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—¿Te compadeces de un lunático homicida?

Molly le dirigió una mirada indescifrable.

—Puedo sentir compasión de un lunático homicida —repuso.

—Y también llamarle Cristóbal. ¿Desde cuándo os tuteáis?

—¡Oh, Giles! No seas ridículo. Hoy en día todo el mundo se tutea. Tú lo sabes.

—¿A los dos días de conocerse? Pero tal vez haya más que eso. Puede que conocieras a Cristóbal Wren, el extraño arquitecto, mucho antes de que viniera aquí. Es posible que fueras tú quien le sugiriera la idea de venir. ¿O es que lo planeasteis los dos?

—Giles, ¿te has vuelto loco? ¿Qué es lo que insinúas?

—Pues que Cristóbal Wren era un antiguo amigo tuyo y que estáis en bastante buenas relaciones... cosa que has procurado ocultarme.

—Giles, ¡debes estar loco!

—Supongo que insistirás en decir que no le habías visto nunca hasta el momento en que puso los pies en esta casa. Pero es bastante extraño que se le ocurriera venir a un lugar tan apartado como éste, ¿no te parece?

—No lo es más que se le ocurriera igual también al mayor Metcalf... y a la señora Boyle.

—Sí... yo creo que sí... He leído que esos maniáticos que hablan solos sienten una atracción especial hacia las mujeres. Y parece cierto. ¿Cómo le conociste? ¿Cuánto hace que dura esto?

—¡Eres absurdo, Giles! No había visto nunca a Cristóbal Wren hasta que vino aquí.

—¿No fuiste a Londres hace un par de días para poneros de acuerdo y encontraros aquí como si fueseis dos desconocidos?

—Giles, sabes perfectamente que no he estado en Londres desde hace algunas semanas.

—¿No? Esto es muy interesante —Sacó el guante de su bolsillo y se lo tendió—. Éste es uno de los guantes que llevabas anteayer, ¿no es cierto? El día que yo fui a Sailham a comprar la alambrada.

—El día que tú fuiste a Sailham a comprar la alambrada —repitió Molly con firmeza—. Sí, llevaba esos guantes cuando salí.

—Dijiste que habías ido al pueblo. Si sólo fuiste hasta allí, ¿qué es lo que hace esto dentro del guante?

Y con un ademán acusador le enseñó el billete rosado del ómnibus.

Se produjo un silencioso angustioso.

—Fuiste a Londres —insinuó Giles.

—Está bien —repuso Molly alzando la barbilla—. Fui a Londres.

—Para encontrarte con ese tipo.

—No, no fui a eso.

—Entonces, ¿a qué fuiste?

—De momento no voy a decírtelo, Giles.

—Eso quiere decir que vas a tomarte tiempo para inventar una buena historia.

—Creo que... ¡te aborrezco!

—Yo no te odio... —repuso Giles despacio—. Pero casi quisiera odiarte... Me doy cuenta de que.., no sé nada de ti... que no te conozco...

—Yo siento lo mismo —replicó Molly—. Eres... eres sólo un extraño. Un hombre que miente...

—¿Cuándo te he mentido?

Molly echóse a reír.

—¿Crees que me tragué la historia de que ibas a comprar esa alambrada?... Tú también estuviste en Londres aquel día.

—Supongo que debiste verme. Y no tuviste la suficiente confianza en mí...

—¿Confianza en ti? Nunca volveré a fiarme de nadie...

Ninguno de los dos había notado que se abría la puerta con sigilo. El señor Paravicini carraspeó desde el umbral.

—Es violento para mí —murmuró—; pero, ¿no creen que están diciendo peores cosas de lo que es su intención? Uno se acalora tanto en estas disputas de enamorados...

—Disputas de enamorados... —repitió Giles con sorna—. ¡Tiene gracia!

—Desde luego, desde luego —replicó Paravicini—. Sé lo que siente. Yo también pasé por ello cuando era joven. Pero lo que vine a decirles es que el inspector insiste en que vayamos todos al salón. Al parecer tiene una idea.

El señor Paravicini rió divertido.

—Se oye decir con frecuencia... que la policía tiene una pista... eso sí, pero, ¿una idea? Lo dudo mucho. Nuestro sargento Trotter es un sargento entusiasta y concienzudo, mas no le creo superdotado intelectualmente.

—Ve tú, Giles —dijo Molly—. Yo tengo que vigilar la comida. El sargento Trotter puede pasarse sin mí.

—Hablando de comida —intervino el señor Paravicini, acercándose a Molly—, ¿ha probado alguna vez higadillos de pollo servidos sobre pan tostado bien cubierto de foie-gras y una lonja de tocino muy delgada y untada de mostaza francesa?

—Oh, ahora apenas se encuentra foie-gras —repuso Giles—. Vamos, señor Paravicini.

—¿Quiere que me quede con usted y la ayude?

—Usted se viene conmigo al salón, Paravicini —le atajó Giles.

Paravicini rió por lo bajo.

—Su esposo teme por usted. Es muy natural. No se aviene a la idea de dejarla a solas conmigo... por temor a mis tendencias sádicas..., no las deshonrosas. Tendré que obedecer a la fuerza.

E inclinándose graciosamente le besó las puntas de los dedos.

Molly dijo violentamente:

—¡Oh, señor Paravicini! Estoy segura...

—Es usted muy inteligente, joven —contestó a Giles sin hacer caso de Molly—. No quiere correr ningún riesgo. ¿Acaso puedo probarle... a usted, o al inspector... que no soy un maniático homicida? No, no puedo. Esas cosas son difíciles de probar.

Comenzó a tararear alegremente. Molly se exasperó.

—Por favor, señor Paravicini... no cante esa horrible canción.

—¿Tres ratones ciegos? ¿Conque era eso? Se me ha venido a la cabeza sin darme cuenta. Ahora que me fijo, es una tonadilla horrenda. No tiene nada de bonita, pero a los niños les gustan esas cosas. ¿Lo ha notado? Ese ritmo es muy inglés.., el lado cruel y bucólico del pueblo inglés. Les cortó el rabo con un trinchante. Claro que a un niño no le gustaría eso... Podría contarles muchas cosas acerca de los pequeñuelos...

—No, por favor —dijo Molly con desmayo—. Creo que usted también es cruel —Su voz adquirió un tono de histerismo—. Usted ríe... y sonríe... es como un gato jugando con un ratón... jugando...

Se echó a reír.

—¡Cálmate, Molly! —rogó Giles—. Ven, vamos todos al salón.

—Trotter debe estar impaciente. No importa la comida. Un crimen es algo mucho más importante.

—No estoy muy de acuerdo con usted —dijo Paravicini mientras les seguía con su andar saltarín—. Al condenado a muerte siempre se le sirve una opípara comida cuando está en capilla... Es lo que se hace siempre.

4

Cristóbal Wren se unió a ellos en el recibidor y Giles frunció el ceño. El joven dirigió una mirada ansiosa a Molly, pero ésta, con la cabeza muy alta, siguió andando sin mirarle.

Entraron casi en procesión por la puerta de la sala. El señor Paravicini cerraba la marcha con su andar saltarín.

El sargento Trotter y el mayor Metcalf les aguardaban en pie. El mayor presentaba un aspecto abatido y Trotter estaba sonrojado y nervioso.

—Muy bien —les dijo el sargento cuando entraron—. Quería verles a todos. Quiero poner en práctica cierto experimento... para lo cual necesito su cooperación.

—¿Tardará mucho rato? —quiso saber Molly—. Tengo bastante que hacer en la cocina. Después de todo, tenemos que comer a alguna hora.

—Sí —replicó Trotter—. Lo comprendo, señora Davis, pero hay cosas más urgentes que la comida. La señora Boyle, por ejemplo, ya no necesita comer.

—La verdad, sargento —intervino el mayor Metcalf—, me parece un modo muy crudo de comentar las cosas.

—Lo siento, mayor Metcalf, pero quiero que todos colaboren.

—¿Ha encontrado ya sus esquíes, sargento Trotter? —preguntó Molly.

El joven enrojeció.

—No, señora Davis; pero puedo decir que tengo mis sospechas de quién los ha cogido, y sus motivos. No pudo decir más por el momento.

—No lo diga, por favor —suplicó Paravicini—. Siempre he pensado que las explicaciones deben dejarse para el final... ya sabe para ese excitante último capítulo.