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Una mañana, cuando Adolfo, en traje de baño, se dirigía hacia la piscina con ella al hombro, Morris empezó a aletear con cierta torpeza, se afirmó gradualmente en el aire, tomó altura y se posó en la copa del olmo que sombrea la mesa de piedra. La reacción de la familia fue semejante a la que suscitan los primeros pasos de un niño: alegría y estupor. Pero, enseguida, se presentó el dilema: ¿había elegido Morris la libertad y escaparía, o simplemente era aquello la prueba de la culminación de su desarrollo? Confieso que me incliné por lo primero. La abierta curiosidad con que contemplaba el valle desde una nueva perspectiva, el notorio placer que le deparaba su balanceo en la ramita del olmo, su indiferencia ante nuestras voces al pie del árbol, parecían indicar que Morris ya no nos necesitaba y que, en lo sucesivo, podría prescindir de nosotros.

El hecho de que la grajilla permaneciera durante largo rato en la punta del olmo, despiojándose, realizando su aseo cotidiano, desinteresada de cuanto sucedía a su alrededor, me reafirmó en mi opinión. No obstante, al cabo de una hora, Juan, que solía imitar, al darle de comer, la voz peculiar de estas aves, remedando los arrumacos maternos, apareció con el cacharrito donde mezclaba el pienso con agua y moduló un "quia-quia-quia" aterciopelado, dulce, digno de enternecer a la grajeta más esquiva. Morris acusó el golpe. Empezó a inquietarse, a mover la cabeza de un lado a otro, y, por primera vez desde que se encaramó en el árbol, prestó atención a lo que ocurría bajo ella y fijó en Juan sus ojillos transparentes como abalorios. Mi hijo repitió entonces la llamada con mayor unción, y, al instante, Morris se lanzó al vacío, desplegó sus amplias alas negras, describió un pequeño círculo alrededor de nuestras cabezas y fue a posarse blandamente sobre su hombro, al tiempo que reclamaba el alimento con un "quia-quia-quia" perentorio.

Así inició Morris una nueva era. Mis hijos la trasladaron de la caja de zapatos a una cesta de mimbre, destapada, y al llegar la noche la cobijaban en una cueva-despensa, junto a la casa, dejando la puerta entreabierta. De este modo, los más madrugadores podían sorprender cada mañana al pájaro en el alero del tejado, la copa del olmo o el bosquecillo de pinos de la trasera del refugio, esperando que le sirvieran el desayuno. En principio, Morris rehusaba ser alimentada por desconocidos, sólo admitía las pellas de pienso cuando le eran ofrecidas por sus padres adoptivos, pero, con el tiempo, cambió de actitud y, a medida que se hacía adulta, fue aceptando las golosinas cualquiera que fuera el oferente.

El mundo de Morris se iba ampliando poco a poco. Desde que aprendió a volar, se dejaba bajar gustosamente hasta la carretera, aunque le desagradaba que la alejasen demasiado de casa. Y, cuando esto ocurría, se alborotaba, protestaba y terminaba regresando sola, por sus propios medios. Pero una mañana, ante nuestro asombro, aceptó que la condujeran hasta la plaza, a trescientos metros de distancia. Morris empezó así a relacionarse con otras personas ajenas a la familia, a conocer la vida del pueblo, a convivir. Su sociabilidad progresó en poco tiempo, hasta el punto que, con frecuencia, se lanzaba en picado desde lo alto del olmo sobre un pequeño grupo de desconocidos que charlaba en la carretera y se posaba, indiscriminadamente, sobre el hombro de cualquier contertulio. Estas espontáneas efusiones de Morris no siempre eran bien interpretadas, sobre todo por las mujeres, que chillaban y manoteaban, al verla llegar, como si se aproximara el diablo. Pero, en general, la domesticidad de la grajilla despertó primero curiosidad y más tarde simpatía entre los vecinos. La gente la conocía por su nombre y Morris saltaba de grupo en grupo, de hombro en hombro, con una confianza absoluta. Tan sólo tenía en el pueblo dos solapados enemigos a quienes su presencia molestaba: los perros y los gatos. Pero Morris se zafaba de sus asechanzas en rápidas fintas, con suaves pero enérgicos aletazos, recurso que utilizaba también cuando alguien, cualquiera que fuera, trataba de apresarla. Su repugnancia a ser prendida por una mano humana continuaba tan viva en ella como el primer día.

En este momento de su evolución fue cuando intenté enseñarle a pronunciar alguna palabra, palabras sueltas, sencillas, como "hola" y "adiós", pero, pese a que la grajeta fijaba en mis labios sus grises ojos aguanosos y ladeaba atentamente su cabeza, como si escuchara, nunca conseguí una respuesta aceptable. Morris callaba o, a lo sumo, formulaba su "quia-quia" monótono y displicente.

A medida que la grajeta ensanchaba las fronteras de su libertad, empezó a hacérsele aburrida la larga espera matinal. Morris, como buen pájaro, era madrugadora, y desde las seis y media que amanecía hasta las nueve y media o diez que amanecían mis hijos era demasiado tiempo sin compañía. Mas a las siete de la mañana todo el pueblo descansaba excepto los panaderos,Vicente y Abelardo, a los que Morris, con una sagacidad maravillosa, descubrió un día, amasando pan en el horno. A partir de entonces, su primera visita matinal era para los panaderos, con los que pasaba agradablemente el rato:

– Mucho madrugaste hoy, Morris.

– Quia.

– Te aburres en casa, ¿eh?

– Quia.

– ¿Tan mal te tratan los del chalé?

– Quia.

Abelardo la obsequiaba con una bolita de masa que Morris engullía con satisfacción. Y a las nueve de la mañana en punto, tan pronto Vicente y Abelardo comenzaban a cargar la furgoneta, Morris levantaba el vuelo y regresaba a casa, a esperar en la copa del olmo la aparición de mis hijos.

Paulatinamente el pueblo se le iba quedando pequeño a la grajilla que, en su avidez descubridora, empezó a acompañar a mis hijos en sus excursiones, fatigosas caminatas de veinte o treinta kilómetros. Al atardecer, regresaba feliz, sobrevolando al bullanguero grupo adolescente, sus claras pupilas impresionadas por otros bosques, otros páramos, otros vallejos, otros horizontes. Juan, amigo de ensayar cada día nuevas experiencias, decidió una tarde pasearla en bicicleta. Morris soportó un poco intimidada los primeros metros de carrera, pero, conforme la máquina fue adquiriendo velocidad, levantó el vuelo aterrada, emitiendo gritos de alarma. Mas la tenacidad de mi hijo era superior al miedo de la grajilla, y, dos días más tarde, Morris no se espantaba ya de la bicicleta, la aceptaba de buen grado y resultaban divertidas sus periódicas escapadas a los tilos y castaños de la carretera y sus retornos apresurados al hombro del ciclista lanzado a toda máquina.

El verano avanzaba de manera insensible y a primeros de septiembre alguien planteó el problema del traslado de la grajilla a Valladolid. ¿Se avendría a vivir en el balcón de una casa de vecinos? ¿No la acobardaría la gran ciudad? ¿Era honesto por nuestra parte desarraigarla, arrancarla de su medio natural e insertarla, sin más, en un medio hostil? Así surgió la idea de la gran prueba. Antes de conducirla a Valladolid era preciso ponerla en contacto con sus hermanas, en los riscos de San Felices, de donde procedía, para que ella misma decidiera si prefería quedarse o marchar. Los preparativos fueron meticulosos. Morris viajaría en automóvil, encerrada en una cesta, hasta la ribera del río Rudrón, justo en el lugar donde la encontramos. Una vez allí, Juan, mi hijo, se ocultaría entre las mimbreras de la orilla, mientras yo, con la cesta cubierta, remontaría el río hasta la piscifactoría, y soltaría el pájaro tan pronto oyera el pitido del cornetín que Juan portaba al efecto. No puedo ocultar que cuando me desplazaba río arriba con la cesta en la mano me embargaba una cierta emoción. La colonia de grajillas alborotaba en los farallones inmediatos, y yo temía que Morris, al verse libre, volara sin vacilar a reunirse con sus congéneres. Al alcanzar la piscifactoría, me detuve. El corazón se me aceleró cuando oí el pitido del cornetín, destapé la cesta y empujé con ella al pájaro hacia lo alto. En los primeros momentos, Morris vaciló, pero enseguida se repulió, rebasó las copas de los árboles del soto y continuó subiendo en vertical, como buscando una perspectiva. Los "quia-quia" fervorosos de mi hijo Juan se confundían ahora con los "quia-quia" de las grajillas del acantilado, más vivos y apremiantes, y yo miraba impaciente hacia lo alto, esperando la decisión de Morris. Y mi entusiasmo se desbordó cuando la grajilla, haciendo oídos sordos a las incitaciones de la colonia, se lanzó en picado sobre la margen del río y no paró hasta reposar en el hombro de mi hijo.

Al día siguiente, de manera inesperada, murió Morris. Su cadáver medio desplumado apareció en el sobrado del Bienvenido, a cuatro pasos de la panadería. Su gata, la Maula, que siempre había mostrado una abierta inquina hacia el pájaro, unos celos injustificados, la atacó cuando confiadamente se despiojaba en el alféizar de la ventana. La Rosa Mari, la niña, que fue testigo de la cobarde acción, asegura que el zarpazo de la Maula fue rápido como un relámpago y la muerte de Morris instantánea e indolora. Más vale así.

EL CUCO

El cuco anuncia la primavera en Sedano con mayor puntualidad que la cigüeña en otras partes. A veces, cuando llego al pueblo en la segunda quincena de marzo, y, con toda seguridad, a primeros de abril, le oigo reclamar desde la pinada de Ciella, sobre mi casa, con su "cu-cu" disciplinado y doméstico. Aunque los especialistas aseguran que este pájaro, en ocasiones, hace trisílabo su reclamo -"cu-cu-cu"- y hasta tetrasílabo -"cu-cu-cu-cu"-, yo, la verdad sea dicha, únicamente le he oído bisar el número. Eso sí, un "cu-cu" penetrante, con una resonancia especial, que se difunde por todas partes, como si las montañas que circundan el valle se peloteasen con él.