimientos profesionales. Durantez desconocía su oscura peripecia de médico rural. Apenas barruntaba que un médico rural debe hacer lo mismo a un roto que a un descosido. Él había pensado que acudir a la Facultad aquella mañana era retrotraerse, borrar veinticinco años de la propia historia; y le agradaba. Mas Durantez empezaba por ignorar el borroso fin de Amalia López. Faltaban lazos comunes y, de este modo, no era posible reproducir con limpia exactitud las sensaciones de veinticinco años antes. Las circunstancias hacían el ambiente; pero luego, durante el lunch, pensó que el ambiente también podía hacerlo el vino. Había un júbilo indisciplinado en torno a las mesas, mas los ojos, las bocas, los hígados y los estómagos de los comensales no eran los mismos de cinco lustros atrás. Teótimo Vicente Pastor, es decir, "T.Vicente Pastor, tocólogo", estaba a su lado, y ya no tenía la chaqueta estrecha y listada, ni la cara de pueblo; y la ilusión de rejuvenecerse, siquiera por veinticuatro horas, se esfumaba en el pecho del doctor Ballesteros. En la esquina, Ramón Sastre, el "doctor Sastre, enfermedades de la mujer", decía con voz atiplada:
– Yo le dije: "Es la única lección que desconozco del programa, señor profesor", y entonces dijo don Pedro: "Felicitemos al señor Sastre, que no tendrá que estudiar más que un tema para septiembre".
Sonaba la risa de los comensales como el estruendo del mar. "El caso es olvidarse del tiempo", pensó el doctor Ballesteros. "Ninguno de los presentes conoció a Amalia López, que era mi esposa e íbamos a tener un hijo." Sintió un sudorcillo extraño en el vientre al recordar la noche en que la abrió con sus propias manos porque la nieve les bloqueaba. "No supe esperar. Me faltaron la serenidad y la paciencia", se dijo. Crispó la mano derecha sobre el tenedor y pensó: "Con serenidad y paciencia sería hoy tocólogo en una ciudad importante, en vez de estar enterrado en Villalbaneja (Burgos)". Dijo, casi agresivamente:
– Pastorcito, alma mía, pásame el Valdepeñas.
Bebió de un golpe, aunque hacía rato que las imágenes se deformaban ante sus ojos. Pensaba seguir bebiendo mientras T.Vicente Pastor no fuese Teótimo Vicente Pastor, con su chaquetilla estrecha y listada, y su cara de pueblo.
"T.Vicente, tocólogo" se volvió hacia éclass="underline"
– ¿Recuerdas, Balles, el día en que Arrazola confundió la estomatitis con la acidez de estómago?
Dijo el doctor Ballesteros:
– ¿Qué fue de Arrazola?
– Murió en la guerra. En Teruel -dijo T.Vicente y agregó-: Once compañeros han muerto. Profesores sólo quedan dos.
El doctor Ballesteros levantó la mirada a la presidencia y constató que de los antiguos maestros sólo restaban dos con su vitalidad tenaz y una mirada enloquecida de supervivientes. "Bueno", se dijo, "he aquí lo que hay detrás de las Bodas de Oro." Pero no le dijo eso a T. Vicente, sino que le dijo:
– Arrímame esa botella de inofensivo Diamante, hijo.
Después de beber bajó la voz:
– He enterrado a mi mujer y a mi hijo en un pueblecito de dos docenas de casas. El cementerio está en lo alto de un cerro y yo los maté. ¿No lo sabías?
T. Vicente Pastor le pidió explicaciones, y el doctor Ballesteros se las dio.
– No supe esperar -dijo, y al decirlo pensaba que T.Vicente hubiera sabido esperar y, en ese caso, tal vez ella viviera y en vez de T. Vicente sería Teótimo Vicente quien estaría sentado a su lado con su chaquetilla estrecha y listada, y su cara de pueblo. Ahora, a pesar de la fuerza del vino, no le era factible remontarse. A modo de justificación agregó-: Estábamos bloqueados. Eso. Yo pensaba llevarla a la ciudad.
"Sandalio Moral, dentista" dijo:
– ¿Recordáis a Velarde tocando el piano en el Cinema Ideal?
T.Vicente Pastor se sintió aliviado.
– A mí me colaba de gorra cada tarde -dijo.
El "doctor Guerra, cirugía facial" chilló:
– Sí, señor, diez hijos y aún estoy útil.
– ¡Oh, la vida! -dijo el "doctor Gallego, garganta, nariz y oídos", y bebió una copa.
El doctor Ballesteros pensó: "Yo había puesto una gran ilusión en este acto. Esa es la verdad". El vino acentuaba su depresión. Tocó a T.Vicente levemente en el codo. Dijo en tono confidencial, sin la más remota intención de molestarle:
– Los que vivís en la ciudad desconocéis la tragedia del médico rural. A ti te viene una mujer en malas condiciones y recurres al analista; le falla el corazón y no te falta un colega que te eche una mano. Yo me como la cochina responsabilidad a palo seco, ¿me entiendes?
"T.Vicente Pastor, tocólogo" asintió, distraído. Luego levantó la vista y dijo en alta voz, dirigiéndose a la otra banda de la mesa:
– Mi mejor recuerdo de don Isaac Montero…
El doctor Ballesteros seguía inclinado hacia él, murmurando suavemente, sin la menor animadversión:
– Si hay una retención de orina, yo sondo; si hay un parto de nalgas, yo doy la vuelta al crío; si hay una hernia estrangulada, yo la reduzco. Eso es lo que es un médico de pueblo.
En la esquina, el "doctor Sastre, enfermedades de la mujer" se incorporó torpemente para ofrecer el homenaje a los dos supervivientes. Decía cosas ingeniosas que sus colegas interrumpían con vibrantes carcajadas. El doctor Ballesteros se sentía desfallecer y pensó: "No quiero ser un aguafiestas. Jamás me lo perdonaría". Pero las risas zumbaban en su cabeza y cada vez se sentía más impotente para conectarse. Le dijo a T.Vicente al oído, empeñándose en decirlo al oído de Teótimo Vicente:
– Pásame el Valdepeñas, ¿quieres?
Y bebió otras dos copas sin que la transformación se operase.
Entonces, resignado, recostó la cabeza en el tablero y pensó en Amalia López y en aquella cosa inerte que no llegó a ser su hijo. El "doctor Sastre, enfermedades de la mujer" proponía una reunión quinquenal, pero ni por asomo se le ocurría desvelar lo que se ocultaba detrás de las Bodas de Oro. Inopinadamente se interrumpió:
– Balles, dime, ¿qué te sucede, muchacho?
El doctor Ballesteros apoyaba la cabeza en la mesa, pero no le oyó. Hubo dos o tres sonrisas indulgentes. Dijo el "doctor T.Vicente Pastor, tocólogo":
– Sigue, Ramonchu. Son cosas del vino.