Los sentimientos de Eduardo hacia tío Enrique habían sufrido un cambio radical.
—Miss Marple —dijo—, voy a buscar una botella de champaña; brindemos a la salud de su tío Enrique.
El crimen de la cinta métrica
Asiendo el llamador, la señorita Politt lo dejó caer sobre la puerta de la casita. Luego de un breve intervalo llamó de nuevo. El paquete que llevaba bajo el brazo le resbaló un tanto al hacerlo, y tuvo que volver a colocarlo en su sitio. En aquel paquete llevaba el nuevo vestido de invierno de la señora Spenlow, de color verde, dispuesto para la prueba. De la mano izquierda de la señorita Politt pendía una bolsa de seda negra, que contenía la cinta métrica, un acerico de alfileres y un par de tijeras grandes y prácticas.
La señorita Politt era alta y delgada, de nariz puntiaguda, labios finos y cabellos grises. Vaciló unos momentos antes de llamar por tercera vez. Mirando al final de la calle, vio una figura que se aproximaba rápidamente y la señorita Hartnell, jovial y curtida, con sus cincuenta y cinco años, le gritó con su voz potente y grave:
-¡Buenas tardes, señorita Politt!
La modista respondió:
-Buenas tardes, señorita Hartnell -su voz era extremadamente suave y moderada. Había comenzado a trabajar como doncella en casa de una gran señora-. Perdóneme -prosiguió-, pero ¿sabe por casualidad si está en casa la señora Spenlow?
-No tengo la menor idea.
-Es bastante extraño que no conteste a mis llamadas. Esta tarde tenía que probarle el vestido. Me dijo que viniese a las tres y media.
La señorita Hartnell consultó su reloj de pulsera.
-Ahora es un poco más de la media -contestó.
-Sí. He llamado ya tres veces, pero no contesta nadie; por eso me preguntaba si no habría salido y habrá olvidado que tenía que venir yo. Por lo general no se olvida, y además quería estrenar el vestido pasado mañana.
La señorita Hartnell atravesó la puerta de la verja y llegó al jardín para reunirse con la señorita Politt.
-¿Y por qué no le ha abierto Gladys? -quiso saber-. Oh, no, claro, es jueves... es su día libre. Me figuro que la señora Spenlow se habrá quedado dormida. Me parece que no consigue usted hacer gran ruido con ese chisme.
Y alzando el llamador lo descargó con todas sus fuerzas. Rat-tat-tat-tat y, además golpeó la puerta con las manos. También gritó con voz estentórea:
-¡Eh! ¿No hay nadie ahí dentro?
No obtuvo respuesta.
-Oh, yo creo que la señora Spenlow debe de haberse olvidado y se habrá ido -murmuró la señorita Politt-. Volveré cualquier otro rato.
-Tonterías -replicó la señorita Hartnell con firmeza-. No puede haber salido. Yo la hubiera encontrado. Voy a echar un vistazo por las ventanas para ver si da señales de vida.
Y riendo con su habitual buen humor, para indicar que se trataba de una broma, miró superficialmente por la ventana más próxima, pues sabía que los señores Spenlow no utilizaban aquella habitación, ya que preferían la salita de la parte posterior.
A pesar de ser una mirada superficial consiguió su objetivo. Es cierto que la señorita Hartnell no vio signos de vida. Al contrario, a través de la ventana distinguió a la señora Spenlow tendida sobre las alfombra... y muerta.
-Claro que -decía la señorita Hartnell contándolo después- procuré no perder la cabeza. Esa criatura, la señorita Politt, no hubiera sabido qué hacer. Tenemos que conservar la serenidad -le dije-. Usted quédese aquí y yo iré a buscar al alguacil Palk. Ella protestó diciendo que no quería quedarse sola, pero no le hice el menor caso. Hay que mantenerse firme con esa clase de personas. Les encanta armar alboroto. De modo que cuando iba a marcharme, en aquel preciso momento, el señor Spenlow doblaba la esquina de la casa.
La señorita Hartnell hizo una pausa significativa, permitiendo a su interlocutora que le preguntara impaciente:
-Dígame: ¿qué aspecto tenía?
La señorita Hartnell prosiguió:
-Con franqueza, ¡inmediatamente sospeché algo! Estaba demasiado tranquilo. No se sorprendió lo más mínimo. Y puede usted decir lo que quiera, pero no es natural que un hombre que oye decir que su mujer está muerta no exteriorice la menor emoción.
Todo el mundo tuvo que darle la razón.
La policía también. Y no tardaron en averiguar cuál era su situación después de la muerte de su esposa, descubriendo que ella era rica y que todo su dinero iría a parar a manos del viudo gracias a un testamento hecho a toda prisa poco después del matrimonio, cosa que despertó generales sospechas.
La señorita Marple, la solterona de rostro afable (y según algunos de lengua afilada), que vivía en la casa contigua a la rectoría, fue interrogada muy pronto... a la media hora del descubrimiento del crimen. El alguacil Palk, con una libreta de notas para datos, le dijo:
-Si no le molesta, señora, tengo que hacerle unas preguntas.
La señorita Marple repuso:
-¿Acerca del asesinato de la señora Spenlow?
Palk se sorprendió.
-¿Puedo preguntarle cómo se enteró de ello?
-Por el pescado.
La respuesta fue perfectamente inteligible para el alguacil, quien supuso con gran acierto que el repartidor del pescado le habría llevado la noticia al mismo tiempo que la merluza o las sardinas.
-Fue encontrada en el suelo de la sala estrangulada -continuó la señorita Marple-, posiblemente con un cinturón muy estrecho; pero fuera lo que fuese, no ha aparecido.
-¿Cómo es posible que Fred se entere de todo...? -comenzó a decir Palk.
La señorita Marple lo interrumpió.
-Lleva un alfiler en la solapa.
Palk se miró el lugar indicado.
-Dicen: «Ver un alfiler y cogerlo, y todo el día tendrás buena suerte.»
-Espero que sea verdad. Y ahora dígame, ¿qué es lo que quería decirme?
El alguacil se aclaró la garganta y con aire de importancia consultó su libreta.
-El señor Arturo Spenlow, esposo de la interfecta, ha prestado declaración. El señor Spenlow dice que a las dos y media, según sus cálculos, le telefoneó la señorita Marple para pedirle que fuera a verla a las tres y cuarto, pues tenía precisión de consultarle algo. Dígame, señorita, ¿es cierto?
-Desde luego que no -repuso la señorita Marple.
-¿No telefoneó al señor Spenlow a las dos y media?
-Ni a esa hora ni a ninguna otra.
-¡Ah! -exclamó Palk, retorciéndose el bigote con satisfacción.
-¿Qué más dijo el señor Spenlow?
-Según su declaración, él vino aquí atendiendo a su llamada, y salió de su casa a las tres y diez, y que al llegar, la doncella le comunicó que la señorita Marple «no estaba en casa».
-Eso es cierto -replicó la solterona-. Él vino aquí, pero yo me encontraba en una reunión del Instituto Femenino.
-¡Ah! -volvió a exclamar Palk.
-Dígame, alguacil, ¿sospecha usted acaso que el señor Spenlow haya dado muerte a su esposa?
-No puedo asegurar nada en este momento, pero me da la impresión de que alguien, sin mencionar a nadie, se las quiere dar de muy listo.
-¿El señor Spenlow? -preguntó la señorita Marple, pensativa.
Le agradaba el señor Spenlow. Era un hombre delgado, de pequeña estatura, de hablar mesurado y convencional y el colmo de la respetabilidad. Parecía extraño que hubiera ido a vivir al campo, pues era evidente que había pasado toda su vida en la ciudad, y confió sus razones a la señorita Marple.
-Desde joven tuve deseos de vivir en el campo -le dijo- y tener un jardín de mi propiedad. Siempre me gustaron mucho las flores. Ya sabe, mi esposa tenía una floristería. Es donde la vi por primera vez.
Un simple comentario, pero que dejaba adivinar el idilio: Una señora Spenlow mucho más joven y hermosa, con un fondo de flores.
No obstante el señor Spenlow, en realidad, no sabía nada acerca de las flores... ni de semillas, poda, época de plantación, etc. Sólo tenía una imagen en su mente... la imagen de una casita con un jardín repleto de flores de brillantes colores y dulce aroma. Le pidió que le instruyera, y fue anotando en su libretita todas las respuestas de la señorita Marple.