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En torno al nido, se amontonaban las pelotitas grises de las egagrópilas, formadas por los residuos de las presas -pelos, huesos, plumas- que el cárabo, como otras rapaces, devuelve por la boca ante la imposibilidad de digerirlas. El análisis de estas pelotitas nos permite conocer la alimentación de este pájaro, y, merced a ellas, pude averiguar yo que las parejas de cárabos que habitan en los farallones que festonean el río Moradillo, cerca del barrio de Lagos, comen -o comían, puesto que estoy hablando de antes de la epidemia de afanomicosis- cangrejos en cantidad.

Las egagrópilas, por otra parte, delatan, cuando son muchas, la presencia del cárabo. De ahí el cuidado que pone el macho en no deglutir los alimentos en las proximidades del nido o en cambiar de comedero para evitar su localización. No deja de ser curioso que el cárabo aproveche al máximo las noches de caza favorables, puesto que, en esos casos, caza no sólo lo que necesita sino lo que puede y, si las piezas exceden de su capacidad de ingestión y de la de sus polluelos, oculta las sobras en

algún escondrijo para comerlas al día siguiente. En las comarcas donde el alimento escasea y la familia es numerosa, el cárabo madre, convencido de la imposibilidad de sacar adelante a toda la prole, abandona a los más débiles y alimenta únicamente a los fuertes. Incluso se da el caso de que la madre sacrifique a los polluelos más endebles para reforzar la alimentación de los más vigorosos, caso de canibalismo no exclusivo de esta especie.

Pero esto es infrecuente. De ordinario, el cárabo -como sucede en Sedano- asienta en lugares boscosos, de bosque no excesivamente denso, y con una corriente de agua próxima, con lo que la arboleda y el río, donde suele bañarse con fruición, le suministran víveres frescos y abundantes para abastecer su despensa. También son raras las polladas numerosas. De ordinario, las crías de cárabo no exceden de cuatro, aunque, según afirman los ornitólogos, se han observado casos de hasta ocho y nueve huevos en un nido.

A mi refugio de Sedano, en el mes de julio, llegan los cárabos nuevos, nuestros vecinos, los nacidos en algún nido próximo, y se establecen en los árboles de los alrededores. Nunca se presentan más de tres y, alegres y locuaces, se pasan las noches en amistosos coloquios, con su "ti-juic", agudo y estridente, que intercambian, entre los hermanos, desde árboles diversos, nunca demasiado separados entre sí, y a veces desde lo alto de un poste de la luz, observatorio del que son muy querenciosos. En un territorio reducido, en los frutales de las huertas del valle o entre los pinos de la ladera, permanecen más de dos semanas, tan charlatanes a veces y tan inmediatos a la casa, que perturban nuestro sueño. Es la etapa del aprendizaje, cuando los padres les enseñan los distintos procedimientos de caza y los lugares más favorables para ejercitarla. Sin embargo, dado que las presas de estas rapaces son, salvo las orugas y, en cierto modo, los cangrejos, escurridizas y ágiles, su captura ofrece dificultades, por lo que, si los padres no muestran constancia en sus lecciones, puede ocurrir que los pollos, prematuramente abandonados, mueran de inanición antes de haber aprendido a cazar. Un año, creo que fue el 67, encontramos un cárabo joven muerto junto al transformador de la luz, a doscientos metros de la casa. Durante noches enteras, el pollito reclamó en vano; sus padres, considerándole maduro, le habían abandonado ya. Según los naturalistas, los pollos que mueren por esta razón sobrepasan en algunas comarcas el cincuenta por ciento. En ciertas zonas poco pródigas en alimento, el cárabo adulto caza también de día y sus reflejos y volatines no desmerecen a la luz del sol.

Mi hijo Adolfo, que cada verano observa pacientemente a los cárabos nuevos y los atrae con su "ti-juic" remedado a la perfección, ha llegado a intimar con ellos de tal modo que los pájaros permanecen inmóviles a metro y medio de su linterna y de su persona. Hubo un pollito, encantadoramente sociable, en el año 78, que a las once en punto de la noche llegaba al pino más próximo a la casa a exigir nuestra presencia y, hasta que no comparecíamos en el jardín, su llamada no cesaba. Mi yerno Pancho y yo salíamos con Adolfo y, ¡durante horas!, coloquiábamos con él, le enfocábamos con la linterna y le retratábamos sin que el animal se espantase de los fogonazos del flash. Su carita de viejecita escéptica llegó a hacérsenos tan familiar como el frágil petirrojo que baja cada tarde a picotear las migas de pan bajo la mesa de piedra donde comemos. A veces, un ruidito sospechoso le hacía volver la cabeza, y nos causaba asombro la elasticidad, la capacidad de giro de su ancho cuello, con un plumón todavía sedoso. Nuestro amigo el cárabo era capaz de retorcer el gaznate, como se retuerce una camiseta lavada para extraerle la última gota de agua, sin resentirse. La conversación y el clic del disparador de la cámara, en cambio, no le sobresaltaban. Todos nosotros conocíamos el rapto de agresividad de un cárabo que saltó sobre el fotógrafo Hosking, cuando pretendía retratarle, y le sacó un ojo, pero este hecho, sin duda, ocurrió en la fase en que el cárabo hembra acompaña a sus polluelos aún no volanderos a la salida del nido y está dispuesta a defenderlos hasta la muerte. El objetivo de nuestra cámara era distinto: un cárabo nuevo, confiado y sin resabiar. Cabía, claro está, la posibilidad de que la madre acechara entre el follaje y nos atacara de improviso, pero la verdad es que no tuvimos conciencia de este riesgo. Otorgamos nuestra confianza al carabito y él nos correspondió. Y la noche que, por una causa o por otra, tardábamos en aparecer para la consabida tertulia, él requería nuestra presencia a voz en cuello. Ciertamente se trataba de un cárabo excepcionalmente simpático, bien dotado para la convivencia.

Mas al cabo de veinte días, más o menos, ocurrió algo chocante: el cárabo se fue. Oíamos su "ti-juic" insistente desde el castaño de indias de la carretera, pero no se acercaba a la casa, a pesar de las reiteradas llamadas de Adolfo. Su decisión de abandonarnos parecía inconmovible, definitiva. A la noche siguiente, nuestro amigo reclamaba desde el tilo de Valdemoro, doscientos metros más abajo.Y así continuó su huida, alejándose gradualmente cada noche, de cien a ciento cincuenta metros, carretera adelante. Las primeras noches le acompañamos, incluso trabamos diálogo con él, pero ya no era el coloquio confianzudo de antaño. Cubierto por el follaje, el cárabo se mostraba desabrido y adusto y la posibilidad de acercarnos y fotografiarle había desaparecido.

Adolfo, valiéndose de la bicicleta, siguió al joven cárabo en su éxodo y cada mañana nos daba el parte: el pájaro había avanzado otros doscientos metros, estaba ya en las Revueltas, a tres kilómetros de Sedano. Noche a noche, con tenacidad y constancia, mi hijo visitaba al cárabo en su progresiva huida, charlaba con él estacionándose bajo el árbol que delimitaba cada nueva etapa. De esta forma, a mediados de septiembre, el cárabo llegó a Covanera, el pueblecito inmediato, a cinco kilómetros de Sedano, y allí, definitivamente, se perdió. ¿Subiría por la carretera de Santander? ¿Cogería la de Burgos hacia Tubilla del Agua? ¿Cortaría monte a través? ¿A dónde se dirigía en esta espantada lenta pero inexorable? Los merodeos de Adolfo por una carretera y otra, sus llamadas estridentes y melosas, "ti-juic", no tuvieron el menor éxito, no recibieron respuesta. El joven cárabo había roto sus lazos familiares, no sólo con sus padres y hermanos, sino también con nosotros, sus amigos.

Meses más tarde, mi hijo Miguel, biólogo en Doñana, vino a visitarnos y nos aclaró el misterio. Los cárabos, como muchas otras aves y no pocos mamíferos, delimitan un terreno, su cuartel, donde viven como dueños y señores. No admiten intrusos. De ahí que al llegar a su pleno desarrollo hayan de abandonar el lugar donde nacieron, su patria chica y cuartel de sus progenitores, para buscar otro sin titular, tarea a veces tan aleatoria como encontrar una plaza vacante de médico rural. Los jóvenes cárabos inician así su peregrinaje que nadie sabe dónde puede terminar. En ocasiones bastan unos kilómetros, pocos; otras, necesitan cientos de ellos, para encontrar un territorio libre. Su llamada nocturna, acogida por el "juuuj-ju-juuuuuj" sarcástico o furibundo de un adulto, les indica que es preciso proseguir viaje, que aquella parcela está ocupada. Así, hasta que un buen día, o, por mejor decir, una buena noche, su llamada no halla respuesta. Al fin ha encontrado el cárabo adolescente un lugar donde establecerse, un lugar a la luna donde poder vivir y procrear, fundar una familia para que, a su vez, los pollos nuevos reincidan al otoño siguiente en la aventura del exilio.

A veces, en la soledad de nuestro refugio de Sedano, cuando el grito o la risotada del cárabo quiebran el silencio de la noche, nos preguntamos qué habrá sido de nuestro amigo, aquel pájaro afable, confiado y charlatán, con cara de viejecita escéptica, que sostenía nuestra mirada y soportaba los destellos de los flashes con la gracia y la naturalidad de una empingorotada estrella de cine.