—¡Ya ha visto usted! —exclamó Charmian con gesto dramático.
Acababan de realizar el recorrido completo de Ansteys. Estuvieron en la huerta, convertida en un campo atrincherado. En los bosquecillos, donde se había cavado al pie de cada árbol importante, y contemplaron tristemente lo que antes fuera una cuidada pradera de césped. Subieron al ático, contemplando los viejos baúles y cofres con su contenido esparcido por el suelo. Bajaron al sótano, donde cada baldosa había sido levantada. Midieron y golpearon las paredes y la señorita Marple inspeccionó todos los muebles que tenían o pudieran tener algún cajón secreto.
Sobre una mesa había un montón de papeles.., todos los que había dejado el fallecido Mathew Straud. No se destruyó ninguno y Charmian y Eduardo repasaban una y otra vez... las facturas, invitaciones y correspondencia comercial, con la esperanza de descubrir alguna pista.
—Cree usted que nos hemos olvidado de mirar en algún sitio? —le preguntó Charmian a la señorita Marple.
—Me parece que ya lo han mirado todo, querida —dijo la solterona moviendo la cabeza—. Tal vez si me permitís decirlo, habéis mirado demasiado. Siempre he pensado que hay que tener un plan. Es como mi amiga la señorita Eldritch que tenía una doncella estupenda que enceraba el linóleum a las mil maravillas, pero era tan concienzuda que incluso enceró el suelo del cuarto de baño, y cuando la señora Eldritch salía de la ducha, la alfombrita se escurrió bajo sus pies, y tuvo tan mala caída que se rompió una pierna. Fue muy desagradable, pues naturalmente, la puerta del cuarto de baño estaba cerrada y el jardinero tuvo que coger una escalera y entrar por la ventana... con gran disgusto de la señora Eldritch, que era una mujer muy pudorosa.
Eduardo removióse inquieto.
—Por favor, perdóneme —apresuró a decir la señorita Marple—. Siempre tengo tendencia a salirme por la tangente. Pero es que una cosa me recuerda otra, y algunas veces me resulta provechoso. Lo que quise decir es que tal vez si intentáramos aguzar nuestro ingenio y pensar en un lugar apropiado...
—Piénselo usted, señorita Marple —dijo Eduardo, contrariado—. Charmian y yo tenemos el cerebro en blanco.
—Vamos, vamos. Claro... es una dura prueba para ustedes. Si no les importa voy a repasar bien estos papales. Es decir, si no hay nada personal... no me gustaría que pensaran ustedes que me meto en lo que no me importa.
—Oh, puede hacerlo. Pero me temo que no va a encontrar nada.
Sentóse a la mesa y metódicamente fue mirando el fajo de documentos... y clasificándolos en varios montoncitos. Cuando hubo concluido se quedó mirando al vacío durante varios minutos.
Eduardo le preguntó, no sin cierta malicia:
—¿Y bien, señorita Marple?
Miss Marple se rehizo con un ligero sobresalto.
—Le ruego me perdone. Estos documentos me han servido de gran ayuda.
—¿Ha descubierto algo importante?
—¡Oh!, no, nada de eso. Pero creo que ya sé qué clase de hombre era su tío Mathew... bastante parecido a mi tío Enrique, que era muy aficionado a las bromas. Un solterón sin duda... me pregunto por qué... ¿tal vez a causa de un desengaño prematuro? Metódico hasta cierto punto, pero poco amigo de sentirse atado..., como casi todos los solterones.
A espaldas de la señorita Marple, Charmian hizo un gesto a Eduardo que significaba: «Está loca del todo.»
Miss Marple seguía hablando de su difunto tío Enrique.
—Era muy aficionado a las charadas —explicaba—. Para algunas personas las charadas resultan muy difíciles y les molestan. Un mero juego de palabras puede irritarles. También era un hombre receloso. Siempre pensaba que los criados le robaban. Y algunas veces era verdad, aunque no siempre. Se convirtió en su obsesión. Hacia el fin de su vida pensó que envenenaban su comida, y se negó a comer otra cosa que huevos pasados por agua. Decía que nadie podía alterar el contenido de un huevo. Pobre tío Enrique, ¡era tan alegre en otros tiempos! Le gustaba mucho tomar café después de cenar. Solía decir: «Este café es muy negro», y con ello quería significar que deseaba otra taza.
Eduardo pensó que si oía algo más sobre tío Enrique se volvería loco.
—Le gustaban mucho las personas jóvenes —proseguía la señorita Marple—, pero se sentía inclinado a atormentarlos un poco... no sé si me entenderán... Solía poner bolsas de caramelos donde los niños no pudieran alcanzarlas.
Dejando los cumplidos aun lado, Charmian exclamó:
—¡Me parece horrible!
—¡Oh, no, querida!, sólo era un viejo solterón, y no estaba acostumbrado a los pequeños. Y la verdad es que no era nada tonto. Acostumbraba a guardar mucho dinero en la casa, y tenía un escondite seguro. Armaba mucho alboroto por ello... diciendo lo bien escondido que estaba. Y por hablar demasiado, una noche entraron los ladrones y abrieron un boquete en el escondrijo.
—Le estuvo muy bien empleado —exclamó Eduardo.
—Pero no encontraron nada —replicó la señorita Marple—. La verdad es que guardaba su dinero en otra parte... detrás de unos libros de sermones, en la biblioteca. ¡Decía que nadie los sacaba nunca de aquel estante!
—Oiga, es una idea —le interrumpió Eduardo, excitado—. ¿Qué le parece si miráramos en la biblioteca?
Charmian meneó la cabeza.
—¿Crees que no he pensado en eso? El martes pasado miré todos los libros cuando tú fuiste a Portsmouth. Los saqué uno por uno y los sacudí. Tampoco en la biblioteca hay nada.
Eduardo exhaló un suspiro y levantándose de su asiento se dispuso a deshacerse con tacto de su insoportable visitante.
—Ha sido usted muy amable al intentar ayudarnos. Siento que no haya servido de nada. Comprendo que hemos abusado de su tiempo. No obstante... sacaré el coche y podrá alcanzar el tren de las tres treinta...
—¡Oh! —repuso la señorita Marple—, pero antes tenemos que encontrar el dinero, ¿verdad? No debe darse por vencido, señor Rossiter. Si la primera vez no tiene éxito, hay que intentarlo otra y otra, y otra vez.
—¿Quiere decir que va a continuar intentándolo?
—Pues para hablar con exactitud —replicó la solterona— todavía no he empezado. Primero se coge la liebre... como dice la señora Beeton en su libro de cocina... un libro estupendo, pero terriblemente imposible... la mayoría de sus recetas empiezan diciendo: «Se toma una docena de huevos y una libra de mantequilla.» Déjeme pensar..., ¿por dónde iba? Oh, sí. Bien, ya tenemos, por así decirlo, nuestra liebre, que es, naturalmente, el tío Mathew, y ahora sólo nos falta decidir dónde podría haber escondido el dinero. Puede que sea bien sencillo.
—¿Sencillo? —se extrañó Charmian.
—Oh, sí, querida. Estoy segura de que habrá utilizado el medio más fácil. Un cajón secreto... ésa es mi solución.
Eduardo dijo con sequedad:
—No pueden guardarse muchos lingotes de oro en un cajoncito secreto.
—No, no, claro que no. Pero no hay razón para creer que el dinero fuese convertido en oro.
—Él siempre decía...
—¡Y mi tío Enrique siempre hablaba de su escondrijo! Por eso creo firmemente que lo dijo para despistar. Los diamantes pueden esconderse con facilidad en un cajón secreto.
—Pero ya lo hemos mirado todo. Hicimos venir a un técnico para que examinase los muebles.
—¿De veras, querida? Hizo usted muy bien. Yo diría que el escritorio de su tío es el lugar más apropiado. ¿Es aquél que está apoyado contra la pared?
—Sí. Voy a enseñárselo.
Charmian se acercó al mueble y lo abrió. En su interior aparecieron varios casilleros y cajoncitos. Luego, accionando una puertecita que había en el centro, tocó un resorte situado en el interior del cajón de la izquierda, El fondo de la caja del centro se adelantó y la joven la sacó dejando un hueco descubierto. Estaba vacío.
—¿No es casualidad? —exclamó la señorita Marple—. Mi tío Enrique tenía un escritorio igual que éste sólo que era de madera de nogal y éste es de caoba.