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Molly se abismó en optimistas cálculos mentales.

—Y además, Giles —concluyó—, sería nuestra propia casa. Con nuestras cosas. Y me parece que si no nos decidimos por esto, vamos a tardar años en encontrar otro sitio donde vivir.

Giles tuvo que admitir que aquello era cierto. Habían pasado tan poco tiempo juntos después de su agitado matrimonio, que ambos estaban deseosos de instalar su hogar ya perdurable.

Así es que el gran experimento pasó a ser puesto en práctica. Publicaron anuncios en los periódicos de la localidad y el Times de Londres, obteniendo varias respuestas.

Y aquel día precisamente iba a llegar el primero de sus huéspedes. Giles había salido temprano en el coche para tratar de adquirir varios metros de alambrada que había pertenecido al Ejército y que se anunciaba en venta al otro lado del condado. Molly tuvo que ir andando hasta el pueblo para hacer las últimas compras.

Lo único malo era el tiempo. Durante los dos últimos días había sido extremadamente frío, y ahora comenzaba a nevar. Molly apresuróse por el camino mientras espesos copos se fundían sobre el impermeable y su rizoso y brillante cabello. El parte meteorológico había sido en extremo descorazonador: eran de esperar intensas nevadas.

Pero que no se helaran las cañerías. Era una lástima que fueran a salirles mal las cosas cuando acababan de empezar. Miró su reloj. ¡Ya más de las cinco! Giles ya habría vuelto... y se estaría preguntando por dónde andaba ella.

—Tuve que volver al pueblo a comprar algunas cosas que había olvidado —le diría.

Y él preguntaría:

—¿Más latas de conserva?

Siempre bromeando por eso; en la actualidad su despensa estaba bien provista para casos de apuro.

Y ahora, pensó Molly mirando al cielo preocupada, parecía que los apuros iban a presentarse bien pronto.

La casa estaba vacía. Giles aún no había regresado, Molly fue primero a la cocina, y luego subió a revisar los dormitorios recién preparados. La señora Boyle, en la habitación sur, la de los muebles de caoba. El mayor Metcalf, en el cuarto azul, de roble. El señor Wren, en el ala este, en el del mirador. Todos eran bonitos... y ¡qué suerte que tía Catalina tuviera un surtido tan espléndido de ropas de cama! Molly ahuecó un edredón y volvió a bajar. Era casi de noche, y la casa le pareció de pronto muy silenciosa y vacía. Era una casa solitaria, situada a dos millas del pueblo. A dos millas..., pensó Molly, de cualquier parte.

A menudo se había quedado sola en la casa..., pero nunca hasta aquel momento tuvo aquella sensación de soledad...

La nieve batía blandamente contra los paneles de la ventana, produciendo un susurro inquietante... ¿Y si Giles no pudiera regresar?... ¿Y si la capa de nieve fuese tan espesa que no dejara avanzar el automóvil? ¿Y si tuviera que quedarse allí sola... tal vez durante varios días?

Contempló la cocina, grande y confortable, que parecía reclamar una cocinera rolliza que la presidiera moviendo las mandíbulas rítmicamente al comer pasteles y beber té muy cargado, teniendo a un lado de la mesa a un ama de llaves entrada en años, al otro una doncella sonrosada y enfrente una fregona que las miraría con ojos asustados. Y en vez de eso, allí estaba ella sola. Molly Davis, representando un papel que aún no encontraba muy natural. Toda su vida, hasta aquel momento, parecía irreal... lo mismo que Giles. Estaba representando un papel, sólo representando...

Una sombra pasó ante la ventana y Molly se sobresaltó... Un desconocido se acercaba quedamente. Molly oyó abrir la puerta lateral. El desconocido se detuvo en el umbral, sacudiéndose la nieve antes de penetrar en aquella casa vacía.

Y de pronto se tranquilizó.

—¡Oh, Giles! —exclamó—. ¡Cuánto me alegro de que hayas vuelto!

2

—¡Hola, cariño! ¡Buen tiempecito! ¡Cielos, estoy congelado!

Golpeó el suelo con los pies y se frotó las manos.

Automáticamente, Molly cogió el abrigo que él había arrojado, como de costumbre, sobre el arcón de roble, y lo colgó en la percha luego de sacar de sus bolsillos la bufanda, un periódico, un ovillo de cordel y el correo de la mañana. Dirigiéndose a la cocina, dejó todo aquello encima de la mesa y puso la olla sobre el fogón de gas.

—¿Conseguiste la alambrada? —le preguntó—. Has tardado mucho.

—No era de la que yo quiero. No nos hubiera servido para nada. ¿Y tú qué has estado haciendo? Me refiero a que no habrá llegado nadie todavía.

—La señora Boyle no vendrá hasta mañana.

—Pero el mayor Metcalf y el señor Wren tendrían que haber llegado hoy.

—El mayor Metcalf ha enviado una postal diciendo que no podrá llegar hasta mañana.

—Entonces a cenar sólo tendremos al señor Wren. ¿Cómo te lo imaginas? Yo como funcionario público retirado.

—No, creo que es un artista.

—En ese caso —repuso Giles—, será mejor que le cobremos una semana por adelantado.

—Oh, no, Giles; trae equipaje. Si no paga nos quedaremos con él.

—¿Y si luego resulta que consiste sólo en piedras envueltas en papel de periódico? La verdad es, Molly, que no tenemos la menor idea de cómo llevar este negocio. Espero que no se den cuenta de nuestra inexperiencia.

—Seguro que la señora Boyle lo descubre —dijo Molly—. Es de esa clase de mujeres.

—¿Cómo lo sabes? ¡Si aún no la has visto!

Molly le volvió la espalda, y extendiendo un periódico sobre la mesa fue a buscar un pedazo de queso y comenzó a rallarlo.

—¿Qué es esto? —quiso saber su esposo.

—Pues será un exquisito pastel de queso galés —le informó—. Miga de pan y patata chafada, y sólo un poquitín de queso para justificar su nombre.

—Eres una cocinera estupenda —dijo Giles con admiración.

—¿Tú crees? Sólo puedo hacer una cosa a un tiempo. Es el hacer varias a la vez, lo que demuestra tener mucha práctica. El desayuno es lo peor.

—¿Por qué?

—Porque se junta todo... huevos con jamón... café con leche... las tostadas. La leche se sale, o se queman las tostadas... El jamón se carboniza o los huevos se cuecen demasiado. Hay que vigilarlo todo con la velocidad de un gato escaldado.

—Tendré que espiarte mañana por la mañana, sin que tú te des cuenta, para contemplar esa encarnación del gato escaldado.

—Ya hierve el agua —dijo Molly—. ¿Quieres que llevemos la bandeja a la biblioteca y escuchemos la radio? No tardarán en dar noticias de Prensa.

—Y como parece ser que vamos a pasar la mayor parte del tiempo en la cocina, veo que tendremos que instalar un aparato aquí también.

—Sí. ¡Qué bonitas son las cocinas! Ésta me encanta. Creo que es lo más bonito de la casa... con su mesa... la vajilla... y la sensación de grandeza que da esta enorme cocina económica... aunque, naturalmente, me alegro de no tener que cocinar con ella.

—Supongo que debe consumir en un día nuestra ración de combustible de todo un año...

—Casi seguro. Pero piensa en las cosas que se asaban aquí... solomillos de ternera y piernas de cordero. Grandes calderos en los que se preparaba mermelada casera de fresas con libras y libras de azúcar. ¡Qué época tan agradable la victoriana... y qué cómoda! Fíjate en los muebles de arriba, grandes, sólidos y bastante adornados..., pero, ¡oh!, comodísimos; amplios armarios para la mucha ropa que se solía tener. Y en todos los cajones, que se abren y cierran con una facilidad extraordinaria. ¿Te acuerdas de aquel pisito moderno que nos alquilaron? Todo se atascaba... las puertas no cerraban, y si se cerraban, luego no podían abrirse.