—Cálmese, muchacho —le dijo el mayor Metcalf.
—Tranquilícese, Cris —Molly acercóse a él—. Nadie está en contra suya. Dígale que no hay nada de eso, sargento.
—Nosotros no echamos la culpa a nadie —repuso el sargento Trotter.
—Dígale que no va a arrestarle.
—No voy a arrestar a nadie. Para hacerlo necesito pruebas. Y no las hay... por ahora.
—Creo que te has vuelto loca, Molly —exclamó Giles—, y usted también, sargento. Hay una sola persona que reúna las características del asesino y...
—Aguarda, Giles, espera —interrumpió su esposa—. ¡Oh, cálmate! Sargento Trotter..., ¿puedo... puedo hablar un momento con usted?
—Yo me quedo —dijo Giles.
—No, vete, por favor.
El rostro de Giles estaba sombrío y presagiaba tormenta cuando habló.
—No sé lo que te ha pasado, Molly.
Y siguió a los otros fuera de la habitación.
—Diga usted, señora Davis, ¿qué es ello?
—Sargento Trotter, cuando usted nos habló del caso de Longridge Farm, nos dio a entender que debía ser el hermano mayor el... responsable de todo esto. Pero no lo sabe con certeza, ¿verdad?
—Así es, señora Davis. Pero la mayoría de posibilidades, se inclinaban hacia ese lado..., desequilibrio mental, deserción del Ejército... ése fue el informe del psiquiatra.
—Oh, ya, y por consiguiente todo parecía indicar a Cristóbal. Yo no creo que haya sido él. Debe de haber otras... posibilidades. ¿Es que aquellos niños no tenían familia... padres, por ejemplo?
—Sí. La madre había muerto, pero el padre estaba sirviendo en el extranjero.
—Bueno. ¿Y qué hay de él? ¿Dónde se encuentra ahora?
—No tenemos informes. Obtuvo los documentos de desmovilización el año pasado.
—Y si el hijo era un desequilibrado mental, el padre también pudo serlo.
—Es posible.
—De modo que el asesino pudiera ser de mediana edad, o más bien viejo. Recuerde que el mayor Metcalf se asustó mucho cuando le dije que había telefoneado la policía. Y realmente estaba atemorizado.
—Créame, por favor, señora Davis —dijo el sargento Trotter con calma—. No he dejado de considerar todas las posibilidades desde el principio. El joven Jim... el padre, e incluso la hermana. Podría haber sido una mujer, ¿sabe? No he pasado nada por alto. Puedo estar seguro en mi interior..., pero no lo sé... todavía. Es muy difícil conocer todo lo referente a los demás... sobre todo en estos tiempos. Le sorprendería lo que se ve en el Departamento de Policía. Principalmente en matrimonios. Bodas rápidas... casamientos de guerra... Sin explicar el pasado... Sin hablar de familia, ni amistades. La gente acepta la palabra de un desconocido como artículo de fe. Si un individuo dice que es piloto de aviación, o mayor del ejército... la chica le cree a pies juntillas... y algunas veces tarda uno o dos años en descubrir que es un empleado de un Banco que se ha fugado y que tiene esposa e hijos... o que es un desertor del ejército... o peor.
Hizo una pausa y continuó:
—Sé perfectamente lo que está pensando, señora Davis. Sólo quiero decirle una cosa. El asesino se está divirtiendo. Eso es de lo único que estoy seguro.
Y se dirigió hacia la puerta.
3
Molly quedóse inmóvil mientras sentía arder sus mejillas. Al cabo de unos instantes avanzó lentamente hacia el fogón y se arrodilló para ir a abrir la puerta del horno. El aroma sabroso y familiar alegró su ánimo. Era como si de pronto volviera a encontrarse en el mundo amable de la rutina cotidiana. Guisar... cuidar de la casa... la vida ordinaria y prosaica...
Desde tiempo inmemorial las mujeres han preparado los alimentos para los hombres. El mundo de peligros... y locuras se desvaneció. La mujer, en su cocina, se encuentra a salvo... completamente a salvo.
Abrióse la puerta. Molly volvió la cabeza, viendo entrar a Cristóbal Wren casi sin aliento.
—¡Cielos! —exclamó Cristóbal—. ¡Qué desorden! ¡Alguien ha robado los esquíes del sargento!
—¿Los esquíes del sargento? Pero ¿quién ha podido ser?
—La verdad es que no puedo imaginarlo... quiero decir, que si el sargento decidía marcharse y dejarnos, supongo que el asesino debiera sentirse satisfecho. En fin, que no tiene sentido, ¿no le parece?
—Giles los puso en el armario de debajo de la escalera.
—Bueno, pues ya no están allí. Es algo extraño, ¿verdad?
Rió alegremente.
—El sargento está furioso... Y culpa al pobre mayor Metcalf..., que sostiene que no se fijó si estaban o no cuando miró dentro del armario justamente antes de que mataran a la señora Boyle. Trotter dice que debió haberlo notado forzosamente —Cristóbal bajó la voz—. Si quiere saber mi opinión, creo que este asunto está empezando a desmoralizar a Trotter.
—Nos está desmoralizando a todos nosotros —replicó Molly.
—A mí no. Lo encuentro estimulante. ¡Es tan deliciosamente irreal!...
—No diría eso... si hubiera sido usted quien la hubiese encontrado. Me refiero a la señora Boyle. Sigo recordándola... No consigo olvidarlo... Su rostro... hinchado y cárdeno...
Se estremeció. Cristóbal acercóse a ella y le puso una mano sobre el hombro.
—Lo sé. Soy un estúpido. Lo siento. No quise entristecerla.
Un sollozo ahogóse en la garganta de Molly.
—Hace unos momentos todo parecía como antes... esta cocina.., el preparar la comida... —Habló de un modo confuso e incoherente—. Y, de pronto, todo... volvió de nuevo... como una pesadilla.
Había una curiosa expresión en el rostro de Cristóbal Wren mientras contemplaba con marcada atención a la joven.
—Ya comprendo —le dijo—. Bueno, será mejor que me vaya... y no la entretenga.
Cuando Cristóbal tenía ya la mano en el pomo de la puerta, la joven exclamó:
—¡No se marche!
Él se volvió, mirándola interrogadoramente, y regresó a su lado despacio.
—¿Lo ha dicho de veras?
—¿El qué?
—Que no quiere que me marche.
—Sí, ya se lo he dicho. No quiero estar sola. Tengo miedo de quedarme sola.
Cristóbal sentóse junto a la mesa. Molly abrió el horno y cambió de estante el pastel de carne.
—Eso es muy interesante —dijo Cristóbal en voz baja.
—¿El qué?
—El que no tema quedarse a solas... conmigo. No tiene miedo, ¿verdad?
Molly movió la cabeza.
—No, no tengo miedo.
—¿Por qué no tiene miedo, Molly?
—No lo sé... yo no...
—Y, no obstante, soy la única persona que reúne las características del asesino.
—No —repuso Molly—. Existen otras... posibilidades. He estado hablando de ello unos momentos con el sargento Trotter.
—¿Y está de acuerdo contigo?
—Por lo menos no está en desacuerdo —dijo la joven despacio.
Ciertas palabras volvían a martillear su cerebro. Especialmente la última frase: «Sé perfectamente lo que está pensando, señora Davis.» Pero, ¿lo sabía? Es posible que lo supiera. También dijo que el asesino estaba disfrutando... ¿Era cierto?
Y preguntó a Cristóbaclass="underline"
—Tú no te estás divirtiendo precisamente, ¿verdad? A pesar de lo que acabas de decirme.
—¡Cielos, no! —repuso Cristóbal mirándola, sorprendido—. ¡Qué cosas tan chocantes se te ocurren!
—Oh, no es cosa mía, sino del sargento Trotter. ¡Le odio! Me ha metido cosas en la cabeza... cosas que no son verdad... que no pueden ser verdad.
Se cubrió el rostro con las manos, pero Cristóbal se las apartó suavemente.
—Escucha, Molly, ¿qué es todo esto?
Ella dejó que la sentara en una silla junto a la mesa de la cocina. Los modales de Cristóbal ya no eran ni morbosos ni infantiles.