La señora Boyle fue la primera en recobrarse.
—Es un joven neurótico y muy mal educado —dijo.
—Me contó que estuvo enterrado cuarenta y ocho horas durante un ataque aéreo —explicó el mayor Metcalf—. Me atrevo a asegurar que eso explica muchas cosas.
—La gente siempre encuentra excusas para dejarse llevar de los nervios —dijo la señora Boyle con acritud—. Estoy segura que durante la guerra yo pasé tanto como cualquier otro y mis nervios están perfectamente.
—Tal vez esto tenga que ver con usted, señora Boyle —exclamó Metcalf.
—¿Cómo dice?
El mayor Metcalf se expresó tranquilamente:
—Creo que en 1940 estaba usted en la Oficina de Alojamiento de este distrito, señora Boyle —Miró a Molly, que inclinó la cabeza en señal de asentimiento—. Es así, ¿no es verdad?
El rostro de la señora Boyle se puso rojo de ira.
—¿Y qué? —desafió con la voz y la mirada.
—Usted fue la que envió a los tres niños a Longridge Farm.
—La verdad, mayor Metcalf, no veo por qué he de ser responsable de lo ocurrido. Los granjeros parecían buena gente y se mostraban deseosos de alojar a los niños. No creo que puedan culparme en este sentido... o que yo sea responsable.
Su acento se quebró.
Giles intervino, preocupado.
—¿Por qué no se lo dijo al sargento Trotter?
—Esto no le importa a la policía —replicó la señora Boyle—. Puedo cuidar de mí misma.
—Será mejor que vigile con todo cuidado —dijo el mayor Metcalf sin alterarse, y él también salió apresuradamente de la estancia.
—Claro —murmuró Molly—, usted estaba en la oficina de hospedaje... Recuerdo...
—Molly, ¿tú lo sabías? —Giles la miraba fijamente.
—Usted vivía en la gran casa que luego incautaron, ¿no es verdad?
—La requisaron —precisó la señora Boyle—; y la arruinaron por completo —agregó con amargura—. Está devastada. Fue una iniquidad.
Y entonces el señor Paravicini comenzó a reír. Echó la cabeza hacia atrás, riendo sin el menor disimulo.
—Perdónenme —consiguió decir—; pero es que todo esto resulta muy divertido. Me estoy divirtiendo... sí, me estoy divirtiendo en grande.
En aquel momento entraba en la habitación el sargento Trotter y dirigió una mirada de censura al señor Paravicini.
—Celebro que todos se encuentren tan divertidos —dijo, molesto.
—Le ruego que disculpe, querido inspector, y le pido perdón. Estoy estropeando el efecto de sus graves advertencias.
El sargento Trotter se encogió de hombros.
—Hice cuanto pude por aclarar la situación —dijo—. No soy inspector, sino sólo sargento. Por favor, señora Davis, quisiera hablar por teléfono.
—Perdóneme —repitió Paravicini—. Ya me voy.
Y abandonó la biblioteca con su andar firme y airoso, que ya llamara la atención de Molly.
—Es un tipo extraño —dijo Giles.
—Podría ser un criminal —repuso Trotter—. No me fiaría ni un pelo de él.
—¡Oh! —exclamó Molly—. ¿Usted cree que él...? Pero si es demasiado viejo... ¿O no lo es? Se maquilla... bastante, y su andar es seguro. Tal vez pretenda parecer viejo. Sargento Trotter, ¿usted cree...?
El sargento Trotter dirigióle una severa mirada.
—No iremos a ninguna parte con teorías inútiles, señora Davis —se acercó al teléfono—. Ahora debo informar al inspector Hogben.
—No podrá comunicar —le advirtió Molly—. No funciona.
—¿Qué? —Trotter giró en redondo.
Y la alarma de su acento les impresionó.
—¿No funciona? ¿Desde cuándo?
—El mayor Metcalf intentó hablar antes de que usted llegara.
—Pero antes funcionaba perfectamente. ¿No recibió el mensaje del inspector Hogben?
—Sí. Supongo... que desde las diez... la línea se habrá cortado... por la nieve.
El rostro de Trotter se ensombreció.
—Me pregunto —dijo— si pueden haberla cortado.
Molly sobresaltóse.
—¿Usted lo cree así?
—Voy a asegurarme.
Y abandonó a toda prisa la estancia. Giles vaciló unos instantes y al fin salió tras él.
Molly exclamó:
—¡Cielo santo! Casi es la hora de comer. Debo darme prisa... o no tendremos nada que llevarnos a la boca.
Y cuando salía de la biblioteca la señora Boyle murmuró:
—¡Qué chiquilla más incompetente! Y qué casa ésta. No pagaré siete guineas por esta clase de cosas.
3
El sargento Trotter, inclinado, repasaba los cables telefónicos y preguntó a Giles:
—¿Hay algún aparato supletorio?
—Sí, arriba, en nuestro dormitorio. ¿Quiere que vaya a mirar allí?
—Sí, haga el favor.
Trotter abrió la ventana e inclinóse hacia el exterior, barriendo la nieve del alféizar. Giles corrió escalera arriba.
4
El señor Paravicini se hallaba en el salón. Dirigióse al piano de cola y lo abrió. Una vez hubo tomado asiento en el taburete, comenzó a tocar suavemente con un dedo.
Tres Ratones Ciegos
Ved cómo corren...
5
Cristóbal Wren estaba en su habitación, y yendo de un lado a otro silbaba suavemente...
De pronto su silbido cesó. Sentóse en el borde de la cama y escondiendo el rostro entre las manos comenzó a sollozar... murmurando infantilmente:
—No puedo continuar...
Luego su expresión cambió, y poniéndose en pie enderezó los hombros.
—Tengo que continuar —dijo—. Tengo que acabar con ello.
6
Giles permanecía junto al teléfono de su dormitorio, que era a la vez el de Molly. Inclinóse para recoger algo semioculto entre las faldas del tocador: era un guante de su esposa, y al levantarlo de su interior cayó un billete de autobús, color rosa... Giles contempló su trayectoria hasta el suelo, mientras cambiaba la expresión de su rostro.
Podían haberle tomado por otro hombre cuando se dirigió a la puerta como un sonámbulo, y una vez la hubo abierto permaneció unos instantes contemplando el pasillo en dirección al rellano de la escalera.
7
Molly terminó de pelar las patatas y las echó en una olla que colocó sobre el fogón. Miró dentro del horno. Todo estaba dispuesto, según su plan.
Encima de la mesa de la cocina yacía el ejemplar de dos días atrás, el Evening Standard. Frunció el ceño al verlo. Si consiguiera recordar...
De pronto se llevó las manos a los ojos.
—¡Oh, no! —exclamó—. ¡Oh, no...!
Bajó lentamente sus manos contemplando la cocina como si fuera un lugar extraño... tan cálida, cómoda y espaciosa, con el sabroso aroma de los guisos.
—¡Oh, no! —repitió casi sin aliento.
Y también con el andar lento de una sonámbula dirigióse a la puerta que daba al vestíbulo. La abrió. La casa estaba en silencio... sólo se oía un ligero silbido...
Aquella canción...
Molly se estremeció volviendo a la cocina para echar otro vistazo. Sí, todo estaba en orden y en marcha.
Una vez más fue hacia la puerta...
8
El mayor Metcalf bajó lentamente la escalera. Aguardó uno instantes en el vestíbulo, luego abrió el gran armario situado debajo de la escalera y se metió dentro.
Todo estaba tranquilo. No se veía a nadie. Era una buena ocasión para llevar a cabo lo que se había propuesto hacer...
9