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—Me figuro que es un tipo que se dedica al mercado negro —repuso Giles.

Cristóbal Wren asomó la cabeza por la puerta.

—Amigos míos, espero no haberles molestado, pero en la cocina se huele terriblemente a quemado. ¿Puedo hacer algo?

Con un grito de angustia y exclamando: «¡Mi pastel!», Molly salió corriendo de la estancia.

LIBRO SEGUNDO

OTRAS HISTORIAS

Una broma extraña

—Y ésta —dijo Juana Helier completando la presentación— es la señorita Marple.

Como era actriz, supo darle la entonación a la frase, una mezcla de respeto y triunfo.

Resultaba extraño que el objeto tan orgullosamente proclamado fuese una solterona de aspecto amable y remilgado. En los ojos de los dos jóvenes que acababan de trabar conocimiento con ella gracias a Juana, se leía incredulidad y una ligera decepción. Era una pareja muy atractiva; ella, Charmian Straud, esbelta y morena... él, era Eduardo Rossiter, un gigante rubio y afable.

Charmian dijo algo cortada:

—¡Oh!, estamos encantados de conocerla.

Mas sus ojos no corroboraban tales palabras y los dirigió interrogadores a Juana Helier.

—Querida —dijo ésta respondiendo a la mirada—, es maravillosa. Dejádselo todo a ella. Te dije que la traería aquí y eso he hecho —Dirigióse a la señorita Marple—. Usted lo arreglará. Le será fácil.

La señorita Marple volvió sus ojos de un color azul de porcelana hacia el señor Rossiter.

—¿No quiere decirme de qué se trata? —le dijo.

—Juana es amiga nuestra —intervino Charmian, impaciente—. Eduardo y yo estamos en un apuro. Y Juana nos dijo que si veníamos a su fiesta nos presentaría a alguien que era... que haría... que podría...

Eduardo acudió en su ayuda.

—Juana nos dijo que era usted la última palabra en sabuesos, señorita Marple.

Los ojos de la solterona parpadearon de placer, mas protestó con modestia:

—¡Oh, no, no! Nada de eso. Lo que pasa es que viviendo en un pueblecito como vivo yo, una aprende a conocer a sus semejantes. ¡Pero la verdad es que ha despertado usted mi curiosidad! Cuénteme su problema.

—Me temo que sea algo vulgar... Se trata de un tesoro enterrado —explicó Eduardo Rossiter.

—¿De veras? ¡Pues me parece muy interesante!

—¿Sí? ¡Como la Isla del Tesoro! Nuestro problema carece de detalles románticos. No hay un mapa señalado con una calavera y dos tibias cruzadas, ni indicaciones como por ejemplo..., «cuatro pasos a la izquierda; dirección noroeste». Es terriblemente prosaico... Ni tan solo sabemos dónde hemos de escarbar.

—¿Lo ha intentado ya?

—Yo diría que hemos removido dos acres cuadrados. Todo el terreno lo hemos convertido casi en un huerto, y sólo nos falta decidir si sembramos coles o patatas.

—¿Podemos contárselo todo? —dijo Charmian con cierta brusquedad.

—Pues claro, querida.

—Entonces busquemos un sitio tranquilo. Vamos, Eduardo.

Y abrió la marcha en dirección a una salita del segundo piso, luego de abandonar aquella estancia tan concurrida y llena de humo.

Cuando estuvieron sentados, Charmian comenzó su relato.

—¡Bueno, ahí va! La historia comienza con tío Mathew, nuestro tío... o mejor dicho, tío abuelo de los dos. Era muy viejo. Eduardo y yo éramos sus únicos parientes. Nos quería y siempre dijo que a su muerte repartiría su dinero entre nosotros. Bien, murió (el mes de marzo pasado) y dejó dispuesto que todo debía repartirse entre Eduardo y yo. Tal vez por lo que he dicho le parezca a usted algo dura... no quiero decir que hizo bien en morirse... los dos le queríamos..., pero llevaba mucho tiempo enfermo. El caso es que ese «todo» que nos había dejado resultó ser prácticamente nada. Y eso, con franqueza, fue un golpe para los dos, ¿no es cierto, Eduardo?

El bueno de Eduardo asintió:

—Habíamos contado con ello —explicó—. Quiero decir que cuando uno sabe que va a heredar un buen puñado de dinero..., bueno, no se preocupa demasiado en ganarlo. Yo estoy en el ejército... y no cuento con nada más, aparte de mi paga... y Charmian no tiene un real. Trabaja como directora de escena de un teatro... cosa muy interesante..,, pero que no da dinero. Teníamos el propósito de casarnos, pero no nos preocupaba la parte monetaria, porque ambos sabíamos que llegaría un día en que heredaríamos.

—¡Y ahora resulta que no heredamos nada! —exclamó Charmian—. Lo que es más, Ansteys... que es la casa solariega, y que tanto queremos Eduardo y yo, tendrá que venderse. ¡Y no podemos soportarlo! Pero si no encontramos el dinero de tío Mathew, tendremos que venderla.

—Charmian, tú sabes que todavía no hemos llegado al punto vital —dijo el joven.

—Bien, habla tú entonces.

Eduardo volvióse hacia la señora Marple.

—Verá usted —dijo—. A medida que tío Mathew iba envejeciendo se volvía cada vez más suspicaz, y no confiaba en nadie.

—Muy inteligente por su parte —replicó la señorita Marple—. La corrupción de la naturaleza humana es inconcebible.

—Bueno, tal vez tenga usted razón. De todas formas, tío Mathew lo pensó así. Tenía un amigo que perdió todo su dinero en un Banco, y otro que se arruinó por confiar en su abogado y él mismo perdió algo en una compañía fraudulenta. De este modo se fue convenciendo de que lo único seguro era convertir el dinero en barras de oro y plata y enterrarlo en algún lugar adecuado.

—¡Ah! —dijo la señorita Marple—. Empiezo a comprender algo.

—Sí. Sus amigos discutían con él, haciéndole ver que de este modo no obtendría interés alguno de aquel capital, pero él sostenía que eso no le importaba. «El dinero —decía— hay que guardarlo en una caja debajo de la cama o enterrarlo en el jardín». Y cuando murió era muy rico. Por eso suponemos que debió enterrar su fortuna. Descubrimos que había vendido valores y sacado grandes sumas de dinero de vez en cuando, sin que nadie sepa lo que hizo con ellas. Pero parece probable que fiel a sus principios comprara oro para enterrarlo y quedar tranquilo —explicó Charmian.

—¿No dijo nada antes de morir? ¿No dejó ningún papel? ¿O una carta?

—Esto es lo más enloquecedor de todo. No lo hizo. Había estado inconsciente durante varios días, pero recobró el conocimiento antes de morir. Nos miró a los dos, se rió.., con una risita débil y burlona, y dijo: «Estaréis muy bien, pareja de tortolitos.» Y señalándose un ojo... el derecho... nos lo guiñó. Y entonces murió...

—Se señaló un ojo —repitió la señorita Marple, pensativa.

—¿Saca alguna consecuencia de esto? —preguntóle Eduardo con ansiedad—. A mí me hace pensar en el cuento de Arsenio Lupin. Algo escondido en un ojo de cristal. Pero nuestro tío Mathew no tenía ningún ojo de cristal.

—No —dijo la señorita Marple meneando la cabeza—. No se me ocurre nada, de momento.

—¡Juana nos dijo que usted nos diría en seguida dónde teníamos que buscar! —se lamentó Charmian, contrariada.

—No soy precisamente una adivina. —La señorita Marple sonreía—. No conocí a su tío, ni sé la clase de hombre que era, ni he visto la casa que les legó ni sus alrededores.

—¿Y si visitase aquello lo sabría? —preguntó Charmian.

—Bueno, la verdad es que entonces resultaría bastante sencillo —replicó la señorita Marple.

—¡Sencillo! —repitió Charmian—. ¡Venga usted a Ansteys y vea si descubre algo!

Tal vez no esperaba que la señorita Marple tomara en serio sus palabras, pero la solterona repuso con presteza:

—Bien, querida, es usted muy amable. Siempre he deseado tener ocasión de buscar un tesoro enterrado. ¡Y además en beneficio de una pareja de enamorados! —concluyó con una sonrisa resplandeciente.